Cuentos completos (379 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
7.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pero los enteros impares pueden derivarse —objetó Murray—. Si divides por dos cada número par de la infinita serie de números enteros, conseguirás otra serie infinita que contendrá la serie infinita de los números enteros impares.

—Tienes ideas. Me complace. Tu tarea consistirá en buscar otros medios, bastante más difíciles, desde los conocidos a los no conocidos aún. Dispones de tus recuerdos. Recordarás todos los datos que hayas jamás recopilado o aprendido, o que ya tengas o vayas a deducir de los datos. Si es necesario, se te permitirá aprender datos adicionales que consideres relevantes para el problema que te has planteado.

—¿Y no podrías hacer tú todo esto?

—Puedo, pero así es más interesante. Construí el Universo para disponer de más datos que manejar. Inserté el principio de incertidumbre, la entropía y otros factores al azar que hacen que el todo no sea instantáneamente evidente. Ha funcionado bien porque me ha distraído a lo largo de su existencia. «Entonces permití complejidades que primero produjeron la vida y luego la inteligencia y lo utilicé como fuente de un equipo de investigación, no porque necesitara su ayuda, sino porque introducía, al azar, un nuevo factor. Descubrí que no podía predecir el próximo dato interesante de conocimiento adquirido, de dónde procedería y por qué medios se había derivado.

—¿Ocurre esto alguna vez? —preguntó Murray.

—Desde luego. No pasa un siglo sin que aparezca algo interesante por alguna parte.

—¿Algo que pudiste haber pensado, pero que aún no lo habías hecho?

—Si.

—¿Crees realmente que hay alguna oportunidad de que yo me muestre complaciente en este asunto?

—¿En el próximo siglo? Virtualmente, ninguna. Pero, a la larga, tu éxito es seguro, puesto que estarás eternamente dedicado a ello.

—¿Yo pensaré toda la eternidad? ¿Para siempre?

—Sí.

—¿Con qué fin?

—Te lo he dicho. Para buscar nuevos conocimientos.

—Pero, aparte de esto, ¿por qué motivo debo buscar yo nuevos conocimientos?

—Era lo que hacías en tu vida en el Universo. ¿Cuál era tu propósito entonces? Murray contestó:

—Obtener nuevos conocimientos que solamente yo podía obtener, recibir la felicitación de mis compañeros, sentir la satisfacción de lo conseguido sabiendo que solamente disponía de un tiempo corto para mi propósito. Ahora ganaré solamente lo mismo que tú ganarías si quisieras molestarte un poco. No puedes felicitarme; sólo puedes sentirte divertido. Y no hay mérito ni satisfacción en lograr algo cuando tengo toda la eternidad para conseguirlo.

—¿Y no encuentras que el pensamiento y el descubrimiento son valiosos de por sí? ¿No encuentras que no te hace falta un propósito ulterior?

—Para un tiempo finito, sí. No para una eternidad.

—Veo tu punto de vista. Sin embargo, no tienes elección.

—Me has dicho que tengo que pensar. No puedes obligarme a ello.

—No deseo obligarte directamente. No lo necesito. Como no puedes hacer otra cosa que pensar, pensarás. No sabes cómo dejar de pensar.

—Entonces, me trazaré una meta. Inventaré un propósito.

La Voz, tolerante, asintió.

—Puedes hacerlo.

—Ya he encontrado un propósito.

—¿Puedo saber qué es?

—Ya lo sabes. Sé que no hablamos de forma ordinaria. Ajustas mi nexo de tal forma, que yo creo que lo oigo hablar y creo que hablo, pero me transfieres pensamientos a mí y sólo para mí directamente. Y cuando mi nexo cambia con mis pensamientos, te das cuenta en seguida de ellos y no necesitas mis transmisiones voluntarias.

—Eres sorprendentemente correcto —afirmó la Voz—. Me complace. Pero también me complace que me transmitas tus pensamientos voluntariamente.

—Entonces, lo diré. El propósito de mis pensamientos será descubrir el modo de desbaratar el nexo que me has creado. No quiero pensar sólo con el propósito de divertirte. No quiero existir para siempre para divertirte. Todos mis pensamientos estarán dirigidos a terminar con mi nexo. Eso me divertirá a mí.

—No tengo nada que objetar. Incluso el pensamiento concentrado en terminar tu propia existencia puede dar salida a algo nuevo e interesante. Y, naturalmente, si tienes éxito en este intento de suicidio, no conseguirás nada, porque te reconstruiría inmediatamente y de tal forma, que hiciera imposible tu método de suicidio. Y si encuentras otro medio aún más sutil de destruirte, te reconstruiré, y así sucesivamente. Podría ser un juego interesante, pero, de todos modos, existirás eternamente. Es mi voluntad. Murray sintió temor, pero las palabras salieron perfectamente tranquilas.

—En resumidas cuentas, ¿estoy en el infierno? Se me ha dado a entender que no lo hay, pero si esto fuera el infierno, me estaría mintiendo como parte del juego del infierno.

—En este caso —cortó la Voz—, ¿de qué sirve asegurarte que no estás en el infierno? Pero, te lo aseguro. Aquí no hay ni cielo ni infierno. Solamente estoy yo.

—Piensa, pues, que mis pensamientos pueden no serte útiles. Si no descubro nada útil, ¿no sería provechoso para ti…, desmontarme y no pensar más en mi?

—¿Como recompensa? ¿Quieres el Nirvana como premio del fracaso y tratas de hacerme responsable de dicho fracaso? No puedo negociar. No fracasarás. Con toda la eternidad por delante, no puedes evitar tener por lo menos un pensamiento interesante, por más que te opongas a ello.

—Entonces me crearé otro propósito. No trataré de destruirme. Mi meta será humillarte. Pensaré en algo en lo que no solamente no pensaste nunca, sino que nunca podrás pensar. Pensaré en la última respuesta, más allá de la cual ya no hay más conocimiento. La Voz comentó:

—No comprendes la naturaleza del infinito. Puede que haya cosas que no me he molestado en saber. No puede haber nada que yo no pueda saber. Murray dijo, pensativo:

—No puedes conocer tus principios. Tú lo has dicho. Por tanto, no puedes conocer tu final. Muy bien, pues. Éste será mi propósito y ésta será la última respuesta. No me destruiré. Te destruiré a ti…, si tú no me destruyes primero.

—¡Ah! Has llegado a esta conclusión en menos tiempo del corriente. Pensé que te llevaría más. No hay uno sólo de los que están conmigo en esta existencia de pensamiento perfecto y eterno, que no tenga la ambición de destruirme. No puede ocurrir. No puede hacerse.

—Pero tengo toda la eternidad para pensar en un modo de destruirte —aseguró Murray. La Voz, ecuánime, aceptó:

—Entonces, trata de pensarlo. —Y desapareció. Pero Murray ya tenía un propósito, y estaba satisfecho. Porque, ¿qué podía cualquier ente consciente de la existencia eterna desear sino un final? Porque, ¿qué otra cosa había estado buscando la Voz por incontables billones de años? ¿Y por qué otra razón se había creado la inteligencia y salvado ciertos especímenes poniéndoles a trabajar, sino para colaborar en la gran búsqueda? Y Murray se proponía ser él, y sólo él, quien lo consiguiera. Con todo cuidado y con el ímpetu de su propósito, Murray empezó a pensar. Disponía de mucho tiempo.

Para los pájaros (1980)

“For the Birds”

A pesar de que rondaba los cuarenta y de que gozaba de perfecta salud, Charles Modine jamás había estado en el espacio. Había visto colonias espaciales en la televisión y, ocasionalmente, había leído acerca de ellas en los periódicos, pero la cosa no había pasado de ahí.

A decir verdad, el espacio no le interesaba. Había nacido en la Tierra, y la Tierra le bastaba. Cuando quería cambiar de ambiente, iba al mar. Era un marino ávido y experto.

Por lo tanto, experimentó una cierta aversión cuando la representante de
Space Structures, Ltd.
, le dijo que para hacer el trabajo que le pedían, tendría que abandonar la Tierra.

—Oiga, no soy una persona del espacio —le dijo Modine—. Diseño ropa. ¿Qué sé yo de cohetes, aceleraciones, trayectorias y todo eso?

—De eso ya sabemos nosotros. No hace falta que usted sepa nada —se apresuró a aclararle la mujer. Se llamaba Naomi Baranova, y andaba con el paso extraño y vacilante de quien se ha pasado tanto tiempo en el espacio que ya no sabe exactamente cuál es la situación gravitacional del momento.

Su ropa, notó Modine con cierta irritación, hacía las veces de envoltura, poco más. Para el caso, igual habría sido que llevase una tela encerada.

—¿Para qué hace falta que vaya a la estación espacial?

—Para lo que usted ya sabe. Queremos que nos diseñe algo.

—¿Ropa?

—Alas.

Modine pensó en ello. Tenía la frente amplia y pálida, y el proceso de pensar siempre parecía sonrojársela. Al menos eso era lo que le habían dicho. En esa ocasión, si se sonrojaba la frente, en parte era de disgusto.

—Pero eso lo puedo hacer aquí, ¿no es cierto?

Baranova negó firmemente con la cabeza. Su cabellera oscura, de un ligero matiz rojizo, comenzaba a teñirse de gris. A ella parecía no importarle.

—Queremos que comprenda la situación, señor Modine —le dijo—. Hemos consultado a los técnicos y a los expertos en informática, y según nos dicen, han construido las alas más eficaces que han podido. Han tenido en cuenta las cargas, las superficies, las flexibilidades y la maniobrabilidad y todo lo que usted pueda imaginarse, pero no ha servido de nada. Creemos que quizá con unos cuantos volantes…

—¿Dice usted volantes, señora Baranova?

—Algo que no tenga que ver con la perfección científica. Algo que despierte el interés. De lo contrario, las colonias espaciales no sobrevivirán. Por eso quiero que vaya, para que vea la situación con sus propios ojos. Estamos dispuestos a pagarle muy bien.

Fue la paga prometida, más el sustancioso anticipo, que le darían salieran las cosas bien o mal, lo que llevó a Modine al espacio. El dinero no le atraía más que al resto de los seres humanos, pero tampoco le resultaba indiferente; además, le gustaba que reconocieran su reputación.

Y no resultó tan mal como lo había esperado. En los albores de los viajes espaciales, había habido cortos períodos de gran aceleración, y largos períodos de confinamiento en módulos diminutos. En cierto modo, eso seguían pensando de los viajes espaciales quienes vivían en la Tierra. Pero había pasado un siglo, y las naves eran espaciosas, mientras que los asientos hidráulicos parecían absorber la aceleración como si se tratara de un poco de café derramado.

Modine se pasó el tiempo estudiando fotos de las alas en movimiento y viendo vídeos holográficos de los voladores.

—Hay una cierta gracia en su vuelo —observó.

Naomi Baranova sonrió con cierta tristeza y repuso:

—Está viendo a los expertos, los atletas. Si me viera a mí intentando manejar esas alas para dar volteretas y desplazarme de lado, me temo que se echaría a reír. Con todo, lo hago mejor que la mayoría.

Se acercaban a la Colonia Espacial Cinco. Oficialmente se llamaba Chrysalis, pero todo el mundo le decía Cinco.

—Ese lugar no inspira ningún sentimiento poético —comentó Baranova—, aunque piense usted que debería ser lo contrario. Ahí está el problema. No es un hogar, sólo es un trabajo, y resulta difícil hacer que la gente forme una familia y se establezca. Hasta que no lo vean como un hogar…

A lo lejos apareció Cinco, con su forma de cilindro diminuto; ofrecía el mismo aspecto que Modine había visto en la Tierra, por televisión. Sabía que era mucho más grande de lo que parecía, pero se trataba solamente de un conocimiento intelectual. Sus ojos y sus emociones no estaban preparados para el continuado aumento de tamaño a medida que se acercaban. La nave espacial y él mismo empequeñecieron progresivamente hasta que se encontraron dando vueltas alrededor de un enorme objeto de cristal y aluminio.

Se quedó observándolo durante largo tiempo antes de advertir que seguían dando vueltas.

—¿Es que no vamos a aterrizar? —preguntó.

—No es tan fácil —repuso Baranova—. Cinco gira sobre su eje aproximadamente una vez cada dos minutos. Es preciso que sea así para poder establecer un efecto centrífugo que mantenga todo lo que hay en su interior presionado contra la pared interna, creando así una gravedad artificial. Hemos de igualar esa velocidad antes de aterrizar. Lleva tiempo.

—¿Y tiene que rotar tan deprisa?

—Sí, si se quiere que el efecto centrífugo imite la fuerza de la gravedad de la Tierra. Ése es el principal problema. Sería mucho mejor si pudiéramos utilizar una rotación lenta para producir la décima parte de la gravedad normal, pero eso perjudicaría la fisiología humana. La gente no puede aguantar la baja gravedad por mucho tiempo.

La velocidad de la nave casi había igualado el período de rotación de Cinco. Modine logró ver claramente la curva del espejo exterior que captaba la luz solar, con la que iluminaba el interior de Cinco. Logró distinguir la central eléctrica solar que suministraba energía a la estación. Y de la que aún quedaba un excedente suficiente como para exportar a la Tierra.

Finalmente, entraron en el polo del casquete terminal hemisférico del cilindro, y estuvieron dentro de Cinco.

Modine había pasado todo un día en Cinco, y estaba cansado, pero lo inesperado era que lo había disfrutado. En ese momento se encontraban sentados en unos muebles de césped -una amplia extensión de hierba- ante un panorama de las afueras.

En lo alto había nubes; brillaba el sol, aunque no se lo divisaba claramente, soplaba el viento y, a lo lejos, había un pequeño arroyo.

Resultaba difícil creer que estaba en un cilindro que flotaba en el espacio, en la órbita lunar, y que daba vueltas alrededor de la Tierra una vez al mes.

—Es como un mundo —dijo.

—Eso parece cuando se es nuevo —repuso Baranova—. Cuando se lleva aquí un tiempo, se descubre que uno conoce cada rincón, que todo se repite.

—Si se vive en una determinada ciudad de la Tierra —reflexionó Modine—, también se repite todo.

—Lo sé. Pero en la Tierra uno puede viajar a sitios lejanos si lo desea. Y aunque no se viaje, uno sabe que puede hacerlo. Aquí no se puede. Eso no está bien, pero no es lo peor.

—Aquí no existe lo peor de la Tierra —dijo Modine—. Estoy seguro de que no hay rigores climatológicos.

—En realidad, señor Modine, el tiempo es como el del Jardín del Edén, pero uno se acostumbra. Deje que le muestre una cosa. Tengo aquí una pelota. Arrójela bien recta, lo más alto que pueda y luego cójala.

—¿Habla usted en serio? —inquirió Modine con una sonrisa.

Other books

Edge of Midnight by Shannon McKenna
All I Ever Wanted by Francis Ray
Wilde Edge by Susan Hayes
Unbreakable by Amie Nichols
Sussex Summer by Lucy Muir