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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (481 page)

BOOK: Cuentos completos
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—Muerto en circunstancias desconocidas —dijo Halsted—. Ahí hay todo tipo de posibilidades.

—A decir verdad —dijo Reed—, la leyenda familiar pretende que su personificación de un árabe fue descubierta, que le siguieron la pista hasta Hong Kong y más allá, y que lo asesinaron. Pero sabrán que no hay ninguna evidencia de ello. La única información que tenemos sobre su muerte es la de los marineros que trajeron una carta de alguien que anunciaba su muerte.

—¿Existe esa carta? —preguntó Avalon, interesado a pesar suyo.

—No. Pero no importa dónde y cómo murió… o incluso si murió, si vamos al caso. El hecho es que nunca volvió a casa. Por supuesto, la familia siempre se ha inclinado a creer la historia, porque es dramática y encantadora y ha sido distorsionada hasta hacerla irreconocible. Tengo una tía que una vez me contó que lo hizo pedazos una turba aullante de derviches que descubrieron su impostura en una mezquita. Decía que fue porque él tenía ojos azules. Todo inventado, desde luego; quizás sacado de una novela.

—¿Tenía ojos azules? —dijo Rubin.

—Lo dudo —dijo Reed—. En la familia todos tenemos ojos marrones. Pero en realidad no lo sé.

—¿Pero qué tiene que ver su joya de hierro, su amuleto? —dijo Halsted.

—Oh, venía con la carta —dijo Reed—. En realidad era un pequeño paquete, y mi amuleto era lo más importante de la carta. Lo enviaba como recuerdo de su hazaña. Tal vez sepan que la ceremonia central del peregrinaje a la Meca son los ritos en la Kaaba, el objeto más sagrado del mundo islámico.

—En realidad es una reliquia del mundo preislámico —dijo Rubin—. Mahoma era un político astuto y práctico, sin embargo, y la absorbió. Si no puedes con ellos, únete a ellos.

—Sin duda —dijo Reed con indiferencia—. La Kaaba es un cubo amplio, irregular (de hecho la palabra “cubo” viene de “Kaaba”) y en su ángulo sur, a un metro y medio del suelo, está lo que llaman la Piedra Negra, que está partida y sostenida por fajas metálicas. Muchos creen que la Piedra Negra es un meteorito.

—Es probable —dijo Rubin—, una piedra del cielo, enviada por los dioses. Naturalmente sería reverenciada. Lo mismo puede decirse de la Estatua original de Artemisa en Efeso… la así llamada Diana de los Efesios.

—Dado que Tom Trumbull está ausente —dijo Avalon—, supongo que me toca a mí hacerte callar, Manny. Cállate, Manny. Deja hablar a nuestro invitado.

—Sea como fuere, eso es casi todo —dijo Reed—. Mi joya de hierro llegó en el paquete con la carta, y mi bisabuelo decía en la carta que era un trozo de la Piedra Negra que había logrado arrancar.

—Por Dios —murmuró Avalon—. Si lo hizo, no recriminaría a los árabes por matarlo.

—Si es un trozo de la Piedra Negra —dijo Drake—, me atrevería a decir que sería bastante valiosa para un coleccionista.

—Invalorable para un musulmán piadoso, me imagino —dijo Halsted.

—Sí, sí —dijo Reed, impaciente—, si es un trozo de la Piedra Negra. ¿Pero cómo van a demostrar semejante cosa? ¿Podemos llevarla de vuelta a la Meca y ver si encaja en alguna cachadura, o hacer una complicada comparación química de mi amuleto con el resto de la Piedra Negra?

—Estoy seguro de que el gobierno de Arabia Saudita no permitiría ninguna de las dos cosas.

—Ni yo estoy interesado en solicitarlo —dijo Reed—. Desde luego, en mi familia es artículo de fe que el objeto es una astilla de la Piedra Negra y de vez en cuando se contaba la historia a las visitas y sacaban todo el paquete, con la carta y la piedra. Siempre impresionaba.

»Después, poco antes de la Primera Guerra Mundial, hubo una especie de alarma. Mi padre era un muchacho entonces y me contó la historia cuando yo mismo lo era, así que está bastante enrevesada. Me impresionó de chico, pero cuando medité en ello ya grande, me di cuenta de que carecía de consistencia.

—¿Cuál era la historia? —preguntó Gonzalo.

—Un asunto con extranjeros de turbante merodeando alrededor de la casa, sombras misteriosas durante el día y sonidos extraños por la noche —dijo Reed—. El tipo de cosas que imaginaría la gente después de leer relatos sensacionalistas.

Rubin, que como escritor por lo común reaccionaría ante el último adjetivo, estaba en esta ocasión tan interesado que no lo hizo. Dijo:

—La implicación es que se trataba de árabes que estaban detrás de la Piedra Negra. ¿Pasó algo?

—Si te pones a hablar de muertes misteriosas, Latimer —dijo Avalon—, sabré que estás inventando todo.

—Sólo estoy diciendo la verdad —dijo Reed—. No hubo muertes misteriosas. En la familia todos, desde el bisabuelo en adelante, murieron de viejos, por enfermedad, o debido a accidentes insospechables. Nunca se presentó la menor sospecha de violencia. Y respecto al cuento del extranjero de turbante, no pasó nada. ¡Nada! Que es uno de los motivos por los que descarté toda la cuestión.

—¿Alguien intento alguna vez robar la astilla? —dijo Gonzalo.

—Nunca. El embalaje original con la astilla y la carta permaneció en un cajón sin llave durante medio siglo. Nadie le prestó la menor atención y estuvo perfectamente a salvo. Como vieron aún tengo la astilla —y se palmeó el bolsillo.

—En realidad —prosiguió—, el asunto se habría olvidado del todo de no ser por mí. Alrededor de 1950, sentí renacer el interés. No recuerdo claramente por qué. Acababa de establecerse la nación de Israel y el Medio Oriente aparecía mucho en las noticias. Tal vez fuese ése el motivo. Sea como fuere, llegué a pensar en la antigua historia familiar y saqué el objeto del cajón y lo desempolvé.

Reed extrajo la joya de hierro con gesto abstraído y la sostuvo en la palma de la mano.

—A mí me parecía meteórica aunque, desde luego, en la época de mi bisabuelo los meteoritos no eran tan conocidos para el público como ahora. Así que, como dije antes, la llevé al Museo de Historia Natural. Alguien dijo que era meteórica y si no quería donarla. Dije que era una herencia familiar y no podía hacerlo, pero (y ése fue el punto clave para mí) le pregunté si había indicios de que hubiese sido arrancada de un meteorito mayor.

»La observó con cuidado, primero a ojo, después con una lupa, y por último dijo que no podía ver señales de eso. Dijo que debían de haberla encontrado exactamente en la condición en que yo la tenía. Dijo que el hierro meteórico es especialmente duro y resistente porque incluye níquel. Se parece más al acero de aleación y no podría ser arrancada, dijo, sin señales evidentes de manipulación.

»Bien, eso daba por terminada la cuestión, ¿verdad? Regresé y saqué la carta y la leí. Incluso estudié el embalaje original. Había unos garabatos chinos borroneados y el nombre y la dirección de mi abuela en un inglés desteñido y anguloso. No se podía sacar nada de eso. No pude distinguir el sello del correo pero no había motivos para suponer que no fuese de Hong Kong. De todos modos, decidí que se trataba de un fraude amistoso. El bisabuelo Latimer habría recogido el meteorito en alguna parte, y probablemente había pasado cierto tiempo en el mundo árabe, y no pudo resistir la tentación de tejer un cuento chino.

—Y un mes más tarde murió en circunstancias misteriosas —dijo Halsted.

—Sólo murió —dijo Reed—. No hay motivo para creer que la muerte fuese misteriosa. En aquella época la vida era relativamente breve. Cualquiera de una cantidad de enfermedades contagiosas podía matar. De todos modos, ése es el fin de la historia. Sin encanto. Sin misterio.

Gonzalo se opuso vociferando de inmediato:

—Ese no es el fin de la historia. Ni siquiera es el principio. ¿Qué pasa con la oferta de quinientos dólares?

—¡Oh, eso! —dijo Reed—. Eso ocurrió en 1962 ó 1963. Era una cena y hubo algunas discusiones violentas sobre el Medio Oriente y yo había tomado una actitud pro árabe como una especie de abogado del diablo (fue mucho antes de la Guerra de los Seis Días, desde luego) y eso me trajo a la mente el meteorito. Aún se estaba cubriendo de polvo en el cajón y lo saqué.

»Recuerdo que estábamos todos sentados a la mesa y que hice circular el paquete y que todos lo miraron. Algunos trataron de leer la carta, pero no era fácil hacerlo porque la letra era anticuada y enrevesada. Algunos me preguntaron qué eran los caracteres chinos del paquete y como es lógico yo no lo sabía. Sólo por el gusto de ser dramático, conté lo de los misteriosos extranjeros con turbante de la época de mi padre y subrayé la muerte misteriosa del bisabuelo, y no mencioné las razones que tenía para estar seguro de que se trataba de un engaño. Por divertirme.

»Sólo una persona pareció tomárselo en serio. Era un extraño, amigo de un amigo. Es decir, habíamos invitado a un amigo, y cuando dijo que tenía un compromiso, dijimos, está bien, que tu amigo te acompañe. Ese tipo de cosa, entienden. Ya no recuerdo su nombre. Todo lo que recuerdo de su persona es que tenía escaso cabello rojizo y que no participó mucho de la conversación.

»Cuando todos se disponían a irse, se me acercó vacilante y preguntó si podía ver el objeto una vez más. No había motivos para negárselo, desde luego. Sacó el meteorito del envoltorio (era lo único que parecía interesarle) y se acercó a la luz con él. Lo estudió largo rato; recuerdo que me impacienté un poco; y después dijo: “Escuche, colecciono objetos raros. Me pregunto si me permitiría quedarme con él. Le pagaría, por supuesto. ¿Cuánto le parece que vale?”

»Reí y dije que no pensaba venderlo y él barbotó una oferta de cinco dólares. Me resultó bastante ofensivo. Quiero decir: si fuera a vender una herencia familiar con seguridad no sería por cinco dólares. Le di una negativa brusca y decisiva y tendí la mano para que me devolviera el objeto. Me resultaba una persona tan desagradable que recuerdo haber pensado que podía robarlo.

»Me lo devolvió de mala gana y recuerdo que miré el objeto de nuevo para ver qué podía tener de tan atractivo para él, pero seguía pareciendo lo que era, un feo trozo de hierro. Como ven, aunque yo sabía que su rasgo interesante residía en su historia posible y no en su aspecto, simplemente no podía asignarle valor a nada que no fuese bello.

»Cuando alcé los ojos, él estaba leyendo otra vez la carta. Tendí la mano y también me la entregó. Dijo: “¿Diez dólares?” Y yo dije sólo: “¡No!”

Reed tomó un sorbo del café que Henry acababa de servirle. Dijo:

—Todos los demás se habían ido. El amigo de este hombre lo esperaba, el hombre que era mi amigo en un principio, Jansen. Él y la esposa se mataron en un accidente automovilístico al año siguiente, en el mismo coche junto al que estaba de pie entonces, esperando al hombre que había llevado a casa. Si uno se detiene a pensarlo, el futuro es atemorizante. Por suerte, rara vez lo hacemos.

»De todos modos, el hombre que quería el objeto se detuvo en la puerta y me dijo con rapidez: “Escuche, me gusta realmente ese trocito de metal. A usted no le sirve de nada y le daré quinientos dólares por él. ¿Qué le parece? Quinientos dólares. No se porte como un cerdo goloso.”

»Puedo hacer concesiones por su evidente ansiedad, pero fue ofensivo en exceso. Dijo “como un cerdo goloso”, recuerdo las palabras. Después de eso, no se lo habría vendido ni por un millón. Con gran frialdad le dije que no estaba en venta por ningún precio, y metí el meteorito, que aun seguía en mi mano, en el bolsillo con un gesto definitivo.

»Se le ensombreció el rostro y gruñó que lo lamentaría y que habría algunos no tan amables como para ofrecer dinero, y después se fue. El meteorito estuvo en mi bolsillo desde entonces. Es el feo amuleto por el que he rechazado quinientos dólares —rió en silencio y dijo—: y ésa es toda la historia.

—¿Y nunca averiguó por qué le ofreció quinientos dólares por esa cosa? —dijo Drake.

—A menos que creyese que era un trozo de la Piedra Negra, no puedo imaginar el motivo —dijo Reed.

—¿Nunca volvió a presentar una oferta?

—Nunca. Fue hace más de diez años v no volví a oír hablar de él. Y ahora que Jansen y la esposa han muerto, ni siquiera sé quién es o cómo se lo podría localizar si yo decidiera venderlo.

—¿Qué quiso decir con la amenaza acerca de otros que no sería tan amables como para ofrecer dinero? —dijo Gonzalo.

—No sé —dijo Reed—. Supongo que se refería a extranjeros misteriosos de turbante como los que yo había mencionado. Creo que sólo intentaba asustarme para que vendiera.

—Dado que a pesar de todo se ha presentado un misterio —dijo Avalon—, supongo que tendríamos que considerar las posibilidades. El motivo obvio para la oferta es, como usted dijo, que él creyese que el objeto era un trozo de la Piedra Negra.

—Si es así —dijo Reed— fue el único presente que lo hizo. No creo que nadie más tomara la historia en serio ni por un instante. Además, aunque fuese una astilla de la Piedra Negra y el tipo fuese un coleccionista, ¿de qué le habría servido sin una prueba convincente? Podía tomar cualquier trozo de escoria de hierro y etiquetarlo “trozo de la Piedra Negra” y no le sería menos útil que el mío.

Avalon dijo:

—¿Piensas que podría haberse tratado de un árabe que sabía que una astilla del tamaño de tu objeto había sido robada de la Piedra Negra un siglo antes y la deseaba por motivos religiosos?

—No me pareció árabe —dijo Reed—. Y si lo fuera, ¿por qué no volvió a hacer la oferta? ¿O por qué no hizo allí un intento de arrebatármela por la fuerza?

—Examinó el objeto con cuidado —dijo Drake—. ¿Piensa usted que vio algo en él que lo convenció de su valor… sea cual fuere ese valor?

—¿Cómo puedo refutarlo? —dijo Reed—. Salvo que, sea lo que fuere lo que él vio, por cierto yo nunca lo vi. ¿Y ustedes?

—No —admitió Drake.

—Me parece que no podremos desentrañar esto —dijo Rubin—. Simplemente no tenemos bastante información. ¿Qué dices tú, Henry?

Henry, que había escuchado todo con su atención silenciosa de costumbre, dijo:

—Me estaba preguntando por algunos detalles.

—Adelante entonces, Henry —dijo Avalon—. ¿Por qué no continuar con el interrogatorio del invitado?

—Señor Reed —dijo Henry—, cuando usted mostró el objeto a sus invitados en esa ocasión, en 1962 ó 1963, dice que hizo circular el paquete. ¿Se refiere al envoltorio original en el que habían llegado la carta y el meteorito, con el contenido intacto?

—Sí. Oh, sí. Era un tesoro de familia.

—¿Pero a partir de 1963, señor, usted ha llevado el meteorito en el bolsillo?

—Sí, siempre —dijo Reed.

—¿Significa eso, señor, que usted ya no tiene la carta?

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