Cuentos completos (479 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—¿Entonces no es cierto que pidió una sopa espesa?

Bunsen alzó las cejas.

—Un punto a su favor, señor Rubin. Era sopa de crema de hongos. Si quiere el resto del menú, estaba integrado por un sándwich de carne asada con una orden adicional de papas fritas a la francesa, una porción de pastel de manzanas con una rodaja de queso, y café.

—Bueno —murmuró Drake—, no todos podemos ser gourmets.

—En segundo lugar —dijo Rubin—, yo diría que él sólo tomó la mitad de la sopa.

Bunsen pensó por un instante, después sonrió. Era la primera vez que sonreía esa noche y dejó al descubierto dientes blancos y parejos que daban un claro indicio de que había un hombre apuesto bajo las capas de gordura.

—Sabe —dijo—. Creía que no podrían hacerme una sola pregunta concreta sobre el episodio que yo no pudiese contestar al instante, pero usted lo ha logrado. Así de improviso no sé si él terminó o no la sopa, pero estoy seguro de que el detalle está asentado. Pero finjamos que usted tiene razón y que sólo terminó la mitad de la sopa. Adelante.

—Muy bien —dijo Rubin—, empecemos. Smith entra al restaurant con el objeto. ¿Dónde lo lleva, entre paréntesis?

—En el bolsillo izquierdo del pantalón. No vimos señales de que lo cambiara de lugar.

—Bien —dijo Rubin—. Entra, se sienta a la mesa, pide la comida, lee su periódico… ¿estaba leyendo un periódico, señor Bunsen?

—No —dijo Bunsen—, no leía nada; ni siquiera el menú. Conoce el lugar y sabe qué puede pedir.

—Entonces una vez que colocan ante él el primer plato, estornuda. Después de todo un estornudo es una distracción. Roger mencionó una distracción, pero calculo que pensó en alguien precipitándose con un revólver, o un principio de incendio en la cocina. Pero un estornudo también es una distracción, y es lo bastante natural como para que pase inadvertido.

—No habría pasado inadvertido —dijo Bunsen con calma—. No estornudó.

—O tosió, o hipó, ¿qué importa? —dijo Rubin—. El hecho es que pasó algo que volvió natural que él sacara el pañuelo (del bolsillo izquierdo del pantalón, estoy seguro) y se lo llevara a la boca.

—No hizo eso —dijo Bunsen.

—Cuando apartó la mano —dijo Rubín, sin atender la observación del otro— el objeto que había estado en el bolsillo izquierdo del pantalón estaba en la boca.

Bunsen dijo:

—No creo que le hubiese sido posible colocar el objeto en su boca sin que lo viéramos, o mantenerlo allí sin que se le deformase la cara de modo notable, pero adelante. ¿Que sigue?

—La sopa está ante él y la toma. Por cierto no va a decirme que la apartó sin probarla.

—No, de eso estoy seguro.

—O que la tomó directamente del plato.

Bunsen sonrió.

—No, estoy seguro que no.

—Entonces sólo podía hacer una cosa. Metió la cuchara en la sopa, se la llevó a la boca, volvió a meterla en la sopa, se la llevó a la boca, y así sucesivamente. ¿Correcto?

—En esto estoy de acuerdo.

—Y en una de las ocasiones en que la cuchara pasó de la boca al plato, el objeto iba en ella. Estaba metido en la sopa y, como la sopa de crema de hongos no es transparente, allí no se lo vería. Después dejó de tomar la sopa y alguien de la cocina se llevó el objeto.

Rubin miró a todos con ojos triunfales. Hubo un breve silencio.

—¿Eso es todo lo que tiene que decir, caballero? —dijo Bunsen.

—¿No está de acuerdo en que es un modus operandi posible?

—No, no lo estoy —Bunsen suspiró lentamente—. Es imposible por completo. La mano no es más rápida que el ojo entrenado, y el objeto es lo bastante grande como para no encajar bien dentro del hueco de una cuchara. Además, vuelve usted a subestimar nuestra experiencia y meticulosidad. Teníamos un hombre en la cocina y ningún elemento regresó de la mesa de nuestro hombre sin ser examinado en detalle. Si el plato de sopa regresó con sopa, puede estar seguro de que fue vaciado con esmero por un hombre muy esmerado.

—¿Qué me dice del mozo? —intervino Avalon, forzado a interesarse muy contra su voluntad.

—El mozo no era uno de nosotros —dijo Bunsen—. Era un antiguo empleado, y además, también fue observado.

Rubin resopló y dijo:

—Podría habernos dicho que tenían un hombre en la cocina.

—Podría —dijo Bunsen—, pero Tom me dijo que sería mejor decirles lo mínimo posible y dejar que ustedes pensaran a partir de un bosquejo.

—Si hubiesen incorporado un pequeño transmisor de radio en el objeto. —dijo Avalon.

—Entonces habríamos sido personajes de una película de James Bond. Por desgracia, tenemos que contar con que el otro bando también es hábil. Si hubiésemos probado algo así, lo habrían encontrado en seguida. No, la trampa tenía que ser completamente limpia —Bunsen parecía deprimido—. Empleé una cantidad infernal de tiempo y esfuerzo en ella. —Miró a su alrededor y la depresión de su rostro se profundizó—. Bueno. Tom, ¿hemos terminado?

—Aguarda un minuto. Bob. Maldita sea, Henry… —dijo Trumbull.

—¿Qué quieres que haga el mozo? —dijo Bunsen.

—Vamos, Henry —dijo Trumbull—. ¿No se te ocurre nada?

Henry suspiró con suavidad.

—Sí, hace un buen rato, pero estaba esperando que se lo eliminara.

—¿Algo muy sencillo y evidente, Henry? —dijo Avalon.

—Me temo que sí, señor.

Avalon se volvió hacia Bunsen y dijo:

—Henry es un hombre honesto y carece de todo rasgo de la mente tortuosa. Cuando nos enredamos como tontos en complejidades, él elige la única línea recta que hemos pasado por alto.

—¿Está usted seguro de que desea que hable, señor Bunsen? —dijo Henry.

—Sí. Adelante.

—Bien. Cuando el tal señor Smith dejó el restaurant, supongo que sus hombres, los que estaban adentro, no lo siguieron.

—No, por supuesto que no. Tenían trabajo adentro. Tenían que asegurarse de que no había dejado nada significativo.

—¿Y el hombre de la cocina siguió allí?

—Sí.

—Bien, entonces su hombre fuera del restaurant era el taxista; pero parece lícito suponer que tuvo que concentrarse en el tráfico para poder estar en posición de ser capaz de maniobrar hasta la acera justo a tiempo para recoger a Smith; ni antes, ni después.

—Y lo hizo muy bien. En realidad, cuando el portero hizo la seña, se adelantó limpiamente a otro taxi —Bunsen soltó una risita.

—¿El portero era uno de ustedes? —preguntó Henry.

—No, era un empleado corriente del restaurant.

—¿Tenían algún hombre en la calle?

—Si quiere decir parado concretamente en la calle, no.

—Entonces seguramente hubo un par de segundos entre el momento en que Smith dejó el restaurant y el momento en que entró al taxi, en que no fue observado, si podemos decirlo así, profesionalmente.

Bunsen dijo con un matiz de desdén:

—Olvida que yo estaba al otro lado de la calle, en una ventana, con un par de prismáticos. Lo vi muy bien. Vi cómo lo recogía el taxista. Desde la puerta del restaurant hasta la puerta del taxi se tomó, digamos, no más de quince segundos, y lo tuve a la vista en todo momento.

Rubin interrumpió de pronto.

—¿Incluso cuando se distrajo observando la maniobra del taxista hasta la acera?

Todos chistaron para acallarlo, pero Bunsen dijo:

—Incluso entonces.

—No olvido que usted observaba, señor Bunsen —dijo Henry—, pero usted dijo que no tenía el aspecto adecuado para ese tipo de trabajo. Usted no observaba, profesionalmente.

—Tengo ojos —dijo Bunsen, y había algo más que un simple matiz de desprecio ahora—. ¿O va a decirme que la mano es más rápida que el ojo?

—A veces incluso cuando la mano es bastante lenta, creo. Señor Bunsen, usted llegó tarde y no escuchó el relato del señor Gonzalo. Le había pagado a un taxista la tarifa exacta que marcaba el taxímetro, y se acostumbra hasta tal punto pagar más que eso nos chocó a todos. Hasta yo expresé desaprobación. Sólo cuando se viola lo absolutamente habitual se toma nota del hecho. Cuando tiene lugar, es posible que se lo ignore por completo.

—¿Está tratando de decirme que algo no marchaba con el taxista? —dijo Bunsen—. Le aseguro que no es así.

—De eso estoy seguro —dijo Henry con vehemencia—. Aún así, ¿no pasó usted por alto algo que daba tan por sentado que, incluso mirándolo, no lo vio?

—No entiendo qué puede haber sido. Tengo una memoria excelente, se lo aseguro, y en los quince segundos que tardó Smith en ir desde el restaurant al taxi no hizo nada que yo no notara y nada que yo no recuerde.

Henry pensó por un momento.

—Sabe, señor Bunsen, tiene que haber pasado, y si usted hubiese visto que pasaba, habría tomado medidas, con seguridad. Pero usted no tomó medidas; sigue engañado.

—Entonces, sea lo que fuere, no pasó —dijo Bunsen.

—¿Pretende usted decirme, señor, que el portero, un empleado corriente del restaurant, llamó un taxi para Smith, que era un cliente regular a quien debe haberle rendido ese servicio muchas veces, y que Smith, a quien usted describió como un hombre de buenos modales que siempre hacía la cosa social adecuada, no le dio una propina al portero?

—Por supuesto que él… —empezó Bunsen, y se detuvo en seco.

Y en el silencio que siguió, Henry dijo:

—Y si le dio una propina, con seguridad se trató de un objeto sacado del bolsillo izquierdo del pantalón, un objeto que, según su descripción, justamente parecía una moneda. Después sonrió, y eso usted lo vio.

POSTFACIO

“Más rápido que el ojo” apareció por primera vez en el número de mayo de 1974 del
Ellery Queen's Mystery Magazine.

Tengo que hacer una confesión aquí. Al escribir los relatos del club de los Viudos Negros siempre he tenido la impresión de que hacía todo lo posible por captar el espíritu de Agatha Christie, que es mi ídolo en lo que a policiales se refiere. Cuando le presenté un ejemplar de
Cuentos del club de los Viudos Negros
a Martin Gardner (que escribe la sección de “Pasatiempos Matemáticos” en la revista
Scientific American
y que fue elegido hace poco como miembro del Arañas Puerta-Trampa) se lo dije y él los leyó teniéndolo en cuenta.

Cuando terminó, sin embargo, me envió una nota para comunicarme que en su opinión yo había errado el blanco. Lo que había hecho realmente, dijo, era captar algo del sabor de los cuentos del “Padre Brown”, de G. K. Chesterton.

Creo que tiene razón. Yo era un partidario ardiente de esos relatos aún cuando la filosofía de Chesterton me resultaba un poco irritante, y cuando escribí “Más rápido que el ojo” me influyó mucho un gran clásico chestertoniano: “El hombre invisible”.

La joya de hierro (1974)

“A Chip of the Black Stone (The Iron Gem)”

Geoffrey agitaba su copa y sonreía como un lobo. Sus cejas hirsutas, aún oscuras se inclinaban hacia arriba y su prolija barba grisácea parecía retorcerse. Daba la impresión de un Satán amistoso.

Les dijo a los Viudos Negros, reunidos en su cena mensual:

—Permítanme presentarles a mi invitado: Latimer Reed, joyero. Y permítanme aclarar de inmediato que no nos trae ningún crimen por resolver, ningún misterio por develar. No le han robado nada; no ha sido testigo de ningún asesinato; no está enredado en ningún círculo de espías. Ha venido, pura y simplemente, a hablarnos sobre joyería, contestar nuestras preguntas, y ayudarnos a pasar un momento cordial.

Y, en verdad, bajo la firme mirada de Avalon, la atmósfera fue durante la cena serena y descansada y hasta Emmanuel Rubin, el erudito enciclopédico siempre dispuesto a la gresca, logró no levantar la voz. Muy satisfecho, Avalon dijo, cuando sirvieron el brandy:

—Caballeros, se acerca el interrogatorio de sobremesa, y sin un problema sobre el que tengamos que devanarnos los sesos. Henry, puedes descansar.

Henry, que estaba despejando la mesa con la callada eficiencia de costumbre que lo habría convertido en un mozo sin igual aún cuando no hubiese demostrado, una y otra vez, tener una conciencia sin par de lo obvio, dijo:

—Gracias, señor Avalon. Sin embargo confío en que no seré excluido del proceso.

Rubin clavó en Henry una mirada de búho a través de los gruesos lentes y dijo en alta voz:

—Henry, esa falsa modestia estruendosa no te sienta. Sabes que formas parte de nuestra pequeña banda, con todos los beneficios que eso conlleva.

—Si es así —dijo Roger Halsted, el profesor de matemáticas de voz suave, mientras probaba el brandy e invitando abiertamente a la discusión—: ¿por qué se encarga de la mesa?

—Elección personal, señor —dijo Henry con rapidez, y la boca abierta de Rubin volvió a cerrarse.

—Procedamos —dijo Avalon—. Esta vez Tom Trumbull no está presente, así que como anfitrión te designo a ti, Mario, como interrogador en jefe.

Mario Gonzalo, un artista nada desdeñable, estaba dándole los toques finales a la caricatura de Reed, que iba a agregarse a la ya larga hilera que decoraba la habitación privada del restaurant de la Quinta Avenida donde se llevaban a cabo las cenas del club de los Viudos Negros.

Tal vez Gonzalo había exagerado la cúpula calva de la cabeza de Reed y la solemne extensión de su labio superior saliente, y había destacado por demás la leve tendencia a dejar caer la mandíbula. De hecho había más de un rasgo de sabueso en la caricatura, pero Reed sonrió cuando vio el resultado y no pareció ofenderse.

Gonzalo alisó el perfecto nudo Windsor de su corbata rosa y blanca y dejó que la chaqueta azul se abriera con descuidada negligencia cuando se echó hacia atrás y dijo:

—¿Cómo justifica su existencia, señor Reed?

—¿Cómo dice, caballero? —dijo Reed con voz levemente metálica.

Sin cambiar el tono o el énfasis, Gonzalo dijo:

—¿Cómo justifica su existencia, señor Reed?

Reed miró los cinco rostros que rodeaban la mesa y sonrió: una sonrisa que por algún motivo no disminuyó mucho la tristeza esencial de su expresión.

—Jeff me advirtió —dijo—, que me interrogarían después de la cena, pero no me dijo que me desafiarían a justificarme a mí mismo.

—Siempre es mejor tomar a un hombre por sorpresa —dijo Avalon, sentencioso.

—¿Qué puede servir para justificar a cualquiera de nosotros? —dijo Reed—. Pero si debo decir algo, diría que ayudo a aportar belleza a otras vidas.

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