Cuentos completos (539 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Gonzalo preguntó:

—¿Existe alguna letra por la cual no comience el nombre de ningún elemento?

—Tres. No existe ningún elemento que empiece por J, Q, ni W… Pero, ¿qué tiene eso de interesante? Uno no puede proclamar que un elemento es único sólo porque no existe. Uno puede argumentar que existe un número infinito de elementos que no existen.

Drake dijo:

—El mercurio tiene, como nombre alternativo,
Quicksilver
(azogue). Eso comienza por una Q.

—Lo sé; pero es poca cosa —contestó Horace—. En alemán la I y la J no se distinguen en la imprenta. El símbolo químico del yodo es I, pero he visto escritos alemanes con letra latina en los cuales el símbolo del elemento se da como J, pero también esto es más que endeble.

—Hablando de los símbolos químicos, existen trece elementos con símbolos que son una única letra. Casi siempre es la inicial del nombre latino del elemento. Así, el carbono tiene el símbolo C; el oxígeno, la O; el nitrógeno, la N; el fósforo, la P; el azufre, la S… Sin embargo, el elemento potasio, tiene el símbolo K.

—¿Por qué? —preguntó Gonzalo.

—Porque es la inicial del nombre alemán
Kalium.
Si el potasio fuera el único caso, podría considerarlo; pero el tungsteno tiene el símbolo W, por el nombre alemán,
Wolfram,
así que tampoco es único. El estroncio tiene un nombre que en latín comienza por tres consonantes, pero también lo hacen el cloro y el cromo. El iodo tiene un nombre que comienza con dos vocales; pero también lo hacen el einstenio y el europio.

Estoy atascado en cada giro.

Gonzalo inquirió:

—¿Existe algo en el deletreo de los nombres de elementos que sea el mismo en casi todos ellos?

—Casi todos terminan en
io.

—¿De verdad? —preguntó Gonzalo chasqueando los dedos en un esfuerzo de reflexión—. ¿Qué pasa con el elemento que los ingleses pronuncian de modo distinto? Ellos le llaman
aluminium
con la terminación
ium;
pero nosotros decimos
aluminum
de modo que solamente tiene una terminación
um,
y el profesor se burló de ello. Quizás el aluminio sea el que es único.

—Una buena idea —admitió Horace—. Pero existen el lantano, el molibdeno y el platino, todos los cuales terminan en no. Tambien existen terminaciones en o y
on;
pero siempre más de una. Nada único. Nada único.

Avalon intervino:

—¡Sin embargo tiene que haber algo!

—Pues díganme lo que es. El renio fue el último elemento estable que se descubrió en la naturaleza, el prometió, es el único metal radiactivo escaso en la Tierra; el gadolinio es el único elemento estable que se llama como un ser humano. No sirve ninguno. No hay nada convincente.

Horace meneó la cabeza con aire triste.

—Bueno, no es el fin del mundo. Iré a Youngerlea con mi mejor adivinación y, si está equivocada, dejémosle que haga todo el mal que pueda. Si escribo una tesis de primera clase, puede estar tan bien que no tengan posibilidad de suspenderme; y si Youngerlea me impide conseguir un puesto en el Instituto Tecnológico de California o el M.I.T., lo conseguiré en algún otro lugar y me abriré camino. No voy a dejar que me detenga.

Drake asintió.

—Ésa es la actitud correcta, hijo.

Henry dijo suavemente:

—¿Mr. Rubin?

—Dígame, Henry —contestó Rubin.

—Le pido excusas, señor. Me estaba dirigiendo a su sobrino, el Mr. Rubin más joven.

Horace levantó la vista.

—Sí, camarero. ¿Hay que pedir algo más?

—No, señor. Me pregunto si puedo comentar el asunto del elemento único.

Horace frunció el ceño y luego preguntó:

—¿Es usted químico, camarero?

Gonzalo intervino:

—No es químico; pero es Henry y vale la pena que le escuches. Es más listo que cualquier otra persona de la sala.

—Mr. Gonzalo —protestó Henry con una suave súplica.

—Es así, Henry —insistió Gonzalo—. Adelante. ¿Qué es lo que tiene que decir?

—Solamente que, al sopesar una cuestión que no parece tener respuesta, podría ser de ayuda considerar a la persona que hace la pregunta. Quizás el profesor Youngerlea tiene alguna manía que pudiera conducirle a dar importancia a una cualidad única particular, que, para otros, apenas podría ser notada.

—¿Quiere decir —preguntó Halsted— que el que sea único depende de como se mire?

—Exacto —contestó Henry—, como en todas las cosas que permiten un elemento de juicio humano. Si consideramos al profesor Youngerlea, sabemos esto acerca de él. Utiliza la lengua inglesa de modo cuidadoso y conciso. No emplea una frase complicada cuando es suficiente una más sencilla o una palabra larga donde basta una más corta. Es más, se puso furioso con un estudiante por usar un nombre aceptable para aluminio; pero que añadía una letra y una sílaba. ¿Estoy en lo cierto en todo esto, Mr. Rubin?

—Sí —aprobó Horace—, yo he dicho todo esto.

—Bien; pues, en el estante de los diccionarios del club, existe el almanaque mundial que enumera todos los elementos, y tenemos la versión íntegra, naturalmente, que da de las pronunciaciones. Me he tomado la libertad de estudiar el material durante el curso de la discusión que se desarrollaba aquí.

—¿Y qué?

—Se me ocurre que el elemento praseodimio, que es el número cincuenta y nueve, está señalado únicamente para despertar la ira del profesor Youngerlea. Praseodimio es el único nombre con seis sílabas en inglés. Todos los demás nombres tienen cinco sílabas o menos. Sin duda, al profesor Youngerlea el praseodimio tiene que parecerle insoportablemente largo e inmanejable; el nombre más irritante de toda la lista y único en ese aspecto. Si tuviera que utilizar ese elemento en su trabajo, es muy probable que se quejara mucho y fuerte, y no habría ningún error en el asunto. ¿Quizá, sin embargo, él no utiliza ese elemento?

Los ojos de Horace estaban brillando.

—No. Es un elemento escaso en la Tierra y dudo que Youngerlea, como químico de orgánica, haya tenido nunca que referirse a él. Ésa
sería
la única razón por la que le hemos oído hablar sobre el tema. Pero tiene razón, Henry. Su mera existencia sería una constante irritación para él. Acepto esa sugerencia, e iré con ella el lunes. Si la respuesta está equivocada, pues lo está. Pero… —se mostró jubiloso de repente— apuesto a que es correcta. Apuesto
cualquier cosa
a que es correcta.

—Si fuera errónea —dijo Henry—, confío en que usted mantenga su resolución de abrirse camino de todos modos.

—No se preocupe, lo haré. Pero praseodimio es la respuesta.

Sé que lo es… Sin embargo, ojalá la hubiera encontrado por mí mismo, Henry.
Usted
la ha encontrado.

—No tiene importancia, señor —se justificó Henry sonriendo paternalmente—. Usted estaba ya considerando los nombres y, en muy poco tiempo lo raro de praseodimio le hubiera chocado. A mí se me ocurrió antes tan sólo porque sus trabajos habían eliminado ya muchísimas pistas falsas.

POSTFACIO

Que sea único depende de cómo se mire
y el siguiente relato,
El amuleto,
los escribí por encargo, para una revista que iba a dedicarse a narraciones cortas de misterio. Ambos fueron pagados generosamente y luego, como sucede a veces en el mundo editorial, algo fue mal y las revistas no aparecieron nunca.

Por tanto, yo coloqué, Que sea único depende de cómo se mire en una colección que alternaba mis ensayos de ciencia ficción y los de ciencia propiamente dicha. Asíanimaba a los lectores a leer ambos y, si ellos estaban familiarizados conmigo solamente en una de mis facetas, era de esperar que se precipitasen a la calle para comprar los otros con un arrebato loco.

Que sea único depende de cómo se mire representa el único tema completamente nuevo del libro, que tiene por título, El filo del mañana y fue publicado por Tor Books en 1985.

Éste es uno de los casos, no tan raros, en los que algún aspecto del relato está basado en un acontecimiento real de mi vida. Cuando yo estaba en la Universidad, tenía un profesor muy parecido a Youngerlea y mi propia reacción hacia él era muy parecida a la de Horace Rubin. El incidente del Beilstein, descrito en la narración, sucedióexactamente como estádescrito, y yo aprovechéla oportunidad de humillar a aquel profesor, aun corriendo el riesgo de poner en peligro mi graduación; pero consideréque la oportunidad lo valía.

El amuleto (1990)

“The Lucky Piece”

—Mr. Silverstein —preguntó Thomas Trumbull—, ¿a qué se dedica usted?

Albert Silverstein era el invitado de James Drake en aquel banquete mensual de los Viudos Negros. Era un caballero de aspecto más bien seco, de cuerpo menudo y cara amable, como de gnomo; su tez era morena hasta el círculo calvo de su cabeza. Mostraba una sonrisa fácil.

Estaba sonriendo cuando afirmó:

—Supongo que ustedes podrían decir que yo me sumo al sentimiento de seguridad de mucha gente.

—¿De verdad? —preguntó Trumbull, arrugando su frente morena en un efecto de tabla de lavar ondulada—. ¿Y cómo lo consigue?

—Bien —contestó Silverstein—, poseo una cadena de almacenes de novedades; unas novedades por completo inocentes, ya entienden, aunque con cierta tendencia a encontrarse entre las que se consideran de un gusto dudoso.

Mario Gonzalo se alisó la chaqueta de delicadas rayas y dijo con un toque de sarcasmo:

—¿Como las representaciones en pasta de excrementos de perro que uno coloca en la alfombra del salón de su anfitrión cuando ha llevado consigo a su perro lobo?

Silverstein se rió.

—No, nunca hemos tenido cosas así. Sin embargo, un artículo popular en la época de mi padre fue el frasco de tinta volcado y la mancha de tinta de pasta dura que en apariencia se extendía, y que uno ponía en el mejor mantel de su amigo.

Naturalmente, la llegada del bolígrafo acabó con los frascos de tinta. Y con esa novedad. Nuestra industria tiene que ir de acuerdo con los cambios tecnológicos.

—¿Dónde entra el sentido de seguridad? —preguntó Trumbull, volviendo al tema.

—El asunto es que uno de nuestros grandes artículos de perenne venta son los objetos de la suerte, como éste.

Introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un pequeño cuadrado de plástico. Dentro de él había un trébol de cuatro hojas.

—Una de nuestras buenas ventas constantes —explicó—. Vendemos millares cada año.

Geoffrey Avalon, que estaba sentado al lado de Silverstein, tomó el objeto de su mano y lo miró muy atento con una mezcla de sorpresa y desprecio reflejados en su cara tiesa y aristocrática. Preguntó con desaprobación:

—¿Quiere decir que miles de personas creen que una mutación de trébol influiría ante el universo en su favor y que están dispuestos a pagar dinero por una cosa como ésta?

—Así es —contestó Silverstein con alegría—. Miles de personas, año tras año. En estos tiempos, como es natural, ellos dudan en admitir su superstición. Dicen que lo compran para sus hijos, como un regalo, o como una curiosidad; pero lo compran y lo cuelgan en su coche o lo ponen en su llavero. Esa cosa se vende por un precio de hasta cinco dólares.

—Es repelente —comentó Trumbull—. Usted hace dinero con su locura.

La sonrisa de Silverstein se desvaneció.

—En absoluto, —dijo en tono serio—. No es ese objeto lo que vendo, sino una sensación de seguridad, como ya le he dicho, y eso es un producto muy valioso que yo vendo por mucho menos dinero de lo que vale. Durante el tiempo en que alguien posee ese trébol de cuatro hojas, se levanta el peso del temor de su mente y de su alma, sean hombres o mujeres. Existe menos miedo a cruzar la calle, a encontrarse con un rufián, a oír malas noticias. Se preocupan menos si un gato negro se les cruza en el camino, o si, por descuido, pasan por debajo de una escalera.

—Pero el sentido de seguridad que consiguen es falso.

—No lo es, señor. El sentido de seguridad que ellos experimentan es auténtico. La causa puede no ser auténtica; pero produce el resultado deseado. Consideremos también que la mayoría de los temores que posee la gente son irreales, en el sentido de que no tienen tendencia a suceder. Uno
no
es asaltado cada vez que da un paseo. Uno
no
recibe malas noticias cada vez que coge una carta. Uno
no
se rompe la pierna cada vez que se cae. Las desgracias, de hecho, son muy raras.

Si mis objetos de la suerte quitan, o al menos disminuyen, estos miedos innecesarios y aligeran la carga de aprensión que todos nosotros llevamos, entonces realizo un servicio útil. El precio de ese trébol de cuatro hojas que tranquilizará a una persona durante todo el tiempo que lo posea, no llegaría para pagar ni siquiera cinco minutos del tiempo de un psiquiatra.

Roger Halsted estaba mirando entonces el amuleto. Al pasárselo a Emmanuel Rubin, preguntó:

—¿Dónde encuentra miles de sus tréboles de cuatro hojas cada año? ¿Es que paga a un ejército de ayudantes para peinar los campos de trébol del mundo?

—Por supuesto que no —contestó Silverstein—. Eso costaría un par de miles de dólares si tuviera que pagar a un ejército, y dudo que nadie fuera lo bastante supersticioso para someterse a ese sacrificio financiero. Lo que son esos… —Hizo una pausa y continuó—: Jim Drake me dijo que todas las cosas que se dijeran en estas reuniones estaban estrictamente reservadas.

—Por completo, Al —lo tranquilizó Drake con su voz suavemente ronca de fumador.

Los ojos de Silverstein se dirigieron al camarero y Halsted intervino en seguida.

—Nuestro camarero, Henry, es miembro de los Viudos Negros, señor, y tan silencioso como una momia acerca de cualquier cosa que oiga.

—En ese caso —dijo Silverstein—, cuatro tréboles de tres hojas, que son casi tan corrientes como granos de arena, hacen tres tréboles de cuatro hojas. Lo que usted está sosteniendo es un trébol de tres hojas con una hoja añadida que se mantiene en su lugar gracias al plástico. Usted podría ver el punto de juntura si lo mirara con una lupa; pero nadie ha devuelto nunca ninguno por esa razón.

—¿Qué pasaría si alguien lo hiciera? —preguntó Gonzalo.

—Le explicaríamos que a veces una hoja se rompe en el proceso de envolverlo en plástico y le devolveríamos el dinero.

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