Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
¿Y todo eso había alterado tanto los acontecimientos que John Sylva jamás había desarrollado la tecnología de la transferencia temporal, de tal modo que yo me veía atrapado para siempre en el nuevo mundo?
Me di cuenta que me hallaba solo. Ni siquiera había sido consciente que Saul se había ido.
Agité la cabeza. ¿Cómo era posible aquello? ¿Cómo podía el «sí» de la transferencia temporal convertirse en un «no»? John Sylva no había cambiado. Saul Reeve no había cambiado. ¿Cómo podía haberse producido un cambio tan grande sin que existieran muchos pequeños cambios?
Pulsé el timbre para llamar a la enfermera.
—¿Puede proporcionarme un ejemplar del
Times
, por favor? El de hoy, el de ayer, el de la semana pasada. No importa.
¿Tendría alguna excusa para proporcionármelo? ¿Había una conspiración para mantenerme confundido, por alguna razón que no me podía explicar?
Me trajo uno inmediatamente.
Miré la fecha. Cuatro días después del experimento de transferencia temporal.
Los titulares parecían normales: el presidente Carter, la crisis de Medio Oriente, los lanzamientos de satélites.
Fui pasando las páginas, en busca de discrepancias que pudiera reconocer. La senadora Abzug había presentado un proyecto de ley para prestar ayuda federal a la financieramente comprometida ciudad de Nueva York.
¿La senadora Abzug?
¿No había perdido las primarias para el Senado en favor de Patrick Moynihan en 1976?
Yo había cambiado la historia. Había salvado
Tespis
, y al hacerlo había borrado de alguna manera el trabajo de John sobre la transferencia temporal, y dado las primarias a Bella Abzug.
¿Qué otros cambios? ¿Millones de insignificantes cambios en insignificantes personas a las que no podía reconocer? Si dispusiera de un
Times
de Nueva York de este mismo día correspondiente a mi mundo y pudiera compararlo con el
Times
que tenía entre las manos, ¿encontraría algún centímetro de papel en cualquier columna de cualquier página repetido exactamente?
Si las cosas eran así, ¿qué había ocurrido con mi vida? Me sentía exactamente igual que antes. Naturalmente, tan sólo podía recordar mi vida del otro sendero temporal. El mío. En este…, podía tener hijos…, mi padre podía seguir vivo…, podía encontrarme sin empleo…
Entonces recordé mi correo, y me di cuenta que lo necesitaba. Llamé a la enfermera, y le pedí que llamara de nuevo a John Sylva. Tenía que traerme mi correspondencia. Él tenía la llave de mi apartamento. (¿La tenía en este sendero temporal?) Sobre todo, tenía que traerme las cartas de Mary.
John no vino, pero bastante después de comer sí vino el médico. No era en absoluto para la rutina habitual de pruebas y sondeos. Se sentó a mi lado y me miró pensativamente.
—El señor Sylva me dice que se halla usted bajo la impresión que la música de la obra de
Tespis
se había perdido —dijo.
Para entonces yo estaba ya en guardia. No iban a enviarme a una institución mental. Dije:
—¿Es usted un entusiasta de Gilbert y Sullivan, doctor?
—No un entusiasta, pero he visto varias de sus operetas; incluyendo, de hecho,
Tespis
, hará ahora un año. ¿Ha visto usted
Tespis
alguna vez?
Asentí con la cabeza.
—Sí.
Y canturreé el solo de Mercurio. Pensé que era mejor no decirle que las únicas veces que había visto
Tespis
había sido en 1871.
—Entonces —dijo—, ¿no cree usted que la música de
Tespis
estaba perdida?
—Obviamente no, puesto que me la sé.
Eso lo contuvo. Carraspeó, e intentó una nueva táctica.
—El señor Sylva parece creer que se halla usted bajo la impresión de haber ido hacia atrás en el tiempo…
Me sentí como un matador esperando la embestida del toro. Casi disfruté del momento.
—Se trata de un chiste privado —dije.
—¿Un chiste?
—El señor Sylva y yo acostumbrábamos a discutir sobre el viaje temporal.
—Entonces —dijo el médico, con una especie de perseverante paciencia—, ¿fue sobre ese tema en particular sobre el que decidieron bromear? ¿Que la música de
Tespis
se había perdido?
—¿Por qué no?
—¿Tiene usted alguna razón para desear que esa música no exista?
—No, por supuesto que no.
Se me quedó mirando pensativamente.
—Ha dicho usted que vio una representación de
Tespis
. ¿Cuándo?
Me alcé de hombros.
—No puedo precisarlo en este momento. ¿Es necesario?
—¿Pudo haber sido en diciembre del año pasado?
—¿Fue entonces cuando la vio usted, doctor?
—Sí.
—Es muy posible que la viera entonces.
—Cuando yo la vi hacía muy mal día. Caía una lluvia helada. ¿Le ayuda eso a recordar?
¿Estaba intentando atraparme? ¿Iba a contradecirme de algún modo si pretendía recordar aquello?
—Doctor —dije—, obviamente no me encuentro bien, y no pretendo que todos los detalles estén claros en mi memoria. ¿Qué recuerda usted?
Aquello pasaba evidentemente la pelota a su terreno.
—Tengo entendido que aquel día el teatro estaba lleno, pese al mal tiempo —dijo—. Mucha gente había acudido tan sólo porque se trataba de
Tespis
, una obra que se representaba muy raramente, y de la que muchos ni siquiera habían oído hablar. Esa fue la única razón por la que yo acudí. Si la música de
Tespis
se hubiera perdido, y en consecuencia se hubiera tratado de cualquier otra obra, probablemente yo no habría ido. ¿Por eso le dijo usted al señor Sylva, cuando recuperó el conocimiento, que esa música no existía?
—¿Qué quiere decir?
—¿Porque entonces usted no hubiera ido? ¿Ni hubiera tomado aquel taxi para regresar?
—No le comprendo.
—Estuvo usted en un accidente, señor.
—¿Me está diciendo que por eso es que me hallo aquí?
Le miré con hostilidad.
—No, señor. Eso fue hace un año. La que tuvo el accidente fue su esposa.
Sentí la puñalada como si la palabra fuera un estilete de hielo. Intenté incorporarme sobre un codo, pero había una enfermera a mi lado, sujetándome. No la había visto acercarse.
—¿Lo recuerda usted? —dijo el médico.
¿Qué se suponía que debía recordar? ¿Faltaba algo peor? Ansiosamente pregunté:
—¿Mi esposa resultó muerta?
«Niégalo. Por favor, niégalo.»
Sin embargo, la vaga tensión del médico disminuyó. Suspiró ligeramente.
—Así pues, recuerda.
Dejé de debatirme. Había un fallo en la historia.
—Si es así, ¿por qué estoy yo en el hospital ahora? —pregunté.
—Entonces, ¿no recuerda?
—Dígamelo usted.
Él iba a hacer que me enfrentara a la realidad. A su realidad; la realidad de su sendero temporal. Aguardé sus palabras.
—Desde entonces se hallaba usted sumido en una terrible depresión —dijo—. Intentó suicidarse. Nosotros le salvamos… Le ayudaremos.
No me moví. No hablé. ¿Dónde podía haber ayuda para mí?
Había cambiado la historia. Nunca podría regresar.
Había ganado a
Tespis
.
Pero había perdido a Mary.
“Found!”
Al igual que las otras tres que se perseguían mutuamente en órbita alrededor de la Tierra, Computadora Dos era mucho más grande de lo que debía ser.
Podría haber tenido una décima parte de su diámetro y con todo contener el volumen que precisaba para almacenar los datos acumulados y por acumular que permitían controlar la totalidad de los vuelos espaciales.
Sin embargo, necesitaban el espacio extra, para que Joe y yo pudiéramos meternos dentro si nos hacía falta. Y nos hacía falta.
Computadora Dos era perfectamente capaz de cuidar de sí misma. Es decir, normalmente. Resolvía cualquier problema tres veces en circuitos paralelos, y los tres programas debían encajar perfectamente; las tres respuestas debían coincidir. Si no era así, la respuesta se retrasaba unos nanosegundos mientras Computadora Dos hacía la comprobación, encontraba la parte que funcionaba mal y la reemplazaba.
No existía medio seguro que permitiera a la gente ordinaria saber cuántas veces se corregía Computadora Dos. Quizá nunca. Quizá dos veces diarias. Sólo Computadora Central sabía cuántos recambios de componentes habían sido usados como sustitutos. Y Computadora Central jamás hablaba de ello. La única imagen pública de utilidad es la perfección.
Y esa perfección había existido. Hasta entonces, nunca se había producido una sola llamada para nosotros, para Joe y yo.
Somos los reparadores. Subimos allí cuando algo va realmente mal, cuando Computadora Dos o alguna de las otras no pueden corregirse. Eso jamás había sucedido en los cinco años que llevábamos en el empleo. Ocurrió de vez en cuando en los primeros tiempos, pero fue antes de nuestra época.
Nos manteníamos bien entrenados, no me interpreten mal. No hay una sola computadora a la que Joe y yo no seamos capaces de hacer un diagnóstico. Muéstrennos el error y nosotros les mostraremos la avería. O lo hará Joe, da lo mismo. No soy de esas que cantan sus alabanzas. El expediente habla por sí solo.
Sea como fuere, en esta ocasión ninguno de los dos lograba hacer el diagnóstico.
Lo primero que sucedió fue que Computadora Dos perdía presión interna. No es un fallo sin precedentes y, ciertamente, tampoco es fatal. Al fin y al cabo, Computadora Dos puede trabajar en el vacío. La atmósfera interna se estableció en los viejos tiempos, cuando se esperaba que habría un flujo constante de reparadores que manosearían la máquina. Y se ha conservado por pura tradición. ¿Quién dice que los científicos no están atados a la tradición? Cuando no hacen de científicos, también son humanos.
Partiendo del ritmo de la pérdida de presión se dedujo que un meteorito del tamaño de un guijarro había alcanzado a Computadora Dos. El radio, masa y energía exactos fueron dados a conocer por la misma Computadora Dos, utilizando como datos el ritmo de la pérdida de presión, y algunas otras irregularidades.
Lo segundo que sucedió fue que la brecha no se cerró y por consiguiente la atmósfera no se regeneró. Después se produjeron errores, y nos llamaron.
Era absurdo. Joe dejó que un gesto de pesar recorriera sus ordinarias facciones y dijo:
—Debe haber un montón de cosas averiadas.
—Es muy probable que el trozo de roca rebotara —dijo alguien en Computadora Central.
—Con esa energía de entrada —observó Joe—, habría salido directamente por el otro lado. Nada de rebotes. Además, incluso con rebotes, tendría que haber recibido golpes muy improbables.
—Bien, ¿qué hacemos, entonces?
Joe estaba incómodo. Creo que fue en ese momento cuando empezó a intuir lo que se aproximaba. Había logrado que el caso sonara lo bastante raro como para requerir la presencia de los reparadores en el lugar…, y Joe jamás había estado en el espacio. Joe no me había dicho una sola vez que su principal motivo para aceptar el empleo era que confiaba en no tener que subir al espacio; me lo había dicho 2X veces, siendo
x
un número bastante alto.
Así que tuve que decirlo por él.
—Tendremos que subir ahí arriba —expuse.
La única salida de Joe habría consistido en afirmar que no creía poder ocuparse de la tarea; sin embargo, vi que su orgullo iba sacándole ventaja poco a poco a su cobardía. No mucha ventaja, claro. Digamos que ganó por un pelo.
Para los que no hayan estado en una nave espacial en los últimos quince años —y supongo que es imposible que Joe sea el único—, permítanme subrayar que la aceleración inicial constituye el único detalle fastidioso. Y no puedes librarte de eso, por supuesto.
Después no ocurre nada, a menos que se quiera tener en cuenta el posible aburrimiento. Eres un simple espectador. Todo el conjunto está automatizado y controlado por computadora. Los viejos y románticos días de los pilotos han desaparecido por completo. Supongo que volverán brevemente cuando nuestras colonias espaciales se trasladen al cinturón de asteroides, como en todo momento amenazan con hacer…, pero será tan sólo hasta que nuevas computadoras sean puestas en órbita para hacerse cargo de la capacidad adicional precisa.
Joe contuvo la respiración durante la aceleración, o al menos dio la impresión de hacerlo. (Debo admitir que yo misma no me encontraba muy a gusto. Sólo era mi tercer viaje. Había pasado un par de vacaciones en Colonia Ro acompañada de mi marido, pero no puede decirse que fuera una mujer curtida.) Después Joe se tranquilizó un rato, pero sólo un rato. Luego empezó a desanimarse.
—Confío en que este trasto sepa adónde va —dijo, con aire de irritación.
Extendí las manos, con las palmas hacia arriba, y sentí que el resto de mi cuerpo oscilaba un poco hacia atrás en el campo de gravedad nula.
—Eres un especialista en computadoras —comenté—. ¿Dudas acaso que sepa adónde va?
—No, claro, pero Computadora Dos está fuera de servicio.
—No estamos conectados a Computadora Dos —expliqué—. Hay otras tres. Y aunque sólo quedara una en funcionamiento, sería capaz de ocuparse de todos los viajes espaciales de un día normal.
—Las cuatro podrían quedar fuera de servicio. Si Computadora Dos falla, ¿por qué no las demás?
—En ese caso controlaremos la nave manualmente.
—Lo harás tú, supongo. ¿Sabes cómo? Creo que no.
—Bueno, ya me lo dirán ellos.
—¡Por el amor de Eniac! —gruñó Joe.
En realidad no hubo problemas. Avanzamos hacia Computadora Dos con la misma fluidez del vacío y, menos de dos días después del despegue, fuimos colocados en una órbita de estacionamiento a menos de diez metros de la parte trasera.
Lo que no resultó tan grato fue que, a las veinte horas de haber partido, recibimos la noticia procedente de la Tierra informando que Computadora Tres estaba perdiendo presión interna. La falla de Computadora Dos iba a extenderse al resto, y cuando las cuatro máquinas quedaran fuera de servicio, el vuelo espacial quedaría frenado. Era posible reorganizarlo sobre una base manual, sí, pero eso llevaría meses como mínimo, tal vez años, y se produciría un grave trastorno económico en la Tierra. Pero, lo que era aún más importante, probablemente morirían varios miles de personas que se encontraran en el espacio.