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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (487 page)

BOOK: Cuentos completos
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Hubo una tos suave aun extremo de la mesa. Henry, que había retirado las tazas de café, dijo en tono de disculpa:

—No el único señor Deryashkin. Yo también lo dudo. En verdad, estoy seguro de que lo que dijeron los jóvenes era inofensivo.

Deryashkin se volvió en su asiento. Parecía sorprendido. Dijo:

—Camarada Mozo, si usted…

—Henry es un miembro del club —dijo Trumbull con rapidez—. Henry, ¿cómo puedes estar seguro?

—Si el señor Deryashkin tiene a bien contestar unas pocas preguntas —dijo Henry—, creo que todos estaremos seguros.

Deryashkin hizo un vigoroso movimiento de asentimiento con la cabeza y abrió los brazos.

—¡Pregunte! Yo contestaré.

—Señor Deryashkin —dijo Henry—, creo que usted dijo que el parque estaba vacío y que no había nadie a la vista para ayudarlos si los jóvenes demostraban ser violentos. ¿Entendí bien? ¿Los demás bancos del parque estaban desocupados?

—Los que podíamos ver estaban vacíos —dijo Deryashkin prontamente—. Hoy no fue un día agradable para sentarse en el parque.

—¿Entonces por qué supone que los jóvenes se dirigieron al banco de ustedes, el único que estaba ocupado?

Deryashkin rió brevemente y dijo:

—No hay misterio, amigo mío. El día era frío y nuestro banco era el único que estaba al sol. Por eso lo elegimos nosotros.

—Pero si iban a hablar de asesinato, con seguridad hubiesen preferido un banco para ellos solos aunque significara un poco más de frío.

—Usted olvida. Pensaron que éramos extranjeros que no podían hablar ni entender inglés. El banco estaba vacío en cierto sentido.

Henry sacudió la cabeza.

—Eso no tiene sentido. Se acercaron a usted y preguntaron si podían sentarse antes de que usted hablara en ruso. No tenían motivos para pensar que ustedes no podían entender inglés en el momento en que se acercaron.

—Podían habernos oído hablar en ruso desde lejos y lo controlaron —dijo Deryashkin, quisquilloso.

—¿Y sentarse casi de inmediato, en cuanto usted habló en ruso? ¿No lo pusieron más a prueba? ¿No le preguntaron si usted entendía inglés? ¿Para tramar un asesinato, se contentaron con un pequeño comentario ruso suyo, calcularon que estarían seguros, y se sentaron a discutir abiertamente un crimen horrible? Con seguridad si se tratara de conspiradores en primer lugar se habrían quedado lo más lejos posible de ustedes, y aunque el sol les atrajera de modo irresistible, lo habrían sometido a usted a un proceso de prueba mucho más cauteloso. Al menos, para mí, la interpretación lógica de los hechos sería que lo que tenían que discutir era inofensivo, que querían un banco al sol, y que no les importaba en absoluto ser oídos o no.

—¿Y la palabra “murder”, asesinato? —dijo Deryashkin con pesado sarcasmo—. Eso, también, entonces, debe ser muy, muy inofensivo.

—Es el empleo de la palabra “murder” —dijo Henry—, lo que me convence de que toda la conversación fue inofensiva, señor. Me parece, con seguridad, que nadie emplearía la palabra “asesinato” en conexión con sus propias actividades; sólo con las de los demás. Si usted mismo va asesinar a alguien habla de “borrarlo”, “llevarlo a dar un paseo”, “librarse de él” o, si me disculpa la expresión, señor, de “liquidarlo”. Hasta podría decir “matarlo” pero con seguridad nadie hablaría como al pasar de asesinar a alguien. Es una palabra demasiado fea; exige un eufemismo.

—Sin embargo la dijeron, señor mozo —dijo Deryashkin—. Hable todo lo que quiera, pero no va a convencerme de que no oí esa palabra con claridad más de una vez.

—Tal vez no dijeron lo que usted oyó.

—¿Y cómo es eso posible, amigo mío? ¿Eh?

—Aún con la mejor voluntad del mundo —dijo Henry— y con la más rígida honestidad, señor Deryashkin, uno puede cometer errores al interpretar lo que oye, sobre todo (excúseme, por favor) si el idioma no es su idioma natal. Por ejemplo, usted dice que se empleó la expresión inglesa “tie them up”, atarlos, ¿No podría ser que los oyera decir “bind them”, unirlos, y que la interpretó como “atarlos”?

Deryashkin parecía desorientado. Lo pensó un momento.

—No puedo jurar que no los oí decir “bind them”, unirlos —dijo—. Como usted lo menciona, empiezo a imaginar que tal vez lo oí. ¿Pero acaso importa? “Bind them” significa “tie them up”, atarlos.

—El significado es más o menos el mismo, pero las palabras son distintas. Y si son “tie them up”, unirlos, sé lo que tiene que ser lo que usted oyó una vez combinados todos los fragmentos de su informe. El señor Rubin también lo sabe (creo que mejor que yo) aunque tal vez no lo haya comprendido del todo por el momento. Creo que es esa comprensión inconsciente lo que lo ha vuelto tan reacio a la idea de que el señor Deryashkin oyó por casualidad una verdadera conspiración.

Rubin se irguió en la silla, parpadeando.

—¿Qué es lo que sé, Henry?

—Usted tiene que explicar la palabra “murder”, asesinato —dijo Deryashkin—. Nada cuenta si no explica “murder”.

—No soy un lingüista, señor Deryashkin —dijo Henry—, pero una vez oí decir que lo difícil de aprender son las vocales de un idioma extranjero y que lo que llaman un “acento extranjero” es en su mayor parte mala pronunciación de las vocales. En consecuencia usted puede no ser capaz de distinguir una diferencia de vocales y, aún con todos las consonantes intactas, lo que oyó como “murder” podría ser en realidad “Mordor” —y ante esa palabra Rubin alzó las dos manos y dijo:

—Oh, Dios mío.

—Exacto, señor —dijo Henry—. Antes de la reunión, recuerdo una discusión entre usted y el señor Gonzalo sobre los libros que son populares entre los estudiantes universitarios. Seguramente uno de ellos fue El señor de los anillos, la trilogía de J. R. R. Tolkien.

—¡Tolkien! —dijo Deryashkin, confundido, y tropezando con la palabra.

—Fue un escritor inglés de literatura fantástica que murió hace muy poco —dijo Henry—. Estoy seguro de que los estudiantes universitarios forman sociedades Tolkien. Eso explicaría las referencias a “hablar”
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que usted mencionó, señor Deryashkin, como parte de la conversación de los jóvenes. No se exhortaban mutuamente a guardar silencio sino que hablaban de la Sociedad Tolkien a la que imagino que uno de los dos quería unirse.

»Para formar parte, es posible que el candidato tuviese que memorizar primero el breve poema que es el tema de toda la trilogía. Si el joven estaba en verdad recitando el poema, que menciona dos veces la tierra de “Mordor”, entonces creo que cada fragmento de la conversación que usted oyó puede explicarse. El señor Rubin me recomendó una vez la trilogía y la disfruté enormemente. No puedo recordar el poema palabra por palabra, pero sospecho que el señor Rubin sí.

—¡Ya lo creo! —explotó Rubin. Se puso de pie, se llevó una mano al pecho, proyectó la otra hacia el cielorraso, y recitó con grandilocuencia:

—Three Rings for the Elven-Kings under the sky, Seven for the Dwarf-Lords in their halls of stone, Nine for Mortal Men doomed to die, One for the Dark Lord on his dark throne in the Land of Mordor where the Shadows lie. One Ring to rule them all, One Ring to find them, One Ring to bring them all and in the darkness bind them in the Land of Mordor where the Shadows lie.

Henry asintió.

—Como ven incluye no sólo la palabra que el señor Deryashkin interpretó como “asesinato” sino también referencias a “one ring”, a “yacer en las sombras”, a “atarlos en la oscuridad”.

Hubo silencio por un momento. Después Deryashkin dijo:

—Tres Anillos para los reyes—elfos bajo el cielo, Siete para los lores Enanos en sus salas de piedra, Nueve para los Hombres Mortales condenados a morir, Uno para el Señor Oscuro sobre su oscuro trono. En la Tierra de Mordor donde las Sombras yacen. Un Anillo para regirlos a todos. Un Anillo para encontrarlos, Un Anillo para traerlos a todos y en la oscuridad unirlos En la Tierra de Mordor donde las Sombras yacen.

—Tiene razón. Ahora que oigo el poema, debo admitir que fue eso lo que oí esta mañana. Es cierto ¿Pero cómo pudo saberlo, mozo?

Henry sonrió.

—Me falta sentido de lo dramático, señor Deryashkin. Usted siente que Nueva York es una selva, así que oyó sonidos selváticos. En cuanto a mí, prefiero suponer que los estudiantes universitarios hablaban como estudiantes universitarios.

POSTFACIO

J. R. R. Tolkien murió el 2 de setiembre de 1973. En ese momento me encontraba en Toronto asistiendo a la 319 Convención Mundial de Ciencia Ficción y la noticia me conmovió profundamente. Y sin embargo el mismo día en que me enteré de su muerte, gané el premio Hugo por mi novela de ciencia ficción
Los propios dioses
y no pude evitar sentirme feliz.

Como leí El señor de los anillos de Tolkien tres veces antes de su muerte (y la he leído una cuarta vez desde entonces) y como la disfruté más en cada nueva ocasión, sentí que el único modo de compensar el haber estado feliz en aquel triste día era escribir un relato a su memoria. Así que escribí “Nada mejor que el asesinato”.

Ellery Queen's Mystery Magazine
, sin embargo, decidió no usarlo. Sentían que los lectores no estarían lo bastante familiarizados con Tolkien como para poder apreciar el relato. Así que después de cierta vacilación, lo envié al
Magazine of Fantasy and Science Fiction
, para el que escribo una sección científica mensual.

Para mi sorpresa (porque el relato no es fantástico ni de ciencia ficción), Ed Ferman, el director de
F & SF
, lo aceptó, y apareció en el número de octubre de 1974 de la revista. Después esperé cartas furiosas de adictos a la ciencia ficción, pero todo lo que recibí fue una cantidad de comentarios muy amables de lectores a quienes les encantaba saber que yo admiraba a Tolkien. Así que todo terminó bien.

Prohibido fumar (1974)

“Confessions of an American Cigarette Smoker (No Smoking)”

James Drake no era el único fumador, ni mucho menos, de la pequeña sociedad de los Viudos Negros, pero por cierto hacía la contribución individual más importante al dosel que por lo común se cernía sobre los banquetes mensuales de esa augusta congregación,

Tal vez fuese por ese motivo que Thomas Trumbull, con una expresión hosca, cuando llegó hacia el final de la hora del cóctel, como lo hacía por lo común, y una vez que se quitó la sed con un whisky con soda que le fue alcanzado diestramente y sin demora por el invalorable Henry, dobló su solapa ostentosamente en dirección a Drake.

—¿Qué es eso? —preguntó Drake, bizqueando a través del humo de su cigarrillo.

—¿Por qué demonios no lo lees y te enteras? —dijo Trumbull con una ferocidad aún mayor que la que acostumbraba—. Es decir, si la nicotina te ha dejado vista suficiente como para leer.

La solapa de Trumbull llevaba un distintivo que decía: "Gracias por no fumar".

Drake, una vez que la miró pensativo, dejó escapar una bocanada de humo en dirección del distintivo, y dijo:

—De nada. Siempre me gusta ayudar.

—Por Dios —dijo Trumbull—, soy un miembro de la minoría más oprimida del mundo. Quien no fuma no tiene derechos que un fumador se sienta obligado a observar. Dios mío, ¿acaso no puedo pretender a un poco de aire razonablemente limpio y sin contaminar?

Emmanuel Rubin se acercó a ellos. Su barba rala y dispersa se erizó —señal segura de que estaba por pontificar— y sus ojos parpadearon como los de un búho detrás del grosor amplificante de sus anteojos.

—Si vives en Nueva York —dijo—, inhalas en humo de automóviles el equivalente de dos paquetes de cigarrillos diarios, así que ¿qué importa? —Y encendió ostentosamente un cigarrillo.

—Mayor razón aún para que no quiera más humo encima del que ya respiro —dijo Trumbull ceñudo.

—No vas a decirme que crees esa basura acerca de… —dijo Drake con su suave voz ronca.

—Sí, la creo —estalló Trumbull—. Si quieres arriesgarte a ataques al corazón, enfisema y cáncer de pulmón, es asunto tuyo, y deseo que disfrutes de cualquiera de esas cosas o de todas. No me meteré con tu placer por nada del mundo si deseas hacerlo aparte, en un cuarto cerrado. ¿Pero por qué demonios debo respirar yo tu humo sucio y correr el riesgo de enfermar para que tú puedas darte tu perverso placer?

Se detuvo porque Drake, que visiblemente intentaba no hacerlo, tenía uno de sus escasísimos ataques de tos.

Trumbull parecía complacido.

—Que tosas bien —dijo—. ¿Cuándo fue la última vez que pudiste respirar libremente?

Roger Halsted, que fumaba de vez en cuando pero no lo estaba haciendo en ese momento, dijo, con el leve tartamudeo que a veces lo afligía:

—¿Por qué estás tan trastornado, Tom? ¿Qué hace que esta reunión sea distinta de cualquier otra?

—Nada, nada, pero ya he soportado bastante. Estoy harto. Cada vez que llego a casa después de una noche con ustedes, montones de basura humeante, mis ropas apestan y tengo que quemarlas.

—Creo que lo que pasa —dijo Drake— es que encontró ese distintivo en el tacho de basura del subte, buscando un diario, y eso lo convirtió en misionario.

—Me siento como un misionero —dijo Trumbull—. Me gustaría hacer aprobar una ley por el Congreso que colocara el tabaco en la misma categoría de la marihuana y el haschich. Por Dios, la evidencia del daño fisiológico causado por el tabaco es infinitamente más fuerte que la de cualquier daño causado por la marihuana.

Geoffrey Avalon, siempre sensible a cualquier referencia a su profesión de abogado, bajó los ojos con austeridad desde su metro ochenta y dijo:

—No aconsejaría otra ley para legislar la moral. Algunos de los mejores hombres de la historia trataron de reformar el mundo decretando leyes contra las malas costumbres, y no hay datos de que alguna de ellas funcionara. Tengo la edad suficiente como para recordar la época de la Prohibición en este país.

—Tú fumas en pipa —dijo Trumbull—. Eres parte interesada. ¿Acaso soy el único que no fuma aquí?

—Yo no fumo —dijo Mario Gonzalo, alzando la voz. Estaba en otro rincón, hablando con el invitado.

—Perfecto entonces —dijo Trumbull—. Acércate, Mario. Eres el anfitrión de la noche. Dispón una ley contra el cigarrillo.

—No ha lugar. No ha lugar —dijo Rubin con ardor—. El anfitrión sólo puede legislar en asuntos del club, no sobre la moral privada. No puede ordenar que los socios se saquen la ropa, o se paren de cabeza y silben “Dixie”, o que dejen de fumar… o que empiecen a fumar, si vamos al caso.

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