Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (268 page)

BOOK: Cuentos completos
7.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Cierto —reconoció Hayes—. No diré que un cartografiado completo y riguroso de la Región Polar no lo hubiera descubierto, pero tal cartografiado lo llevaron a cabo mucho tiempo atrás, y las someras investigaciones actuales en busca de novas, tipos espectrales especiales, etc., etc., no son exhaustivas, ni mucho menos. Luego, cuando el súper-neutrón se acerca al Sol, empieza a aparecer solamente al alba y al anochecer —a la manera de la estrella matutina y vespertina— con lo cual se hace más difícil observarlo. Y por ello no lo ha observado nadie… que es lo que se podía esperar.

Nuevo silencio. Yo me di cuenta de que el corazón me martilleaba. Eran las dos, y no habíamos podido contradecir el relato de Hayes. Debíamos demostrar sin tardanza que era un embuste, o yo iba a morir de puro intrigado. Todos estábamos mirando el reloj.

Levin emprendió la pelea.

—Es una coincidencia extremadamente rara que el súper-neutrón se dirija hacia el Sol, en línea recta. ¿Qué probabilidades hay en contra? Piénselo, enumerarlas sería lo mismo que recitar las que hay en contra de la verdad de su relato.

—La objeción es improcedente, Levin —interpuse yo—. No basta con alegar la improbabilidad, por grande que sea. Sólo la imposibilidad total o demostrar la inconsistencia de los argumentos pueden servir para descalificar.

Pero Hayes había levantado la mano.

—No importa. Permítame que conteste. Si consideramos un solo súper-neutrón y una sola y determinada estrella, las probabilidades de un choque directo, frontal, son poquísimas. Sin embargo, estadísticamente, si usted dispara bastantes súper-neutrones hacia el interior del universo, entonces, tomando el lapso de tiempo suficiente, todas y cada una de las estrellas habrían de sufrir un impacto, más pronto o más tarde. El espacio ha de estar poblado de un enjambre de súper-neutrones (digamos uno por cada mil parsecs cúbicos), de manera que a pesar de las grandes distancias entre las estrellas y la relativa pequeñez de los blancos, en nuestra Galaxia se producen veinte novas por año, es decir, cada año ocurren veinte colisiones entre súper-neutrones y estrellas.

»La situación no es distinta, en realidad, a lo que ocurre con el uranio cuando lo bombardean con neutrones corrientes. De cada cien millones de éstos, sólo uno puede dar en el blanco, pero, con el tiempo, todos los núcleos estallan. Si existen fuera del universo inteligencias que dirigen este bombardeo (esto es pura hipótesis Y no forma parte de mi argumentación, por favor) un año nuestro podría ser para ellas una infinitésima de segundo. Los blancos, para ellas, deben producirse a un promedio de miles de millones por cada segundo de los suyos. Acaso se vaya produciendo energía hasta el punto de que el material que compone este universo se haya calentado hasta pasar al estado gaseoso… o como le llamen allá. Ustedes ya lo saben, el universo se expande… como un gas.

—No obstante, eso de que el primer súper-neutrón que entra en nuestro sistema se lance de cabeza contra el Sol parece… —Levin terminó con un tartamudeo débil.

—¡Santo Dios! —atajó Hayes—. ¿Quién le ha dicho que éste ha sido el primero? Durante los tiempos geológicos pueden haber atravesado el sistema centenares de ellos. En los últimos mil años pueden haber cruzado uno o dos. ¿Cómo podríamos saberlo? Además, cuando uno se dirige hacia el Sol, los astrónomos tampoco lo descubren. Acaso éste sea el único que haya pasado desde cuando se inventó el telescopio, y antes aun, por supuesto… Y no olviden que, como no poseen gravedad, pueden atravesar por en medio del sistema sin afectar a los planetas. Lo único que lo haría notar sería un impacto contra el Sol, y entonces ya no quedaría quien lo contase —dirigió una mirada a su reloj—. ¡Las dos y cinco! Ahora deberíamos verlo sobre el Sol. —Hayes se puso en pie y levantó la persiana. La amarilla luz solar penetró en la estancia, y yo me aparté de su polvoriento rectángulo. Tenía la boca seca como arena del desierto. Murfree se secaba la frente, pero en las mejillas y el cuello continuaba ostentando gotas de sudor.

Hayes sacó varios trozos de celuloide fotográfico impresionados y nos los entregó.

—Como ven, he venido preparado —a continuación levantó uno hacia el Sol—. Ahí está —comentó plácidamente—. Mis cálculos manifestaron que a la hora de la colisión se hallaría en tránsito con respecto a la Tierra. ¡Muy conveniente!

Yo también miraba al Sol, y noté que el corazón me fallaba un latido. Allí, perfectamente clara sobre el fondo luminoso del Sol, se veía una manchita negra, perfectamente circular.

—¿Cómo no se vaporiza? —balbuceó Murfree—. Ha de encontrarse ya casi en la atmósfera del Sol.

No creo que quisiera impugnar la versión de Hayes. Esto había quedado muy atrás. Murfree pedía datos, sinceramente.

—Les he dicho —explicó Hayes— que es transparente para casi todas las radiaciones solares. Sólo se puede convertir en calor la radiación que absorba, y sólo absorbe un porcentaje muy pequeño de la que recibe. Además, no está formado de una materia corriente. Es, probablemente, más refractario que la Tierra, y la superficie solar no pasa de los seis mil grados centígrados.

Con el pulgar, Hayes señaló por encima del hombro.

—Son las dos y nueve minutos y medio, caballeros El súper-neutrón ha chocado ya; la muerte está en camino. Disponemos de ocho minutos.

Todos estábamos mudos a causa de, pura y simplemente, un terror insoportable. Recuerdo la voz de Hayes, cuando decía, con toda tranquilidad:

—¡Mercurio acaba de evaporarse! —unos minutos después—: ¡Venus ha desaparecido! —y finalmente—: ¡Nos quedan treinta segundos, caballeros!

Los segundos se hacían siglos; pero transcurrieron por fin. Y pasaron otros treinta segundos, y otros más…

Por la faz de Hayes se fue extendiendo e intensificando una expresión de asombro. Levantó el reloj y lo miró fijamente; después volvió a observar el Sol a través de la película.

—¡Se ha ido! —se volvió y nos miró—. Es increíble. Se me había ocurrido la idea, pero no osaba llevar demasiado lejos la analogía atómica. Ya saben que no todos los núcleos estallan al ser golpeados por un neutrón. Algunos, los de cadmio, por ejemplo, los absorben uno tras otro, como las esponjas absorben el agua. Yo…

Hizo otra pausa, inspiró profundamente y continuó, meditabundo:

—Hasta el bloque de uranio más puro contiene vestigios de todos los demás elementos. Y en un universo de trillones de estrellas que se comportan como uranio, ¿qué representa un escaso millón de estrellas que se comporten como el cadmio?… ¡Nada! ¡Pero el Sol es una de ellas! ¡El género humano no merecía eso!

Hayes continuaba hablando; pero, por fin, nos había invadido gran alivio, y ya no le escuchábamos. Con frenesí casi histérico elegimos a Gilbert Hayes, por aclamación entusiasta, presidente vitalicio, y decidimos por votación que aquel relato era la mentira más retumbante que se hubiera contado jamás.

Aunque, hay una cosa que me desazona. Hayes desempeña bien el cargo, y la sociedad florece más que nunca…, pero yo creo que deberíamos haberle descalificado, después de todo. Su relato cumplía bien la segunda condición, sonaba como si fuese verdad. Pero no creo que satisficiese la primera.

¡Yo creo que era
realmente
verdad!

Navidad en Ganímedes (1942)

“Christmas on Ganymede”

Olaf Johnson se distraía canturreando con acento nasal y contemplaba el majestuoso abeto del ángulo de la biblioteca con una expresión soñadora en la porcelana azul de sus ojos. Aunque la biblioteca era la habitación más espaciosa de la Cúpula. Olaf no consideraba que le sobrase ni un palmo de terreno en aquella ocasión. Entusiasmado, hundió la mano en la enorme canasta que tenia al lado y sacó el primer rollo de papel rugoso encarnado y verde.

No se había detenido a indagar cuál había sido el impulso sentimental que impulsó a la Compañía Ganimediana a enviar una colección completa de adornos de Navidad a la Cúpula. Olaf era hombre de temperamento plácido; realizaba la tarea que se había impuesto él mismo de decorador navideño en jefe y estaba contento de su suerte.

De pronto, frunció el ceño y masculló una maldición. La luz indicadora de Asamblea General se encendía y apagaba con ritmo histérico. Con aire ofendido, Olaf dejó el martillo que acababa de empuñar y el rollo de papel plisado; se limpió el cabello de confeti y se dirigió hacia las dependencias de los oficiales.

Cuando Olaf entraba, el comandante Scott Pelham estaba arrellanado en el mullido sillón que presidía la mesa. Sus rechonchos dedos tamborileaban, sin ritmo alguno, en el cristal que la cubría. Olaf sostuvo la mirada furiosa e inflamada del comandante sin ningún temor, puesto que en el transcurso de veinte revoluciones ganimedianas no se había producido la menor anomalía en su departamento.

La habitación se llenaba rápidamente de hombres, y los ojos de Pelham se endurecían a medida que iban contando caras en una mirada circular.

—Ya estamos todos. ¡Señores, nos encontramos ante una crisis! .

Se produjo una vaga agitación. Los ojos de Olaf buscaron el techo, y su ánimo se relajó. La Cúpula sufría el impacto de una crisis en cada revolución del astro, por término medio. Habitualmente, se resolvían en un repentino aumento del cupo de oxita que había que recoger, o versaban sobre la mala calidad de la última recolección de hojas de karen. Sin embargo, las palabras que escuchó a continuación le pusieron tenso.

—Con respecto a la crisis, tengo que hacer una pregunta. —Cuando estaba enfadado, Pelham poseía una voz de barítono profundo, dotada de una estridencia desagradable—. ¿Qué camorrista imbécil les ha contado cuentos de hadas a esos malditos estrucitos?

Olaf carraspeó nervioso, con lo cual se convirtió en el Centro de la atención general.

—Yo…, yo… —balbució; e inmediatamente quedó en silencio. Movía los largos dedos en un gesto desconcertado, como pidiendo auxilio—. Quiero decir que yo estuve ayer allá, después de los últimos…, los últimos… suministros de hojas, debido a que los estrucitos se retrasaban y…

La voz de Pelham adquirió una dulzura engañosa. Pelham sonreía.

—¿Les hablaste a esos indígenas de Papá Noel, Olaf?

Su sonrisa tenía un singular parecido con una mueca de lobo; Olaf se derrumbó. Contestó afirmativamente con un gesto convulsivo.

—¿Ah, sí, les hablaste? ¡Vaya, vaya, les contaste lo de Papá Noel! Que viene en un trineo, cruzando el aire, tirado por ocho renos, ¿eh?

—Bueno…, pues… ¿y no es así? —inquirió Olaf, apabullado.

—Y les dibujaste los renos, para asegurarte bien de que no pudieran confundirse. Además, el hombre lleva una larga barba y un traje encarnado con ribetes blancos.

—Sí, es cierto —respondió Olaf con semblante desconcertado.

—Y trae un gran saco, lleno a rebosar de regalos para los niños y las niñas que han sido buenitos, y desciende por las chimeneas y mete regalos dentro de los calcetines.

—Claro.

—Y también les contaste que está a punto de llegar, ¿verdad? Una revolución más, y nos visitará.

Olaf sonrió apagadamente.

—Sí, comandante, quería decírselo a usted. Voy a arreglar el árbol y…

—¡Cállate! —el comandante respiraba con fuerza, produciendo un sonido sibilante—. ¿Sabes qué se les ha ocurrido a esos estrucitos?

—No, comandante.

Pelham se inclinó sobre la mesa, en dirección a Olaf, y gritó:

—¡Quieren que Papá Noel vaya a verles, a ellos!

Alguien soltó una carcajada, que trocó inmediatamente en una tos asfixiante ante la furiosa mirada del jefe.

—¡Y si Papá Noel no los visita, los estrucitos abandonarán el trabajo! —Y repitió—: ¡No trabajarán… se declararán en huelga!

Después de estas palabras, se terminaron las risas, sofocadas o no, Si en el grupo surgió más de un solo pensamiento, no se manifestó en nada. Olaf tradujo en palabras este pensamiento único:

—Pero ¿y el cupo?

—Eso es, ¿y el cupo? —gruñó Pelham—. ¿Necesitan ustedes que les pinte el cuadro? Ganymedan Products ha de reunir todos los años cien toneladas de wolframita, ochenta toneladas de hojas de karen y cincuenta toneladas de oxita, si no quieren perder la franquicia. Supongo que no hay nadie entre nosotros que lo ignore. Y se da el caso de que el año terrestre actual termina después de dos revoluciones ganimedianas, y en estos momentos llevamos un retraso del cincuenta por ciento.

Hubo un silencio absoluto, horrorizado.

—Y ahora los estrucitos no quieren trabajar, si no los visita Papá Noel. Si no se trabaja, adiós cupo, adiós franquicia ¡adiós empleos! Empapaos de ello, semi-idiotas.

Hizo una pausa, miró a Olaf de hito en hito y añadió:

—A menos que en la próxima revolución tengamos un trineo volador, ocho renos y un Papá Noel. !Y por todas las manchas de los anillos de Saturno, vamos a procurarnos eso precisamente, un Papá Noel!

Diez semblantes adquirieron una lividez espectral.

—¿Ha pensado en alguno, comandante? —preguntó alguien con una voz que en sus tres cuartas partes era un graznido.

—Si, lo cierto es que lo he pensado.

Y se repantigó en el sillón. Olaf Johnson empezó a sudar súbitamente. Tenia los ojos clavados en la punta de un índice que le señalaba.

—¡Oh, comandante! —murmuró con voz trémula. Pero el índice implacable no se movió.

Sim Pierce interrumpió el cuidadoso examen de la última remesa de hojas de karen y proyectó una mirada esperanzada por encima de los lentes.

—¿Qué? —preguntó.

Pelham levantó los hombros.

—Les he prometido su Papá Noel. ¿Qué otra cosa podía hacer? Además, les he duplicado la ración de azúcar, de modo que han vuelto al trabajo… de momento.

—Quiere decir hasta que el Papá Noel que les prometimos no aparezca. —Pierce dio énfasis a la frase alisando una hoja de karen, muy larga, y pasándosela por delante del rostro al comandante—. Es lo más necio que he escuchado en mi vida. Es un imposible. ¡Papá Noel no existe!

—Pruebe de explicárselo a los estrucitos. —Pelham se desplomó en una silla y su expresión se volvió pétrea y desabrida—. ¿Qué está haciendo Benson?

—¿Se refiere al trineo volador que, según ha dicho, es capaz de armar? —Pierce levantaba una hoja hacia la luz y la miraba con ojo crítico—. Si me lo pregunta, le diré que está chiflado. Esta mañana el viejo cuervo ha bajado al subterráneo y todavía no ha salido de allí. Lo único que sé es que ha destrozado el electrodisociador de recambio. Si le pasa algo al normal, nos quedamos sin oxígeno, ni más ni menos.

BOOK: Cuentos completos
7.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

True Patriot Love by Michael Ignatieff, Michael Ignatieff
Man Hungry by Sabrina York
Olura by Geoffrey Household
Reality Check by Pete, Eric
(1988) The Golden Room by Irving Wallace
Friday's Harbor by Diane Hammond
The Dom Project by Heloise Belleau, Solace Ames