Cuentos completos (266 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—¿Ha sacado algo en claro de todo este lío, doctor?

—No mucho —admitió el físico—, pero me ha dado una o dos pistas. Tendremos que consultar ese libro de Beg, pero no tengo grandes esperanzas. Se limitará a repetir lo que acabamos de oír. Doctor Ullen, ¿hay alguna obra científica en su planeta?

El marciano se entristeció.

—No, doctor Thorning, todas fueron destruidas durante la reacción kaliniana. En Marte, no creemos en la ciencia. La historia ha demostrado que la ciencia no proporciona la felicidad —Se volvió al joven terrícola que le acompañaba—: Johnnie, vayámonos, por favor.

Korsakoff les despidió con un signo de la mano.

Ullen se inclinó con cuidado sobre el manuscrito totalmente mecanografiado e insertó una palabra. Dirigió una brillante mirada a Johnnie Brewster, que movió la cabeza y colocó una mano sobre el brazo del marciano. Su frente se contrajo aún más.

—Ullen —dijo con voz sorda—. Vas a tener problemas.

—¿Eh? ¿Yo? ¿Problemas? Pero, Johnnie, eso no es cierto. Mi libro está saliendo muy bien. El primer volumen ya está terminado y, aparte de los últimos toques, está listo para ir a la imprenta.

—Ullen, si no puedes facilitar una información concreta del desintegrador al gobierno, no respondo de las consecuencias.

—Pero si les dije todo lo que sabía…

—No es suficiente. No lo es. Tienes que recordar algo más, Ullen,
tienes
que hacerlo.

—Pero es imposible recordar algo que nunca se ha sabido; es un axioma —Ullen se enderezó en su asiento, apoyándose en una muleta.

—Lo sé —la boca de Johnnie se contrajo en una mueca de tristeza—, pero tienes que comprenderlo.

»Los venusianos controlan el espacio; nuestras guarniciones del asteroide han sido aniquiladas, y la semana pasada cayeron Pobos y Deimos. Se han roto las comunicaciones entre la Tierra y la Luna y sólo Dios sabe cuánto tiempo resistirá la guarnición lunar. La misma Tierra no está segura, y los bombardeos son cada vez más graves. Oh, Ullen, ¿no lo entiendes?

El aspecto de confusión del marciano se acentuó.

—¿La Tierra está perdiendo?

—¡Dios mío, sí!

—Pues tendréis que rendiros. Es lo lógico. ¿Por qué empezasteis todo esto… estúpidos terrícolas? Johnnie apretó los dientes.

—Pero si tuviéramos el desintegrador, no perderíamos.

Ullen se encogió de hombros.

—Oh, Johnnie, empieza a resultar pesado oír siempre la misma cantinela. Los terrícolas tenéis una mente reiterativa. Mira, ¿no te sentirías mejor si te leyera mi manuscrito? Sería muy conveniente para tu intelecto.

—Muy bien, Ullen, tú lo has querido, y voy a decírtelo. Si no dices a Thorning lo que quiere saber, te arrestarán y serás juzgado por traición.

Hubo un corto silencio, y después un confuso balbuceo:

—T-traición. Quieres decir que he sido desleal a… —El historiador se quitó los lentes y los limpió con una mano temblorosa—. No es verdad. Estás tratando de asustarme.

—Oh, no, no lo hago. Korsakoff cree que sabes más de lo que dices. Está seguro de que pretendes obtener un buen precio, o, más probablemente, que has vendido la información a los venusianos.

—Pero Thorning…

—Thorning tampoco está muy seguro. Tiene que pensar en su propio pellejo. Los gobiernos terrestres no se caracterizan por su sensatez en momentos de apuro. —Sus ojos se llenaron súbitamente de lágrimas—. Ullen, debe haber algo que puedas hacer. No sólo por ti…, también por la Tierra.

Ullen respiró entrecortadamente.

—Piensan que yo
vendería
mis conocimientos científicos. ¿Con este insulto me pagan mi sentido de la ética, mi integridad científica? —Su voz estaba llena de furia, y por primera vez desde que Johnnie le conocía, prorrumpió en un torrente de palabras marcianas—. Pues bien, no diré ni una palabra —concluyó—. Que me metan en la cárcel o me maten, pero este insulto no voy a olvidarlo.

La firmeza de sus ojos era inconfundible, y los hombros de Johnnie se hundieron. El terrícola no se movió al ver centellear la luz intermitente.

—Abre, Johnnie —dijo el marciano, en voz baja—. Vienen a buscarme.

Al cabo de un momento, la habitación estuvo llena de uniformes verdes. El doctor Thorning y los dos que le acompañaban eran los únicos que iban vestidos de civiles.

Ullen luchó por levantarse.

—Caballeros, no digan nada. Me han informado que creen que estoy vendiendo lo que sé…
vendiendo por dinero
—escupió las palabras—. Es algo que nunca se ha dicho de mí… algo que no me merezco. Si lo desean, pueden encarcelarme inmediatamente, pero no diré ni una palabra más… ni tendré ningún otro contacto con el gobierno de la Tierra.

Un oficial vestido de verde se adelantó al instante, pero el doctor Thorning le detuvo con un gesto.

—Bueno, doctor Ullen —dijo con jovialidad—, no se precipite. Sólo he venido a preguntarle si ha recordado algún hecho adicional. Cualquier cosa, no importa su insignificancia…

Hubo un silencio pétreo. Ullen se apoyó con fuerza sobre las muletas, pero permaneció erguido.

El doctor Thorning se sentó imperturbablemente encima de la mesa del historiador, y cogió el montón de páginas mecanografiadas.

—Ah, éste es el manuscrito del que me hablaba Brewster —Lo miró con curiosidad—. Bueno, supongo que se da cuenta de que su actitud obligará al gobierno a confiscarle todo esto.

—¿Eh? —La severa expresión de Ullen se trocó en otra de consternación. Su muleta se cayó y él se derrumbó en la silla.

El físico detuvo la débil mano del otro.

—No le ponga las manos encima, doctor Ullen, yo me ocuparé de esto —Hojeó las páginas, que crujieron—. Verá, si usted es arrestado por traición, sus escritos se convierten en subversivos.

—¡Subversivos! —La voz de Ullen era ronca—. Doctor Thorning, no sabe lo que está diciendo. Es mi…, mi gran labor —habló secamente—. Por favor, doctor Thorning, deme mi manuscrito.

El otro lo sostuvo frente a los temblorosos dedos del marciano.


Si… —
dijo.

—¡Pero no

nada!

El sudor corría por la pálida cara del historiador. Su voz salió confusamente:

—¡Tiempo! ¡Deme tiempo! Pero déjeme pensar… y, por favor, no le haga nada al manuscrito.

Los dedos del otro se posaron con fuerza sobre el hombro de Ullen.

—Ayúdeme, porque quemaré su manuscrito dentro de cinco minutos, si…

—Espere, se lo diré. En alguna parte —no sé dónde— se decía que en el arma se empleaba un metal especial para algunos de los cables. No sé qué metal, pero el agua lo estropeaba y tenía que estar alejado de ella… también el aire. Era…

—¡Por el sagrado
Júpiter! —
gritó uno de los compañeros de Thorning—. Jefe, ¿no recuerda el trabajo de Aspartier sobre los cables de sodio en una atmósfera de argón, hace cinco años?

Los ojos del doctor Thorning trataron de recordar.

—Espere… espere… espere…
¡Maldita sea!
Lo teníamos delante de las narices…

—Lo sé —gritó repentinamente Ullen—. Fue en Karisto. Estaba discutiendo la caída de Gallonie y ésta era una de las causas menores —la carencia de ese metal— y después mencionó…

Hablaba a una habitación vacía, y guardó un silencio de asombrado aturdimiento durante un rato.

Y después, «¡Mi manuscrito!» Lo recuperó de donde yacía, diseminado por el suelo, cojeando penosamente a su alrededor, alisando con cuidado todas las hojas arrugadas.

—Los muy bárbaros… ¡tratar de este modo el trabajo de un gran científico!

Ullen abrió otro cajón y removió su contenido. La cerró y miró malhumoradamente a su alrededor.

—Johnnie, ¿dónde he puesto aquella bibliografía? ¿La has visto?

Miró hacia la ventana.

—¡Johnnie!

Johnnie Brewster dijo:

—Espera un momento, Ullen. Aquí llegan.

Las calles eran una explosión de color. En una larga hilera, de rígidos movimientos, el Ejército Verde desfilaba por la avenida, mientras el aire se llenaba de confeti y caía sobre sus cabezas una lluvia de cinta de teleimpresor. El bramido de la multitud era apagado, silencioso.

—Ah, los muy tontos —musitó Ullen—. Estaban igual de contentos cuando empezó la guerra y hubo un desfile igual que éste… y ahora otro. ¡Qué tontería! —Volvió a cojear hacia su silla.

Johnnie le siguió.

—El gobierno da tu nombre a un nuevo museo, ¿verdad?

—Sí —fue la seca respuesta. Escudriñó inútilmente por debajo de la mesa—. El Museo de la Guerra Ullen… y estará lleno de armas antiguas, desde los cuchillos de piedra hasta los cohetes antiaéreos. Este es el extraño sentido de la Tierra sobre la conveniencia de las cosas.
¿Dónde
diablos está esa bibliografía?

—Aquí —dijo Johnnie, sacando el documento del bolsillo del chaleco de Ullen—. Vencimos gracias a tu arma, antigua para ti, así que es conveniente en cierto modo.

—¡Vencisteis! ¡Claro! Hasta que Venus se rearme, vuelva a prepararse y empiece a luchar para vengarse. Toda la historia muestra… pero no importa. Esta conversación es inútil —Se sentó cómodamente en su sillón—. Mira, déjame que te enseñe una verdadera victoria. Déjame que te lea parte del primer volumen de mi obra. Ya sabes que está imprimiéndose.

Johnnie se echó a reír.

—Adelante, Ullen. En este momento estoy dispuesto a que me leas tus doce volúmenes completos…, palabra por palabra.

Y Ullen sonrió amablemente.

—Le iría muy bien a tu intelecto —dijo.

Super-Neutrón (1941)

“Super-Neutron”

En la séptima reunión de la honorable Sociedad de Ananías tuvimos el mayor susto de nuestras vidas, y después elegimos presidente vitalicio a Gilbert Hayes.

La Sociedad no tiene muchos afiliados. Antes de la elección de Hayes éramos cuatro, solamente: John Sebastian, Simón Murfree, Morris Levin y yo. El primer domingo de cada mes comíamos juntos, y en tales ocasiones justificábamos el nombre de nuestra sociedad jugándonos el pago de la cuenta al juego de quién mentía mejor.

Resultaba un proceso bastante complicado, con reglas parlamentarias estrictas. Un miembro soltaba un relato, en cada reunión, cuando le tocaba el turno, aunque ateniéndose a dos condiciones: tal relato había de ser un embuste descarado, complicado y fantástico;
pero
había de parecer real. Los demás socios tenían derecho —y lo ejercían— a atacar todos y cada uno de los puntos del relato haciendo preguntas o pidiendo explicaciones. ¡Ay del narrador que no respondiera a todas las preguntas inmediatamente, o que, al contestar, incurriese en una contradicción! ¡Cargaba con la cuenta! La pérdida financiera no era grande; el deshonor, sí.

Y entonces tuvo lugar aquella séptima reunión… y llegó Gilbert Hayes. Hayes era uno de los diversos no-socios que asistían de vez en cuando para escuchar la tanda de mentiras de sobremesa, pagándose cada cual su comida, y, naturalmente, sin voz ni voto en lo que sucediera. Pero en esta ocasión era el único de dicho grupo que asistía.

La comida había terminado. Fui elegido presidente de la asamblea (me tocaba por turno regular) y se había leído el acta, cuando he aquí que Hayes se inclinó sobre la mesa y dijo en voz baja:

—Caballeros, hoy desearía que me diesen una oportunidad.

—A los ojos de la Sociedad —repliqué yo, arrugando el ceño—, usted no existe, señor Hayes. Es imposible que tome parte.

—Entonces, permítame solamente que haga una declaración —repuso él—. El Sistema Solar llegará a su fin a las dos y siete minutos y medio de esta tarde, exactamente.

Todo el grupo sufrió una sacudida infernal. Yo levanté los ojos hacia el reloj eléctrico que había sobre el televisor. Era la una y catorce minutos.

—Si tiene algo en qué sustanciar tan extraordinaria declaración —dije, titubeando—, será sin duda muy interesante. Hoy le toca el turno a Levin; pero si está dispuesto a renunciar, y el resto de la Sociedad lo acepta…

Levin sonrió, asintiendo, y los demás se le sumaron.

Yo di el golpe de ritual con el mazo.

—El señor Hayes tiene la palabra.

Hayes encendió un cigarro puro y se quedó mirándolo pensativamente.

—Dispongo de poco más de una hora, caballeros, a pesar de lo cual empezaré por el principio, que se remonta a unos quince años atrás. Aunque luego dimití, por aquellas fechas era yo un astrofísico del Observatorio de Yerkes; era joven pero ya una promesa. Y me afanaba persiguiendo la solución de uno de los enigmas perennes de la astrofísica: la fuente de los rayos cósmicos. Además, estaba lleno de ambición.

Hizo una pausa, y continuó en tono distinto:

—Ya saben, es raro que, con todo nuestro bagaje científico, en estos dos siglos últimos no hayamos encontrado dicha misteriosa fuente ni tampoco la igualmente misteriosa razón de que una estrella explote. Son los dos enigmas eternos, y sabemos tan poca cosa de ellos en la actualidad como sabíamos en tiempos de Einstein, Eddington y Millikan.

»Sin embargo, como decía, yo pensaba llegar a dominar el rayo cósmico, y en consecuencia, me puse a verificar mis ideas mediante la observación, para lo cual tenía que salir al espacio exterior. De todos modos, la operación no resultaba tan sencilla. Vean ustedes, estábamos en el año 2129, recién terminada la última guerra, y el Observatorio estaba casi destrozado… ¿Acaso no lo estábamos todos?

»Saqué el mejor partido posible de la situación. Alquilé un modelo 07 viejo y de segunda mano, amontoné dentro mis aparatos y emprendí el vuelo solo. Es más, tuve que salir a hurtadillas del aeropuerto, sin los documentos de rigor, pues no tenía ganas de someterme al papeleo que el ejército de ocupación me habría impuesto. Era ilegal, pero yo quería recoger los datos que necesitaba, por lo que me dirigí en ángulo recto hacia la eclíptica, en dirección al Polo Sur Celeste, aproximadamente, y dejé al Sol a ciento sesenta mil millones de kilómetros detrás de mí.

»El viaje y los datos que recogí carecen de importancia. Jamás informé a nadie de uno ni de los otros. El meollo del relato está en el planeta que encontré.

En este punto, Murfree enarcó aquellas pobladas cejas que tenía y refunfuñó:

—Quisiera advertir al caballero, señor presidente, que hasta la fecha ningún socio de esta Sociedad ha salido sin despellejar, si quiso inventarse un planeta de mentirijillas.

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