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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (482 page)

BOOK: Cuentos completos
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—Por supuesto que no significa eso —dijo Reed indignado—. Por cierto que tenemos la carta. Admitiré que después de la amenaza del sujeto me preocupé un poco así que la puse en un sitio más seguro. Desde el punto de vista de la familia es un documento encantador, se trate o no de un engaño.

—¿Dónde la guarda ahora? —preguntó Henry.

—En una pequeña caja fuerte empotrada que empleo para documentos y a veces para joyas.

—¿La ha visto hace poco, señor?

Reed exhibió una ancha sonrisa.

—Empleo la caja fuerte con frecuencia, y la veo en cada ocasión. Le doy mi palabra, Henry, la carta está segura; tan segura como el amuleto en mi bolsillo.

—Entonces ya no guarda la carta en la envoltura original —dijo Henry.

—No —dijo Reed—. El envoltorio era más útil como recipiente para el meteorito. Ahora que lo llevo en el bolsillo, no tenía sentido guardar sólo la carta en el paquete.

Henry asintió.

—¿Y qué hizo entonces con el envoltorio, señor?

Reed parecía confundido.

—Bueno, nada.

—¿No lo tiró?

—No, por supuesto que no.

—¿Sabe dónde está?

Reed frunció lentamente el entrecejo. Por último dijo:

—No, creo que no.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

Esta vez la pausa también fue larga.

—Tampoco lo sé.

Henry pareció perderse en sus pensamientos.

—Bien, Henry, ¿qué tienes en mente?

—Sólo me preguntaba —dijo Henry mientras recogía serenamente las copas de brandy de la mesa—, si ese hombre en realidad quería el meteorito.

—Lo cierto es que me ofreció dinero por él. —dijo Reed.

—Sí —dijo Henry—. Primero sumas tan pequeñas que no lo tentarían a usted a entregarlo, y que él podía pagar si usted respondía a su lance. Después una suma mayor expresada en términos lo bastante ofensivos como para asegurarse de que usted se negaría. Y por último, una amenaza misteriosa que nunca se concretó.

—¿Pero por qué iba a hacer todo eso si no deseaba mi joya de hierro? —dijo Reed.

—Tal vez para lograr precisamente lo que logró —dijo Henry—: convencerlo de que deseaba el meteorito y mantener su atención bien fija en eso. Le entregó el meteorito cuando usted tendió la mano; le devolvió la carta… ¿pero le devolvió el envoltorio original?

—No recuerdo que se lo llevara —dijo Reed.

—Pasó hace diez años —dijo Henry—. Hizo que usted mantuviera su atención fija en el meteorito Hasta usted mismo lo examinó y durante ese tiempo no lo miró a él, estoy seguro. ¿Puede afirmar que haya visto el envoltorio desde entonces, señor?

Reed sacudió lentamente la cabeza.

—No puedo afirmarlo. ¿Quiere usted decir que concentró de tal modo mi atención en el meteorito que pudo irse con el envoltorio sin que yo lo notara?

—Me temo que sí. Usted colocó el meteorito en su bolsillo, la carta en su caja de seguridad, y al parecer no volvió a pensar en el envoltorio. Este hombre, cuyo nombre no conoce ya quien ya no puede identificar debido a la muerte de sus amigos… ha tenido el envoltorio durante diez años sin problemas. Ya esta altura a usted le resultaría imposible identificar lo que él se llevó.

—Ya lo creo que puedo —dijo Reed con energía—, si pudiese verlo. Tenía el hombre y la dirección de mi bisabuela encima.

—Tal vez él no haya conservado el envoltorio propiamente dicho —dijo Henry.

—Ya sé —exclamó Gonzalo de pronto—. Se trataba de esos caracteres chinos. De algún modo pudo entenderlos y se llevó el paquete para hacerlos descifrar con exactitud. El mensaje era importante.

La sonrisa de Henry era casi imperceptible.

—Esa es una idea romántica que no se me había ocurrido, señor Gonzalo, y no creo que sea muy probable. Yo pensaba en otra cosa. Señor Reed, usted tenía un paquete procedente de Hong Kong en 1856 y en ese época Hong Kong ya era una posesión británica.

—Tomada en 1848 —dijo Rubin brevemente.

—Y creo que los ingleses ya habían establecido el sistema moderno de distribución postal.

—Rowland Hill —dijo Rubin de inmediato— en 1840.

—Bien —dijo Henry—, ¿entonces el paquete original podía tener una estampilla?

Reed parecía alarmado.

—Ahora que le menciona, me parece recordar que había algo parecido a una estampilla negra. ¿Un perfil de mujer?

—La joven Victoria —dijo Rubin.

—¿Y podía tratarse de una estampilla rara? —dijo Henry.

Gonzalo alzó los brazos.

—¡Blanco!

Reed se quedó sentado con la boca bien abierta. Después dijo:

—Usted debe de tener razón, desde luego. Me pregunto cuánto perdí.

—Nada más que dinero, señor —murmuró Henry—. Las antiguas estampillas inglesas no eran bellas.

Postfacio

“La joya de hierro” apareció en el número de julio de 1974 del
Ellery Queen's Mystery Magazine
con el título de “Una astilla de la Piedra Negra”. Por lo común, cuando da lo mismo, prefiero el título más corto, así que aquí les devuelvo mi título original. (No siempre me niego a aceptar cambios. El primer relato de esta colección se llamaba “Nadie los persigue” cuando lo escribí. La revista lo cambió a “Cuando nadie los persigue” y acepto la palabra adicional como una mejora.)

Escribí este relato a bordo del Canberra, que me llevó sobre el mar de ida y vuelta a la costa africana en el verano de 1973, para presenciar un eclipse solar total: el primer eclipse solar total que veía en mi vida. El cielo sabe que me mantuvieron ocupado, porque a bordo era conferenciante, y di ocho conferencias sobre la historia de la astronomía, para no mencionar el tiempo que me llevó ser afable y encantador con las mil doscientas mujeres de a bordo. (Tendrían que verme siendo afable y encantador. A algunas les costó librarse.)

De todos modos encontré tiempo para esconderme en el camarote de vez en cuando y escribir a mano “La joya de hierro”. Lo que ahora me confunde cuando lo recuerdo, sin embargo, es por qué el relato no tiene nada que ver con un eclipse solar cuando eso (y las mil doscientas mujeres) era todo lo que tuve en la cabeza durante el crucero.

Los tres números (1974)

“All in the Way You Read It (The Three Numbers)”

Cuando Tom Trumbull llegó —tarde, por supuesto— al banquete del club de los Viudos Negros, y pidió su whisky con soda, le salió al encuentro James Drake, que exhibía una expresión bastante furtiva.

Drake hizo un gesto con la cabeza, hacia un rincón.

Trumbull lo siguió, quitándose el abrigo mientras caminaba, con el rostro tostado y surcado de arrugas haciendo la pregunta antes que su voz:

—Tom, he traído a un físico como invitado.

—¿Y?

—Bueno, tiene un problema y creo que cae dentro de tu campo.

—¿Un código secreto?

—Algo por el estilo. Números, en todo caso. No tengo todos los detalles. Supongo que los tendremos después de cenar. Pero no es eso lo que importa. ¿Me ayudarás si se hace necesario controlar a Jeff Avalon?

Trumbull dirigió la mirada al otro lado de la habitación, donde Avalon estaba enfrascado en una conversación formal con quien era sin duda el invitado de la noche, ya que se trataba del único extraño presente.

—¿Qué hay de malo con Jeff? —dijo Trumbull. No parecía haber nada mal en Avalon, que estaba parado erguido y alto como siempre, como si pudiese hacerse pedazos en caso de relajarse. El bigote y la pequeña barba grises estaban aseados y prolijos como siempre y exhibía la sonrisa meticulosa que insistía en emplear con los extraños—. Se lo ve muy bien.

—Tú no estuviste la última vez. —dijo Drake—. Jeff piensa que el club se está convirtiendo en una reunión mensual con acertijo.

—¿Y qué hay de malo? —preguntó Trumbull mientras se pasaba las manos sobre el ondeado cabello canoso para aplastar el desorden provocado por el viento, afuera.

—Jeff piensa que tendríamos que ser una organización puramente social. Buena conversación y cosas así.

—De todos modos tenemos eso.

—Así que cuando se presente el problema, ayúdame a aplastarlo si se pone gruñón. Tienes voz fuerte y yo no.

—De acuerdo. ¿Le hablaste a Manny?

—Demonios, no. Se pasaría al otro bando con tal de llevar la contraria.

—Quizás tengas razón. ¡Henry! —Trumbull agitó el brazo—. Henry, hazme un favor. Este whisky con soda no será suficiente. Afuera hace frío y me costó conseguir un taxi así que…

Henry sonrió discretamente, su rostro liso aparentando veinte años menos que los sesenta con que contaba.

—Supuse que sería así, señor Trumbull. El segundo está listo.

—Henry, eres un diamante de primera agua —opinión que con seguridad compartían todos los miembros del club.

—Les daré una demostración —dijo Emmanuel Rubin. Se había quejado de la sopa que, según sostenía, tenia una pizca de puerro de más, lo que bastaba para hacerla inconsumible por un ser humano, y el hecho de que se encontrara en una evidente minoría de uno, hacía que el resto de sus puntos de vista fuesen más enfáticos—. Les mostraré que cualquier idioma en realidad es un complejo de idiomas. Escribiré una palabra en cada uno de estos dos trozos de papel. La misma palabra. Te daré uno a ti, Mario… y uno a usted, señor…

El segundo fue a parar a las manos del doctor Samuel Puntsch que, como ocurría con frecuencia con los invitados del club, había mantenido un discreto silencio durante las preliminares.

Puntsch era un hombre pequeño, delgado, vestido con una gama de colores fúnebres que le habrían sentado a Avalon. Miró el papel y alzó sus modestas cejas.

—Ninguno de los dos diga nada —dijo Rubín—. Sólo tienen que escribir el número de la sílaba que lleva el acento en la pronunciación. Es una palabra de cuatro sílabas, así que escriban uno, dos, tres o cuatro.

Mario Gonzalo, el afable artista del club de los Viudos Negros, acababa de completar el bosquejo del doctor Puntsch, y lo dejó a un lado. Miró la palabra que estaba en el papel ante él, escribió una cifra sin vacilar, y se lo pasó a Rubin. Puntsch hizo lo mismo.

Rubin dijo, con satisfacción indescriptible:

—Deletrearé la palabra. Es el vocablo inglés u—n—i—o—n—i—z—e—d, y Mario dice que se acentúa en la primera sílaba.

—Se pronuncia unionized (sindicalizado) —dijo Mario—. Se refiere a una industria cuya fuerza de trabajo se ha organizado en un sindicato.

Puntsch rió.

—Sí, entiendo. Yo la pronuncié unionaized (no ionizado); se refiere a una sustancia que no se divide en iones en una solución. Yo acentúo la segunda sílaba.

—Exacto. La misma palabra para el ojo, pero distinta para hombres de campos distintos. Roger y Jim estarían de acuerdo con el doctor Puntsch. Lo sé. Y Tom, Jeff y Henry es probable que estuviesen de acuerdo con Mario. Ocurre en un millón de sitios distintos. Fuga significa cosas distintas para un psiquiatra y un músico. La frase “planchar un traje” significa una cosa para un amante del siglo diecinueve y otra para un sastre del siglo veinte. No hay dos personas que tengan exactamente el mismo idioma.

Roger Halsted, el profesor de matemáticas, dijo con la leve vacilación que casi llegaba a ser un tartamudeo:

—Hay suficiente superposición como para que no importe realmente, ¿verdad?

—Sí, casi todos podemos entendernos —dijo Rubin, quejoso—, pero hay menos superposición de la que tendría que haber. Cada pequeño fragmento de la cultura desarrolla su propio vocabulario para formar un grupo exclusivo. Hay un millón de muros verbales detrás de los que se ocultan los tontos y eso, no crea más que incomodidad…

—Era la tesis de Shaw en Pigmalión —gruñó Trumbull.

—¡No! Estás equivocado, Tom. Shaw creía que era el resultado de la educación defectuosa. Yo afirmo que es deliberado y que trabaja más en la creación de la atmósfera correcta para que el mundo se derrumbe, que la propia guerra. —y atacó su trozo de carne asada con un corte feroz de su cuchillo.

—Sólo Manny podría ir del vocablo inglés “unionized” a la destrucción de la civilización en una docena de frases —dijo Gonzalo filosóficamente, y le pasó el bosquejo a Henry para que se lo entregara a Puntsch.

Puntsch le dirigió una sonrisita temblorosa, porque destacaba sus orejas más de lo que un purista habría creído coherente con un buen aspecto. Henry lo colocó en la pared con los demás.

Quizás fuese inevitable que la discusión se desviara de las iniquidades del idioma privado a los juegos de palabras y Halsted logró cierto grado de silencio a los postres al exigir que le dieran la palabra inglesa cuya pronunciación cambiaba cuando iba con mayúscula. Después, cuando todos se rindieron, Halsted dijo lentamente:

—Yo diría que “polish” (pulir), se convierte en “Polish” (polaco), ¿no es así?
[29]

Avalon frunció extraordinariamente el entrecejo, con las cejas frondosas agazapadas sobre los ojos.

—Al menos eso es menos ofensivo que los chistes de polacos que tengo que aguantar a veces.

—¿Después del café probaremos con algo un poco más complicado? —dijo Drake, con el pequeño bigote gris crispado.

Avalon disparó una mirada de sospecha en dirección a Puntsch y, con una expresión melancólica, observó cómo Henry servía el café.

—¿Brandy, señor? —dijo Henry. Puntsch levantó los ojos y dijo:

—Bueno, sí, gracias. La comida estuvo muy bien, mozo.

—Me alegro, señor —dijo Henry—. El club de los Viudos Negros es una preocupación especial para la casa.

Drake estaba golpeando su vaso de agua con una cuchara.

—He traído conmigo a Sam Puntsch —dijo, tratando de elevar su voz, siempre ronca y confusa—, en parte porque trabajaba para la misma firma para la que yo trabajo en New Jersey, aunque no en la misma sección. No sabe nada sobre química orgánica; lo sé porque lo oí discutir una vez sobre el tema. Por otro lado, es un físico más que pasable, según me han dicho. En parte también lo traje porque tiene un problema y le dije que viniese y nos entretuviera con él, y espero que no tengas objeciones, Jeff.

Geoffrey Avalon hizo girar lentamente la copa de brandy entre dos dedos y dijo con tono hosco:

—Esta organización no tiene reglamentos, Jim, así que te seguiré la corriente y trataré de pasarla bien. Pero debo decir que me gustaría relajarme un poco en estas reuniones; aunque tal vez no sea más que un proceso de calcificación del viejo cerebro.

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