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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (261 page)

BOOK: Cuentos completos
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—¿Cómo piensas hacerlo? —inquirió Allen al terminar de leer.

—Estoy tratando de enseñártelo —contestó George, y Allen se dio cuenta entonces de que habían dejado la central y se hallaban en las cavernas.

George abrió la marcha durante cinco minutos y se detuvo frente a un objeto muy voluminoso que apenas se veía en la oscuridad. Encendió la luz de la sección y dijo:

—¡Un camión de arena!

El camión de arena no era un objeto que impresionara. Con el coche propulsor delante y los tres descubiertos vagones de carga detrás, brindaba una imagen de absoluta decrepitud. Quince años atrás había sido relegado al desuso por los trineos de arena y los cohetes de carga.

El de Ganímedes decía:

—Yo mismo lo he repasado hace una hora y sigue en buen estado. Tiene escudos, unidad de aire acondicionado para el coche propulsor y un motor de combustión interna.

El otro levantó la vista con viveza. Había una desagradable expresión en su rostro.

—Quieres decir que quema combustible químico.

—¡Sí! Gasolina. Por eso me gusta. Me recuerda a Ganímedes. Allí tenía un coche con un motor que…

—Pero espera un momento. No tenemos nada de gasolina.

—No, yo diría que no. Pero por aquí tenemos mucho hidrocarburo líquido. ¿Qué hay del solvente D? Es octano en su mayor parte. Tenemos tanques llenos de él.

Allen dijo:

—Está bien… pero el camión sólo tiene dos plazas.

—Ya lo sé. Una es para mí.

—Y la otra para mí.

George gruñó:

—Hubiera apostado a que dirías eso… pero no será cuestión de apretar un botón. ¿Dirías que serás capaz… terrícola?

—Diría que lo soy, ganimediano.

Hacía dos horas que había salido el sol, antes de que el motor del camión de arena se pusiera en marcha, pero en el exterior la oscuridad se había hecho aún más profunda.

Accionaron la palanca hacia abajo y la puerta doble se separó con dificultad, a causa de la arena que la obstruía. A través de un remolino de polvo, el camión salió, y detrás de él unas figuras cubiertas de arena se sacudieron los cascos y volvieron a cerrar las puertas.

George Carter, habituado por su larga experiencia en Ganímedes, hizo frente al súbito cambio de gravedad que encontraron al dejar el campo gravitatorio protector de las cavernas con una prolongada aspiración. Mantuvo las manos firmemente agarradas al volante. Sin embargo, su hermano terrícola se encontró en una situación muy distinta. El apretado y nauseabundo nudo que contrajo su estómago se aflojó con gran lentitud y pasó mucho rato antes de que su irregular y estertórea respiración volviera a recobrar algo de normalidad.

Y, no obstante, el terrícola se dio cuenta de la larga mirada de reojo del otro y de la sonrisa que distendió sus labios.

Los kilómetros pasaban lentamente, pero la impresión de inmovilidad era casi tan completa como en el espacio. Los alrededores aparecían grises… uniformes, monótonos e invariables. El ruido del motor era un zumbido ronco, y el chasquido del purificador de aire que había detrás, un tictac soñoliento. De vez en cuando, llegaba una racha de viento especialmente fuerte, y un golpeteo de arena sonaba contra la ventanilla con un millón de minúsculos ruidos distintos.

George no apartaba la vista de la brújula que tenía delante. El silencio era casi opresivo.

Y entonces el de Ganímedes volvió la cabeza, y gruñó:

—¿Qué le pasa al maldito ventilador?

Allen se enderezó lo más que pudo, hasta que tocó el techo con la cabeza, y entonces palideció.

—Se ha detenido.

—Pasarán horas antes de que termine la tormenta. Hasta entonces necesitamos aire. Métete ahí detrás y vuelve a ponerlo en marcha —Su voz era categórica y terminante.

—Aquí —dijo, mientras el otro se introducía, por encima de su hombro, en la parte posterior del coche—. Aquí está la caja de herramientas. Tienes unos veinte minutos antes de que el aire esté demasiado viciado como para respirar. Ya lo está bastante.

Hubo un ruido de lucha detrás de él y después se oyó la voz de Allen:

—Maldita cuerda. ¿Qué hace aquí? —Hubo un martillazo y después una maldición de repugnancia.

—Esto está lleno de herrumbre.

—¿Alguna otra cosa estropeada? —preguntó el ganimediano.

—No lo sé. Espera a que limpie esto.

Más martillazos y el áspero sonido casi continuo de rascar.

Allen se recostó de nuevo en su asiento. Tenía el rostro bañado de sudor y herrumbre, y al pasarse la palma de una mano igualmente húmeda y recubierta de orín, no hizo más que empeorar las cosas.

—Esta bomba se sale como una olla agujereada, ahora que he quitado la herrumbre que la envolvía. La he puesto a su velocidad máxima, pero lo único que hay entre ella y una avería definitiva es una oración.

—Empieza a rezar —dijo bruscamente George—. Ruega por tener un botón que apretar.

El terrícola frunció el ceño, y miró frente a sí con adusto silencio.

A las cuatro de la tarde, el ganimediano observó:

—El aire empieza a ser menos denso, o así lo parece.

Allen se puso alerta. Dentro, el aire estaba viciado y húmedo. El ventilador posterior crujía sibilantemente entre un chasquido y otro y éstos se espaciaban cada vez más. Ahora ya no duraría mucho tiempo.

—¿Cuánto terreno hemos cubierto?

—Cerca de una tercera parte de la distancia —fue la contestación—. ¿Cómo te las arreglas?

—Bastante bien —respondió Allen. Se retiró otra vez al interior de su concha.

Llegó la noche y las primeras brillantes estrellas del firmamento marciano se dejaron ver cuando, con un último, inútil y prolongado swi-i-i-s-s-sh, el ventilador se detuvo.

—¡Maldita sea! —exclamó George—. No puedo seguir respirando esta sopa por más tiempo. Abre las ventanillas.

El frío aire marciano penetró en el interior y con él los últimos indicios de arena. George tosió, mientras se ponía la gorra de lana sobre las orejas y conectaba la calefacción.

—Sigo masticando granos de arena.

Allen contemplaba melancólicamente el cielo.

—Allí está la Tierra… con la Luna siguiéndola de cerca.

—¿La Tierra? —repitió George con mordaz desprecio. Señaló con el dedo hacia el horizonte—. Ahí está el viejo y querido Júpiter.

Y echando la cabeza hacia atrás, cantó con profunda voz de barítono:

Cuando la dorada órbita de Jove

reluce en el cielo,

mi alma desea ir

a esa tierra feliz que conozco,

de nuevo al viejo y querido Ganíme-e-e-e-e-edes.

La última nota vibró y se quebró, y su sonido se repitió una y otra vez a un ritmo cada vez más fuerte, hasta que su vibrante aullido alcanzó una intensidad capaz de volver sordo a cualquiera.

Allen contemplaba a su hermano con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo lo has hecho?

George sonrió.

—Es el trino de Ganímedes. ¿No lo habías oído antes?

El terrícola movió la cabeza.

—Había oído hablar de él, pero nada más.

El otro hizo gala de un poco más de cordialidad.

—Bueno, naturalmente, sólo puedes hacerlo en una atmósfera poco densa. Tendrías que oírme en Ganímedes. Cuando me sale bien, soy capaz de sacar a cualquiera de su silla. Espera a que beba un poco de café, y te cantaré el verso veinticuatro de la
Balada de Ganímedes.

Respiró profundamente:

Hay una doncella de cabellos rubios a la que amo

bajo la luz de Jove

y está allí esperándome a mí-i-i-i-i-i.

Entonces…

Allen le agarró por el brazo y le sacudió. El ganimediano se interrumpió.

—¿Qué pasa? —inquirió vivamente.

—Acaba de oírse un ruido en el techo. Hay algo ahí arriba.

George alzó la mirada.

—Coge el volante. Subiré hasta allí.

Allen movió la cabeza.

—Iré yo mismo. No me veo capaz de llevar este primitivo artefacto.

Al cabo de un segundo se encontraba en el estribo.

—No te pares —gritó, y subió un pie al techo.

Se quedó inmóvil en esta posición al distinguir dos ojos amarillos que le contemplaban con fijeza. No tardó más de un segundo en comprender que estaba cara a cara con un kaezel, una situación tan desagradable como encontrarse a una serpiente cascabel en la cama.

Sin embargo, no había tiempo para comparaciones mentales entre su posición y los apuros de la Tierra, puesto que el kaezel se abalanzó sobre él, con sus colmillos venenosos brillando a la luz de las estrellas.

Allen lo esquivó desesperadamente y perdió el equilibrio. Cayó sobre la arena con un golpe sordo, y el cuerpo frío y cubierto de escamas del reptil marciano se abalanzó sobre él.

La reacción del terrícola fue casi instintiva. Alzó la mano y la dejó caer con fuerza sobre el pequeño hocico de la criatura.

En aquella posición, la bestia y el hombre se inmovilizaron como estatuas exánimes. El hombre temblaba y, en su interior, el corazón le latía a una gran velocidad. Apenas se atrevía a moverse. En la insólita gravedad marciana, vio que no podía controlar el movimiento de sus extremidades. Los músculos se contraían casi por decisión propia y las piernas se movían cuando no debían hacerlo.

Trató de mantenerse inmóvil… y pensar.

El kaezel se retorció, y de sus labios, fuertemente cerrados por los músculos terrestres, se escapó un trémulo gemido. La mano de Allen se tornó resbaladiza por el sudor y sintió que el hocico de la bestia giraba un poco dentro de su palma. Lo apretó más, dominado por el pánico. Físicamente, el kaezel no podía competir con un terrícola, aunque éste estuviera cansado, asustado y no acostumbrado a la gravedad… pero un mordisco, en cualquier parte era todo lo que necesitaba.

El kaezel dio un repentino tirón; dobló la espalda y sacudió las patas. Allen lo sostuvo con ambas manos, pues no podía dejarlo escapar. No tenía pistola ni cuchillo. En el llano desierto de arena no había ninguna roca con la que pudiera aplastarle el cráneo. El camión de arena hacía rato que había desaparecido en la noche marciana, y estaba solo… solo con el kaezel.

Desesperado, lo retorció. La cabeza del kaezel se inclinó. Oía su respiración entrecortada… y de nuevo dejó escapar aquel débil gemido.

Allen se colocó sobre él y apretó las rodillas contra su abdomen, frío y cubierto de escamas. Torció la cabeza más y más. El kaezel luchaba desesperadamente, pero los bíceps de Allen mantuvieron la presión. Casi podía sentir la agonía de la bestia en sus últimas etapas, cuando reunió toda su fuerza… y algo se rompió con un crujido.

El animal se inmovilizó.

Allen se puso en pie, a punto de sollozar. El viento de la noche marciana le cortaba la cara y el sudor se le heló en el cuerpo. Se hallaba solo en el desierto.

Se produjo la reacción. Sintió un intenso zumbido en los oídos. Le fue difícil soportarlo. El viento era cortante, pero ya no lo notaba.

El zumbido se tradujo en una voz… una voz que llamaba fantasmagóricamente a través del viento marciano:

—Allen, ¿dónde estás? Maldito seas, ingenuo, ¿dónde estás? ¡Allen!
¡Allen!

Una nueva vida inundó al terrícola. Se echó el cadáver del kaezel sobre los hombros y se dirigió tambaleándose hacia la voz.

—Aquí estoy, ganimediano. Aquí mismo.

Tropezó ciegamente y fue a caer en brazos de su hermano.

George empezó con voz ronca:

—Maldito terrícola, ¿ni siquiera puedes mantenerte de pie sobre un camión de arena que se mueve a quince kilómetros por hora? Yo hubiera…

Su voz se desvaneció en una especie de gorjeo.

Allen dijo con cansancio:

—Había un kaezel en el techo. Me hizo caer. Toma, ponlo en alguna parte. Hay una recompensa de cien dólares por cada piel de kaezel que se lleve a Aresópolis.

Durante la media hora siguiente no se dio cuenta de nada. Cuando su mente se aclaró, volvía a encontrarse en el camión con el sabor de café caliente en la boca.

George se hallaba sentado junto a él en silencio, con los ojos fijos en el desierto que tenían delante. Pero al cabo de un rato, se aclaró la garganta y lanzó una penetrante mirada a su hermano. Había una extraña expresión en sus ojos.

Allen dijo:

—Escucha, ahora ya estoy despierto, y tú pareces medio muerto, así que, ¿qué te parecería enseñarme ese «trino de Ganímedes» tuyo? Es capaz de despertar a un muerto.

El ganimediano le miró con mayor fijeza y después dijo ásperamente:

—Claro que sí, mírame la nuez mientras lo hago de nuevo.

El sol se hallaba a medio camino de su cenit cuando llegaron al canal.

—Mira, el canal está ahí enfrente.

El canal —un pequeño afluente del gran Canal Jefferson— no contenía más que unas gotas de agua en aquella estación del año. Era tan sólo una sucia y serpenteante línea de humedad. Rodeándolo por ambos lados, aparecían las áreas pantanosas de barro negro que iban a llenarse hasta convertirse en una rápida corriente fría como el hielo en el plazo de un año terrestre.

El camión descendió por el barro cayó torpemente en los charcos. Avanzó dando tumbos sobre las rocas; los cubos de las ruedas se llenaron de barro en su camino a través del oscuro canal y después se dispuso a iniciar el ascenso.

Y entonces, con una rapidez que lanzó a los dos ocupantes fuera de sus asientos, el camión derrapó, hizo un esfuerzo inútil por seguir adelante, y se negó a continuar.

Los hermanos se apresuraron a bajar y examinaron la situación. George juró rabiosamente, con la voz más ronca que nunca.

Allen echó la cabeza hacia atrás con cansancio.

—Bueno, no te quedes ahí mirándolo. Todavía nos faltan ciento cincuenta kilómetros o más para llegar a Aresópolis. Tenemos que salir de aquí.

—Claro, pero ¿cómo? —Sus imprecaciones se transformaron en una respiración sibilante, mientras se introducía en el camión para coger la cuerda de la parte posterior. La contempló dubitativamente.

—Métete ahí, Allen, y cuando yo tire, aprieta a fondo este pedal con el pie.

Ató la cuerda al eje frontal mientras hablaba. La arrastró tras de sí al tiempo que andaba pesadamente con el barro hasta los tobillos, y la atirantó.

—Muy bien, ahora,
¡aprieta! —
gritó. Su rostro se tornó púrpura con el esfuerzo y los músculos de su espalda se contrajeron.

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