Cuentos completos (267 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Hayes sonrió tristemente.

—Correré el riesgo —dijo—. Y seguiré explicando que el decimoctavo día de mi viaje descubrí por primera vez el mencionado planeta, en forma de un disquito color naranja del tamaño de un guisante. Naturalmente, un planeta en aquella parte del espacio causa verdadera sensación. Me dirigí hacia allá, y al momento descubrí que no había arañado siquiera la corteza de la singularidad de aquel planeta. El simple hecho de que se encontrara allí resultaba fenomenal…, pero es que, además, no poseía campo gravitatorio alguno, en absoluto.

El vaso de vino de Levin se estrelló contra el suelo.

—Señor presidente —exclamó en un aliento de voz—, Pido que se descalifique acto seguido al caballero. No puede existir masa alguna que no deforme el espacio en sus proximidades, creando así un campo gravitatorio. El caballero ha hecho una afirmación imposible; por lo tanto, debe ser descalificado —Levin tenía el rostro encarnado de cólera.

Pero Hayes levanto la mano.

—Pido tiempo, señor presidente. La explicación vendrá a su debido momento. Darla ahora sería complicar las cosas. Por favor, ¿puedo continuar?

Yo consideré el caso.

—En vista del carácter de su relato, me siento dispuesto a ser benigno. Se le concede un plazo, pero tensa la bondad de recordar que, a su debido tiempo, deberá dar una explicación. Si no la diera, perdería.

—De acuerdo —dijo Hayes—. Por el momento, ustedes tendrán que aceptar mi declaración de que el planeta
no poseía
gravedad alguna. Es un hecho incuestionable, porque yo llevaba en mi nave un equipo astronómico completo, y aunque mis instrumentos eran de una sensibilidad extraordinaria, registraron siempre un cero absoluto.

»También la recíproca era cierta, porque el planeta era completamente indiferente a la gravedad de otras masas. De nuevo, hago hincapié en que no le afectaba nada,
en absoluto.
Lo que voy a decir no pude determinarlo en aquellos momentos, pero el caso es que la observación subsiguiente, a lo largo de un período de años, me demostró que el planeta se desplazaba en línea recta y a velocidad constante. Hallándose como se hallaba dentro del campo de influencia del Sol, el hecho de que su órbita no fuese elíptica ni hiperbólica y de que, si bien acercándose al Sol, no se acelerase, demostraba que era independiente de la gravedad solar.

—Espere un poco, Hayes —Sebastian hizo una mueca tan pronunciada que se vio el destello de su premolar de oro—. ¿Qué era lo que mantenía unido al tal planeta? Sin gravedad, ¿cómo no se partía y dispersaba?

—En primer lugar, ¡pura inercia! —fue la réplica inmediata—. No había nada que pudiera
partirlo
. Una colisión con otro cuerpo de tamaño similar habría podido obrar tal efecto…, esto sin tomar en cuenta la posibilidad de que el planeta estuviera dotado de una fuerza de cohesión peculiar suya.

Y continuó, con un suspiro:

—Con eso no hemos agotado las propiedades de aquel cuerpo. Su color rojo anaranjado y su bajo poder de reflexión, o albedo, me pusieron sobre otra pista, y descubrí que el planeta era absolutamente transparente para todo el espectro electro-magnético, desde las ondas de radio hasta los rayos cósmicos. Sólo en la región del rojo y el amarillo de la gama de la luz visible era moderadamente opaco. De ahí procedía su color.

—¿Cómo se explica eso? —pidió Murfree. Hayes me miró.

—La pregunta no es razonable, señor presidente. Sostengo que lo mismo podrían preguntarme por qué el vidrio es enteramente transparente para todo lo que esté por encima o por debajo de la región ultravioleta, de modo que el calor, la luz y los rayos lo atraviesan, al tiempo que resulta opaco para la luz ultravioleta. Esto es propiedad de la sustancia misma, y debe aceptarse sin explicación de ninguna clase.

Yo di un golpe con el mazo.

—¡Declaro inadecuada la pregunta!

—Me opongo —objetó Murfree—. Hayes no ha dado una explicación satisfactoria. No hay nada perfectamente transparente. El vidrio, si tiene el grosor suficiente, detendrá hasta los rayos cósmicos. ¿Osará decirnos, pues, que la luz azul, o el calor, por ejemplo, podrían atravesar un planeta entero?

—¿Por qué no? —respondió Hayes—. El hecho de que la transparencia perfecta no exista en las sustancias que usted conoce no significa que no pueda existir en ninguna parte. En verdad, ninguna ley científica sostiene tal principio. El planeta que digo era perfectamente transparente, salvo por una pequeña región del espectro. Ese es un hecho concreto, sacado de la observación.

Mi mazo golpeó de nuevo.

—Declaro satisfactoria la explicación. Continúe, Hayes.

El cigarro se le había apagado; Hayes hizo una pausa Para encenderlo de nuevo. Después prosiguió:

—En otros aspectos, el planeta era normal. No era tan grande como Saturno… su diámetro estaría, quizá, entre el de éste y el de Neptuno. Experimentos posteriores demostraron que poseía masa, aunque resultaba difícil averiguar cuánta… si bien pasaba del doble de la de la Tierra. Poseyendo masa, tenía las propiedades habituales de la inercia y el movimiento mecánico… pero carecía de gravedad.

Eran en ese instante la una y treinta y cinco.

Hayes siguió el movimiento de mis ojos y dijo:

—Sí, sólo nos quedan tres cuartos de hora. ¡Me daré prisa…! Naturalmente, un planeta tan raro me dio que pensar, lo cual, sumado al hecho de que yo había elaborado ya ciertas teorías relativas a los rayos cósmicos y las novas, me condujo a una interesante solución.

Hizo otra pausa para inspirar profundamente:

—Imagínense (si pueden) nuestro cosmos como una nube de… de, pues, unos superátomos que…

—Perdone —exclamó Sebastian, poniéndose en pie—, ¿se propone fundar toda o parte de su explicación en el trazado de analogías entre estrellas y átomos, o entre sistemas solares y órbitas electrónicas?

—¿Por qué lo pregunta? —interrogó a su vez Hayes, sin levantar la voz.

—Porque, si lo intenta, pido que le descalifiquen inmediatamente. La creencia de que los átomos son sistemas solares en miniatura se puede equiparar a la idea ptolomeica del universo. Tal supuesto no ha sido nunca aceptado por los científicos, ni siquiera en los mismos albores de la teoría atómica.

—El caballero tiene razón —asentí—. No se permitirá ninguna analogía de esta especie como parte de la explicación.

—Ahora protesto
yo
—exclamó Hayes—. Ustedes recordarán que en el curso de física elemental que les dieron en la escuela, se simulaba muy a menudo (para ilustrar algún punto determinado) que las moléculas de gas eran diminutas bolitas de billar. ¿Significa ello que las moléculas de los gases
sean
realmente bolas de billar?

—No —admitió Sebastian.

—Significa únicamente —fue diciendo Hayes— que las moléculas de los gases se comportan en ciertos aspectos de modo parecido a las bolas de billar. De este modo se visualiza mejor el comportamiento de unas, estudiando el de las otras… Pues bien, yo sólo trato de señalar un fenómeno en nuestro universo de estrellas, y con la única finalidad de dar una imagen fácil, lo comparo a un fenómeno similar, y mejor conocido, del mundo de los átomos. Lo cual no significa que las estrellas sean átomos gigantescos.

Me había convencido.

—El punto está bien enfocado —dije—. Puede continuar su explicación, pero si la presidencia considera que la analogía deriva por mal camino, quedará usted descalificado.

—De acuerdo —aceptó Hayes—, pero, de momento, pasemos a otro punto. ¿Se acuerda alguno de ustedes de las primeras centrales atómicas, de hace ciento setenta años, y de cómo funcionaban?

—Creo —murmuró Levin— que cómo energía utilizaban el método clásico de fisión del uranio. Bombardeaban uranio con neutrones lentos y lo descomponían en masurio bario, rayos gamma y más neutrones, estableciendo así un proceso cíclico.

—¡En efecto! Bien, imaginen que el universo estelar actuase en ciertas cosas (fíjense bien, esto es una metáfora; no hay que tomarlo al pie de la letra) como un conjunto compuesto de átomos de uranio, e imagínense ese universo estelar bombardeado desde el exterior con objetos que pudieran actuar en algunos sentidos de manera similar acomo actúan los neutrones a escala atómica.

»Uno de tales súper-neutrones, al chocar contra un sol, provocaría la explosión de éste, convirtiéndolo en radiaciones y nuevos súper-neutrones. En otras palabras, tendrían ustedes una nova. —Hayes paseó la mirada por el concurso, en espera de objeciones.

—¿Cómo justifica tal idea? —preguntó Levin.

—De dos maneras: una, lógica; otra, por la observación. Primero, la lógica. Las estrellas se encuentran esencialmente en un equilibrio materia-energía, y sin embargo, repentinamente, sin que se haya podido observar ningún cambio, ni espectral ni de otra clase, alguna que otra vez, explotan. Una explosión indica inestabilidad; pero ¿dónde? No será en el interior de la estrella, Porque ha estado en equilibrio durante millones de años. No será desde un determinado punto del interior del universo, porque las novas se reparten, más o menos por igual, por todo el universo. Así pues, por eliminación, hemos de concluir que desde un punto de
fuera
del universo.

»Segundo, por la observación. ¡Yo me topé con uno de esos súper-neutrones!

Murfree protestó, indignado:

—Supongo que se refiere al planeta sin gravedad que se encontró.

—En efecto.

—Entonces, ¿qué le hace pensar que se trata de un súper-neutrón? No puede utilizar su teoría como prueba porque precisamente está aprovechando el propio súper- neutrón para sostener su teoría. Aquí no nos permitimos argumentar en círculos.

—Lo sé —declaró Hayes, mosqueado—. Emplearé nuevamente la lógica. El mundo de los átomos posee una fuerza cohesiva en la carga electromagnética de electrones y protones. El mundo de las estrellas posee una fuerza cohesiva en la gravedad. Las dos fuerzas sólo se parecen de una manera muy general. Por ejemplo, hay dos clases de cargas eléctricas, y en cambio sólo existe una clase de gravedad… y queda todavía un sinfín de otras diferencias menores. Sin embargo, hasta este punto me parece permisible una analogía. Un neutrón, a escala atómica, es una masa privada de la fuerza cohesiva atómica: la carga eléctrica. Un súper-neutrón, a escala estelar,
habría de
ser una masa sin la fuerza cohesiva estelar: la gravedad. Por consiguiente, si encuentro un cuerpo sin gravedad, parece razonable suponerlo un súper-neutrón.

—¿Considera lo dicho una prueba rigurosamente científica? —preguntó con sarcasmo Sebastian.

—No —admitió Hayes—, pero es lógico, no contradice los hechos científicos que yo conozco, y nos proporciona una explicación consistente de las novas. Lo cual debería bastar para nuestro objetivo inmediato.

Murfree tenía la vista clavada en las uñas.

—¿Y adonde se dirige precisamente ese súper-neutrón?

—Veo que se adelanta a los acontecimientos —dijo Hayes con acento sombrío—. Fue lo que me pregunté yo entonces. Hoy, a las dos y nueve minutos y medio, chocara de frente con el Sol, y ocho minutos después, la radiación resultante del estallido borrará a la Tierra del número de los planetas.

—¿Cómo no informó de todo eso? —ladró Sebastian.

—¿Para qué? No se podía cambiar nada. No podemos manejar masas astronómicas. Ni siquiera toda la energía que pudiera reunirse en la Tierra habría bastado para desviar de su trayectoria ese enorme cuerpo. Además, no se puede escapar a otro punto del Sistema Solar porque Neptuno y Plutón se convertirán en gas lo mismo que los otros planetas, y los viajes interestelares todavía son absolutamente imposibles. Por consiguiente, como el hombre no puede existir independientemente en el espacio, está sentenciado.

»¿Para qué ir a explicar estas cosas? ¿Qué habría conseguido convenciendo a los que me escucharan que la condena a muerte ya estaba firmada? Suicidios, oleadas de crímenes, orgías, mesías, evangelistas y todo lo malo y baladí que puedan ustedes imaginarse. Además, ¿es tan terrible la muerte a consecuencia de una nova? Es una muerte instantánea y limpia. A las dos diecisiete minutos estás aquí, y a las dos dieciocho minutos eres una tenue masa de gas. Es una muerte tan rápida y fácil que casi no significa morir.

Estas palabras fueron seguidas de un prolongado silencio. Yo me sentía inquieto. Hay mentiras y mentiras, pero ésta sonaba muy verídica. En Hayes no se observaba aquel leve doblar el labio ni el destellito en los ojos que constituyen la señal del triunfo cuando uno ha logrado colar una de las gordas. Estaba serio, terriblemente serio. Comprendí que los demás pensaban lo mismo. Levin bebía sorbitos de vino, y la mano le temblaba.

Por fin Sebastian tosió ruidosamente.

—¿Cuándo descubrió ese súper-neutrón, y dónde?

—Hace quince años, a más de ciento cincuenta mil millones de kilómetros del Sol.

—¿Y durante todo este tiempo esa masa ha venido acercándose al Sol?

—Sí, a la velocidad constante de tres kilómetros y tres décimas por segundo.

—¡Magnífico, ya le he cogido! —Sebastian casi reía dé alivio—. ¿Y cómo no lo han localizado los astrónomos en todo este tiempo?

—¡Dios mío! —respondió impaciente Hayes—. Se ve claramente que usted no es astrónomo. Veamos, ¿qué tonto intentaría mirar hacia el Polo Sur Celeste en busca de un planeta, si sólo se los encuentra en la eclíptica?

—No obstante —indicó Sebastian—, aquella región estudian igualmente. La fotografían.

—¡Sin duda! Por lo que me consta al súper-neutrón lo han fotografiado un centenar de veces (un millar de veces, si lo prefiere) aunque el Polo Sur es la región menos observada del cielo. Pero ¿qué hay que lo diferencie de una estrella? Con su bajo albedo, nunca pasó de h onceava magnitud en luminosidad. Al fin y al cabo, bastante cuesta ya, en todos los casos, detectar un planeta. A Urano lo localizaron muchísimas veces antes de que Herschel se diera cuenta de que era un planeta. A Plutón costó años enteros encontrarlo, a pesar de que iban buscándolo. Recuerden además que, no poseyendo gravedad, no causa perturbaciones planetarias, y que esta carencia de perturbaciones elimina la indicación más palmaria de su presencia.

—Pero —insistió Sebastian, desesperadamente— al acercarse al Sol, su tamaño aparente aumentaría y empezaría a notarse un disco bien perceptible en un telescopio. Aunque poseyera una luz reflejada muy débil, oscurecería, sin duda alguna, las estrellas que se encontraran detrás.

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