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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (256 page)

BOOK: Cuentos completos
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Sucedió antes de que se dieran cuenta de ello. Hubo un momentáneo destello de luz y después un rechinar y un clic, al cerrarse las portillas que miraban al Sol.

—¡Mira —gritó Roy—, las estrellas! ¡Ya hemos salido! —Lanzó una extática mirada de felicidad hacia el termómetro—. Bueno, viejo amigo, de ahora en adelante subimos otra vez. —Se envolvió mejor en las mantas, pues el frío aún persistía.

Había dos hombres en el despacho de Frank McCutcheon en la sucursal de Venus de Correos del Espacio Unido: el propio McCutcheon y el anciano canoso Zebulon Smith, inventor del Campo Deflector. Smith estaba hablando.

—Pero, señor McCutcheon, es realmente de gran importancia que sepa exactamente cómo ha funcionado mi Campo Deflector. Seguramente ellos han transmitido toda la información posible.

El rostro de McCutcheon era un estudio de indignación mientras mordía el extremo de uno de sus cigarros dos-por-cinco y lo encendía.

—Eso, mi querido señor Smith —dijo—, es exactamente lo que no hicieron. Desde que se alejaron del Sol lo bastante como para establecer comunicación, estuve enviando pedidos de información relativa a la eficacia del Campo. Pero simplemente se niegan a contestar. Dicen que funcionó y que están vivos, añadiendo que nos proporcionarán todos los detalles cuando lleguen a Venus. ¡Eso es todo!

Zebulon Smith suspiró, decepcionado.

—¿No es eso un poco insólito; insubordinación, para llamarlo de algún modo? Pensé que estaban obligados a dar informes completos y todos los detalles solicitados.

—Así es, lo están. Pero son mis mejores pilotos y bastante temperamentales. Tenemos que concederles alguna libertad de acción. Además, les engañé para que hicieran este viaje, bastante arriesgado por cierto, como usted sabe, así que me siento inclinado a ser indulgente.

—Bien, entonces, supongo que debo esperar.

—Oh, no será por mucho tiempo —le aseguró McCutcheon—. Les esperamos hoy mismo, y le aseguro que en cuanto me ponga en contacto con ellos le enviaré un informe detallado. Después de todo, han sobrevivido durante dos semanas a una distancia de veinte millones de millas del Sol, así que su invento es un éxito. Eso debería satisfacerle.

Smith apenas acababa de irse cuando la secretaria de McCutcheon entró, con una expresión perpleja en el rostro.

—Algo va mal con los dos pilotos del
Helio
s, señor McCutcheon —le informó—. Acabo de recibir un boletín del mayor Wade desde Pallas City, donde aterrizaron. Se han negado a asistir a los festejos que se les había preparado, pero en cambio alquilaron inmediatamente un cohete para venir aquí, negándose a revelar la razón. Cuando el mayor Wade trató de detenerlos, se pusieron violentos, según me dijo.

La muchacha dejó la comunicación sobre la mesa.

McCutcheon la miró superficialmente

—¡Humm! Parecen horriblemente temperamentales. Bueno, envíelos a mí en cuanto lleguen. Yo se los quitaré.

Unas tres horas más tarde, el problema de los dos pilotos de mal comportamiento volvió sobre el tapete, esta vez a causa de una súbita conmoción en la recepción. McCutcheon oyó las coléricas voces de dos hombres y después las agudas protestas de su secretaria. De repente, la puerta se abrió de par en par y Jim Turner y Roy Snead irrumpieron en el despacho.

Roy cerró tranquilamente la puerta y apoyó la espalda contra ella.

—No permitas que nadie me moleste hasta que haya terminado —le dijo Jimmy.

—Nadie atravesará esta puerta durante un buen rato —repuso sombríamente Roy—, pero recuerda que prometiste dejar algo para mí.

McCutcheon no había pronunciado ni una palabra, pero cuando vio que Turner sacaba casualmente un par de nudillos de bronce del bolsillo y se las ponía con aire resuelto, decidió que era tiempo de detener la comedia.

—Hola, muchachos —dijo, con una cordialidad desacostumbrada en él—. Me alegro de volver a verles. Tomen asiento.

Jimmy ignoró la oferta.

—¿Tiene algo que decir, algún último deseo, antes de que empiece las operaciones? —Hizo rechinar los dientes con un desagradable sonido.

—Bueno, si lo ponen de este modo —dijo McCutcheon—, podría preguntarles exactamente qué significa todo esto… si no estoy siendo demasiado irracional. Quizá el Deflector era ineficaz y tuvieron un viaje caluroso.

La única respuesta que recibió fue un sonoro resoplido de Roy y una fría mirada por parte de Jimmy.

—Primero —dijo éste—, ¿de quién fue la idea del odioso y repugnante engaño que nos perpetró?

Las cejas de McCutcheon se alzaron por la sorpresa.

—¿Se refiere a las pequeñas mentiras blancas que les conté para convencerles de que fueran? Vaya, eso no fue nada. Simple práctica del oficio, nada más. Vaya, hago cosas peores que esa todos los días y la gente las considera sólo rutina. Además, ¿qué mal les ha hecho?

—Cuéntale nuestro “agradable viaje”, Jimmy —apremió Roy.

—Eso es exactamente lo que voy a hacer —fue la respuesta. Se volvió hacia McCutcheon y adoptó un aire de mártir—. Primero, en este maldito viaje, nos freímos en una temperatura que alcanzó los 150 grados, pero era de esperar y no nos quejamos; estábamos a media distancia entre Mercurio y el Sol.

»Pero después de eso, entramos en esa zona donde la luz nos rodea; la radiación entrante bajó a cero y empezamos a perder calor, pero no un sólo grado al día tal como aprendimos en la escuela de pilotos —se interrumpió para soltar unas cuantas maldiciones nuevas que se le acababan de ocurrir, y luego continuó—: Al cabo de tres días, habíamos bajado a cien y después de una semana, a congelación.

»Entonces, durante una semana entera, siete largos días, seguimos nuestro curso a una temperatura muy inferior congelación. El último día hacía tanto frío que el mercurio se congeló. —La voz de Turner se elevó hasta quebrarse, y en la puerta, un acceso de compasión de sí mismo hizo que Roy lanzara un fuerte suspiro. McCutcheon permanecía inescrutable.

Jimmy prosiguió:

—Allí estábamos sin un sistema de calefacción, de hecho, sin calor de ninguna clase, ni siquiera ropa caliente. Nos congelamos, maldita sea. Teníamos que fundir la comida y derretir el agua. Estábamos rígidos, no podíamos movernos. Le aseguro que era un infierno, con la temperatura contraria. —Hizo una pausa, como si le faltaran las palabras.

Roy Snead le relevó de la carga.

—Estábamos a veinte millones de millas del Sol y yo tenía las orejas congeladas. Congeladas, he dicho. —Sacudió amenazadoramente el puño debajo de la nariz de McCutcheon—. Y fue culpa suya. ¡Usted nos convenció con engaños! Mientras nos helábamos, nos prometimos que volveríamos y le daríamos su merecido, y ahora vamos a cumplir nuestra promesa. —Se volvió hacia Jimmy—. Adelante, empieza, ¿quieres? Hemos perdido bastante tiempo.

—Esperen, muchachos —dijo finalmente McCutcheon—. Déjenme entenderlo bien. ¿Quiere decir que el Campo Deflector funcionó tan bien que mantuvo lejos toda radiación y les sacó todo el calor que había en la nave antes de activarse?

Jimmy gruñó un lacónico asentimiento.

—¿Y se congelaron durante una semana a causa de eso? —continuó McCutcheon.

Un nuevo gruñido.

Y entonces sucedió algo muy extraño e insólito. McCutcheon, el «Viejo Cascarrabias», el hombre sin el músculo de la risa, sonrió. Realmente mostró sus dientes en un rictus. Y lo que es más, el rictus creció más y más ancho que finalmente se escuchó una risita mohosa y largamente no utilizada, cada vez más fuerte, hasta convertirse en verdadera carcajada, y la carcajada en bramido. Con una explosión estentórea, McCutcheon compensó toda una vida de amarga acritud.

Las paredes retumbaron, los vidrios de las ventanas traquetearon, y las homéricas carcajadas no cesaban. Roy y Jimmy, estaban con la boca abierta, completamente estupefactos. Un desconcertado contable asomó la cabeza por la puerta en un acceso de temeridad y se quedó congelado en el lugar. Otros se agolparon junto a la puerta, hablando en asombrados susurros.
¡McCutcheon se había reído!

La hilaridad del viejo Director General menguó gradualmente. Terminó en un espasmo de ahogo y al fin volvió un rostro púrpura hacia sus dos mejores pilotos, cuya sorpresa hacía rato que había dejado lugar a la indignación.

—Muchachos —les dijo—, ha sido el mejor chiste que he oído en mi vida. Pueden contar con una paga doble, los dos. —Seguía sonriendo con precisión y había desarrollado un bello caso de hipo.

Los dos pilotos se quedaron fríos ante el atractivo ofrecimiento.

—¿Qué es tan fulminantemente gracioso? —quiso saber Jimmy—, yo no encuentro nada de qué reírme.

La voz de McCutcheon goteaba miel.

—A ver, muchachos, antes de irme les di a cada uno de ustedes varias hojas mimeografiadas con instrucciones especiales. ¿Qué ha sido de ellas?

La atmósfera se llenó de un súbito azoramiento.

—No lo sé. Debí perder las mías —murmuró Roy.

—Nunca miré las mías; las olvidé —Jimmy estaba genuinamente consternado.

—Ya ven —exclamó McCutcheon triunfante—, todo ha sido culpa de su propia estupidez.

—¿Cómo se imagina eso? —quiso saber Jimmy—. El mayor Wade nos dijo todo lo que teníamos que saber acerca de la nave, y además, adivino que no hay nada que usted pueda decirnos sobre cómo manejarla.

—Oh, ¿no lo hay? Evidentemente Wade se olvidó de informarles sobre un pequeño detalle que hubieran encontrado en mis instrucciones. La intensidad del Campo Deflector era
ajustabl
e. Dio la casualidad de que, cuando ustedes partieron, estaba en su punto máximo, eso es todo. —Ahora empezaba a reír de nuevo débilmente—. Ahora bien, si se hubieran tomado la molestia de leer las hojas, se hubiesen enterado de que un sencillo movimiento de una pequeña palanca —hizo el gesto apropiado con el pulgar— habría debilitado el Campo cualquier cantidad deseada y permitido que se colara tanta radiación como se quisiera.

Y ahora la risita estaba haciéndose más fuerte.

—Y se helaron durante una semana porque no tuvieron el cerebro para empujar una palanca. Y después ustedes, mis mejores pilotos, llegan aquí y me culpan. ¡Qué divertido! —y empezó a reír de nuevo, mientras un par de jóvenes muy avergonzados se dirigían miradas de soslayo.

Cuando McCutcheon volvió a su estado normal, Jimmy y Roy se habían marchado.

Abajo, en la calle contigua al edificio, un muchacho de diez años observaba, con la boca abierta y abstracción intensa, a dos hombres jóvenes que se hallaban comprometidos en la ocupación extraña y bastante sorprendente de darse patadas uno a otro alternativamente. ¡Y además, eran patadas con muy mala intención!

La Amenaza de Calixto (1940)

“The Callistan Menace (Stowaway)”

—¡Maldito Júpiter! —gruñó Ambrose Whitefield malhumoradamente, y yo me mostré conforme con él.

—He estado en la órbita del satélite joviano —dije— quince años y he oído pronunciar estas dos palabras más de un millón de veces. Probablemente es la maldición más sincera de todo el sistema solar.

Acabábamos de ser relevados de nuestro turno en los mandos de la nave de exploración
Ceres
y bajamos los dos niveles hasta nuestra habitación con pasos lentos.

—Maldito Júpiter… y mil veces maldito insistió Whitefield de mal talante—. Es demasiado grande para el sistema. ¡Sigue ahí detrás de nosotros y tira, tira y tira! Hemos de tener los átomos disparando todo el camino. Debemos comprobar nuestra trayectoria completamente todas las horas. ¡Sin descansar, sin parar el motor, sin tranquilidad! Sólo un trabajo de lo más horrible.

Tenía la frente perlada de gotas de sudor y se las limpió con el dorso de la mano. Era un hombre joven, de apenas treinta años, y en sus ojos podía verse que estaba nervioso, e incluso un poco asustado.

Y no era Júpiter lo que le preocupaba, a pesar de su imprecación. Júpiter era la

menor de nuestras preocupaciones. ¡Era Calixto! Era aquella pequeña luna que despedía un fulgor azul pálido sobre nuestras visiplacas, lo que hacia sudar a Whitefield y lo que ya me había quitado el sueño durante cuatro noches. ¡Calixto!

¡Nuestro punto de destino!

Incluso el viejo Mac Steeden, veterano de bigote gris que, en su juventud, había

navegado con el gran Peewee Wilson en persona, realizaba sus obligaciones con mirada ausente. Cuatro días de viaje —y diez días más frente a nosotros— y el pánico había hecho su aparición.

Todos éramos bastante valientes en el curso normal de los acontecimientos. Los ocho del
Ceres
nos habíamos enfrentado con las purpúreas Lectrónicas y los peligrosos Disintos de piratas y rebeldes y con los ambientes hostiles de media docena de mundos. Pero se necesitaba más que un valor corriente para enfrentarse con lo desconocido; para enfrentarse con Calixto, «el mundo misterioso» del sistema solar.

Se sabía una cosa acerca de Calixto… un siniestro y único hecho. Durante un periodo de veinticinco años, habían aterrizado siete naves, progresivamente mejor equipadas… y nunca se había sabido nada más de ellas. Los suplementos dominicales atribuían al satélite cualquier especie de habitantes, desde súper-dinosaurios hasta fantasmas invisibles de la cuarta dimensión, pero esto no resolvió el misterio.

Nuestra nave era la octava y, sin duda, mucho mejor que cualquiera de las que nos precedieron. Éramos los primeros en llevar el recién descubierto casco de berilo-tungsteno, el doble de resistente que el viejo recubrimiento de acero. Poseíamos un armamento súper-pesado y los últimos motores de propulsión atómica. Aun así, nuestra nave no era más que la octava, y todos sin excepción lo sabíamos.

Whitefield entró silenciosamente en nuestra habitación y se desplomó en su litera. Tenía los puños cerrados debajo de la barbilla y sus nudillos estaban blancos. Me pareció que se hallaba próximo al límite de sus fuerzas. Era un caso que requería una gran diplomacia.

—Lo que necesitamos —dije— es una buena bebida muy cargada.

—Lo que necesitamos —contestó ásperamente—, es una gran cantidad de bebida buena y cargada.

—Bien, ¿qué nos lo impide?

Me miró con recelo.

—Sabes que no hay ni una gota de licor a bordo de esta nave. ¡Va contra las reglas!

—Espumosa agua verde de
Jabra
—dije lentamente, dejando que las palabras salieran despacio de mi boca—. Envejecida bajo los desiertos de Marte. Espeso jugo esmeralda. ¡Botellas llenas! ¡Cajas llenas!

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