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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (254 page)

BOOK: Cuentos completos
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»Todo esto lo sé por la teoría. Veamos lo que sucede en la práctica.

Cerró el interruptor mientras Taylor observaba con inmenso interés. Durante un momento, no se distinguió ningún efecto.

Taylor pareció decepcionado.

Entonces Sills le agarró por la manga.

—¡Mira! —siseó—. ¡Observa el ánodo!

Burbujas de gas se formaban lentamente sobre la esponjosa aleación de amonio. Centraron su atención en la cuchara.

Gradualmente, percibieron un cambio. El aspecto metálico se tornó opaco, al perder su blancura el color plateado. Se estaba formando una capa amarilla que, aunque opaca, era muy precisa. La corriente pasó durante quince minutos y entonces Sills rompió el circuito con un suspiro de satisfacción.

—Dora perfectamente —dijo.

—¡Estupendo! ¡Sácala! ¡Veámosla bien!

—¿Qué? —Sills estaba horrorizado—. ¡Sacarla! Pero si esto es amonio puro. Si lo expusiera al aire normal, el vapor del agua lo disolvería en NH
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OH antes de que nos diéramos cuenta. No podemos hacer tal cosa.

Arrastró un pesado aparato hasta la mesa.

—Esto —dijo— es un recipiente lleno de aire comprimido.

Lo pasó por secadores de cloruro de calcio y después mezcló directamente el oxígeno seco por completo (diluido con cuatro veces su propio volumen de nitrógeno) con el disolvente.

Introdujo la boquilla en la solución justo por debajo de la cuchara y dejó pasar un lento chorro de aire. Fue algo mágico. Con la rapidez del relámpago, la capa amarilla empezó a brillar y relucir, a centellear con una belleza casi etérea.

Los dos hombres lo contemplaban sin aliento, con el corazón latiendo rápidamente. Sills cerró el paso del aire, y permanecieron contemplando la cuchara y sin decir nada durante un rato.

Luego Taylor susurró con voz ronca:

—Sácala. ¡Déjame tocarla! ¡Dios mío! ¡Es preciosa!

Con reverente admiración, Sills se acercó a la cuchara, la cogió con unos fórceps, y la extrajo del liquido circundante.

Lo que ocurrió entonces no puede llegar a describirse. Más tarde, cuando excitados periodistas de diversos periódicos les apremiaban cruelmente, ni Taylor ni Sills recordaron en absoluto los hechos que ocurrieron durante los siguientes minutos.

¡Lo que sucedió fue que cuando la cuchara dorada con amonio fue expuesta al aire libre, el olor más horrible que pueda concebirse atacó sus fosas nasales! Un olor que no puede describirse, una terrible pestilencia que convirtió la habitación en una horrible pesadilla.

Con un estrangulado jadeo, Sills dejó caer la cuchara. ¡Ambos tosían y sentían náuseas; les acometió un tremendo dolor en la garganta y la boca, y gritaron, se lamentaron, estornudaron!

Taylor se abalanzó sobre la cuchara y miró desesperadamente a su alrededor. El olor se hacía cada vez más fuerte y lo único que sus violentos esfuerzos por escapar lograron fue destruir el laboratorio y volcar el tanque de amonalina. Sólo había una cosa por hacer, y Sills la hizo. La cuchara atravesó volando la ventana abierta y cayó en medio de la Duodécima Avenida. Golpeó contra la acera justo a los pies de uno de los policías, pero a Taylor no le importó.

—Quítate la ropa. Tenemos que quemarla —estaba balbuceando Sills—. Después pulveriza alguna cosa por el laboratorio… cualquier cosa que huela fuerte. Quema azufre. Busca un poco de bromo liquido.

Ambos estaban concentrados en la tarea de arrancarse la ropa, cuando se dieron cuenta de que alguien había entrado por la puerta sin cerrar. Había sonado el timbre, pero ninguno lo había oído. Era Staples, hombre de un metro noventa de estatura, al que llamaban el Rey del Acero.

Un sólo paso en dirección al vestíbulo arruinó completamente su dignidad. Se vino abajo con un sollozo desgarrador y la Duodécima Avenida presenció el espectáculo de un caballero anciano, ricamente vestido, dirigiéndose hacia el norte de la ciudad con toda la velocidad que le permitían sus pies, quitándose toda la ropa que pudo por el camino.

La cuchara prosiguió su trabajo mortífero. Los tres policías ya hacía rato que se habían retirado en una poco digna huida, y ahora llegó a los sentidos aturdidos y torturados de los dos inocentes y sufrida causa de todo el desastre un bramido confuso procedente de la calle.

Hombres y mujeres salían de las casas vecinas, los caballos se desbocaban.

Camiones de incendios se acercaban con estrépito, sólo para ser abandonados por sus conductores. Escuadrones de policías llegaron… y se fueron.

Por último, Sills y Taylor no resistieron más, y sólo con sus pantalones, corrieron atropelladamente hacia el Hudson. No se detuvieron hasta que el agua les cubrió el cuello, con el bendito aire puro encima de ellos.

Taylor volvió unos ojos perplejos hacia Sills.

—Pero ¿por qué emitía ese olor tan espantoso? Dijiste que era estable y los sólidos estables no huelen.

—¿Has olido almizcle alguna vez? —gruñó Sills—. Despide un aroma durante un periodo indefinido sin perder un peso apreciable. Nosotros nos hemos enfrentado con algo parecido.

Los dos reflexionaron un rato en silencio, sobresaltándose cada vez que el viento les llevaba una nueva corriente de vapor de amonio, y luego Taylor dijo en voz baja:

—Cuando logren averiguar lo que sucede con la cuchara, y sepan quién lo hizo, es posible que nos procesen… o nos encierren en prisión.

El rostro de Sills mostró la pesadumbre que sentía.

—¡Me gustaría no haber visto nunca ese maldito producto! No nos ha proporcionado nada más que problemas —se dejó llevar por su torturado espíritu y prorrumpió en sollozos.

Taylor le dio tristemente unas palmadas en la espalda.

—No es tan malo como todo eso, desde luego. El descubrimiento te hará famoso y podrás exigir tu propio precio, trabajando en cualquier laboratorio industrial del país. Además, no hay duda de que ganarás el premio Nobel.

—Tienes razón —Sills volvía a sonreír— y también es posible que encuentre una manera de contrarrestar el olor. Así lo espero.

—Yo también lo espero —dijo fervorosamente Taylor—. Regresemos. Creo que a estas horas ya habrán retirado la cuchara.

Un anillo alrededor del Sol (1940)

“Ring Around the Sun”

Jimmy Turner canturreaba alegremente, quizá con cierta estridencia, cuando entró en la sala de recepción.

—¿Está el Viejo Cascarrabias ahí dentro? —preguntó, acompañando la interrogación con un guiño que hizo sonrojar de agradecimiento a la bonita secretaria.

—Lo está, y esperándole. —Le indicó una puerta en la que estaba escrito en gruesas letras negras, «Frank McCutcheon, Director General, Correos del Espacio Unido».

Jim entró.

—Hola, Capitán, ¿qué pasa ahora?

—Oh, es usted, ¿no? —McCutcheon levantó la vista de su mesa, mordisqueando un maloliente cigarro—. Siéntese.

McCutcheon le miró fijamente por debajo de sus tupidas cejas. Ni siquiera estaba en la memoria de los empleados más viejos el haber visto reír al «Viejo Cascarrabias», como era conocido en voz baja por todos los miembros de Correos del Espacio Unido, aunque los rumores aseguraban que había sonreído cuando era pequeño, ante la visión de su padre cayendo de un manzano. En aquel momento, su expresión hacía parecer exagerado ese rumor.

—Ahora, escuche, Turner —bramó—. Correos del Espacio Unido inaugurará un nuevo servicio y usted está seleccionado para abrir el camino. —Haciendo caso omiso de la mueca de Jimmy, continuó—: De ahora en adelante, el correo venusiano funcionará todo el año.

—¡Cómo! Siempre he creído que era ruinoso desde el punto de vista financiero distribuir el correo venusiano, excepto cuando Venus estaba a este lado del Sol.

—Claro —admitió McCutcheon—, si seguimos las rutas comunes. Pero podríamos cortar directamente a través del sistema si sólo nos aproximáramos lo bastante al Sol. ¡Y es aquí donde entra usted! Han fabricado una nueva nave equipada para llegar a veinte millones de millas del Sol y que será capaz de mantenerse indefinidamente a esta distancia.

Jimmy le interrumpió nervioso:

—Espere un poco, Cap… señor McCutcheon, no acabo de comprenderlo. ¿Qué clase de nave es?

—¿Cómo espera que yo lo sepa? No soy fugitivo de un laboratorio. Por lo que dicen, emite alguna clase de campo que curva las radiaciones del Sol alrededor de la nave. ¿Lo entiende? Todo se desvía. No le llega ningún calor. Puede permanecer allí para siempre y estar más fresco que en Nueva York.

—Oh, ¿tanto así? —Jimmy estaba escéptico—. ¿Ha sido probada, o es un pequeño detalle que dejaron para mí?

—Naturalmente que ha sido probada, pero no bajo las actuales condiciones solares.

—Entonces está descartado. He hecho mucho por Correos, pero esto es el limite. No estoy loco, todavía.

McCutcheon se puso rígido.

—¿Debo recordarle el juramento que hizo al entrar en el servicio, Turner? «Nuestro vuelo a través del espacio…

—«…nunca debe ser detenido por nada excepto la muerte.» —terminó Jimmy—. Lo sé tan bien como usted y también me doy cuenta de que es muy fácil citarlo desde un cómodo sillón. Si es usted tan idealista, puede hacerlo usted mismo. Por lo que a mí respecta, todavía está descartado. Y si quiere, puede echarme a patadas. Puedo conseguir otros trabajos así de fácil — chasqueó los dedos vivamente.

La voz de McCutcheon bajó hasta un sedoso murmullo.

—Vamos, vamos, Turner, no se apresure. Todavía no ha oído todo lo que tengo que decirle. Roy Snead será su compañero.

—¡Huh! ¡Snead! Vaya, ese fanfarrón no tendría las agallas para aceptar un trabajo como éste ni en un millón de años. Cuénteme algún otro cuento de hadas.

—Bueno, en realidad, ya ha aceptado. Pensé que usted podría acompañarle, pero supongo que él tenía razón. Insistió en que usted se echaría atrás. Al principio pensé que no lo haría.

McCutcheon le hizo un gesto de despedida y bajó los ojos hacia el informe que estaba estudiando cuando Jimmy entró. Este dio media vuelta, vaciló, y entonces regresó.

—Espere un poco, señor McCutcheon; ¿usted quiere decir que Roy realmente irá? —McCutcheon asintió todavía absorto, aparentemente, en otros asuntos y Jimmy explotó—: ¡Vaya, ese tipo despreciable, zanquilargo y cara de guapo! ¡De modo que cree que soy demasiado cobarde para ir! Bien, yo le enseñaré. Aceptaré el trabajo y apostaré diez dólares contra un níquel venusiano a que se pone enfermo en el último minuto.

—¡Estupendo! —McCutcheon se levantó y le estrechó la mano—. Sabía que usted entraría en razón. El Mayor Wade tiene todos los detalles. Creo que partirán dentro de unas seis semanas, y como yo salgo hacia Venus mañana, probablemente me verán allí.

Jimmy salió, aún indignado, y McCutcheon se puso en comunicación con la secretaria.

—Oh, señorita Wilson, póngame con Roy Snead en el visor.

Unos minutos de pausa y luego se encendió la señal roja. Se conectó el visor y el moreno y atildado Snead apareció en la visiplaca.

—Hola, Snead —gruñó McCutcheon—. Perdió esa apuesta, Turner aceptó el trabajo. Pensé que se moría de risa cuando le conté que usted dijo que él no iría. Envíeme los veinte dólares, por favor.

—Espere un poco, señor McCutcheon —El rostro de Snead estaba oscuro de furia—. ¿a qué viene eso de decirle a ese aturdido imbécil que yo no voy? Usted debe haberlo hecho, traidor. Yo estaré allí, perfecto, pero usted puede ofrecer otros veinte y le apuesto a que él todavía cambia de parecer. Pero yo estaré allí —Roy Snead seguía gesticulando cuando McCutcheon desconectó.

El director general se reclinó en el sillón, tiró el magullado cigarro, y encendió uno nuevo. Su rostro permanecía amargado, pero había una definitiva nota de satisfacción en su tono cuando dijo:

—¡Já! Pensé que eso los atraparía.

Fue un par cansado y sudoroso el que lanzó la buena nave
Helios
a través de la órbita de Mercurio. A pesar de la superficial camaradería impuesta sobre ellos por las semanas de soledad en el espacio, Jimmy Turner y Roy Snead apenas se dirigían la palabra. Añada a esta hostilidad oculta, el calor del hinchado Sol y la torturante incertidumbre por el resultado del viaje y tendremos a un par verdaderamente desdichado.

Jimmy escudriñaba con cansancio las numerosas esferas que tenía frente a sí, y, apartando de un manotazo un húmedo mechón de cabello que le caía sobre los ojos, gruñó:

—¿Qué marca ahora el termómetro, Roy?

—Ciento veinticinco grados Fahrenheit y sigue subiendo —fue el gruñido de respuesta.

Jimmy blasfemó de corrido.

—El sistema de enfriamiento trabaja al máximo, el casco de la nave refleja el 95% de la radiación solar y sigue en más de ciento veinte. —Hizo una pausa—. El gravómetro indica que todavía estamos a unos treinta y cinco millones de millas del Sol. Quince millones de millas antes de que el Campo Deflector sea efectivo. La temperatura todavía subirá a ciento cincuenta. ¡Es una dulce perspectiva! Controla los desecadores. Si el aire no se mantiene absolutamente seco, no duraremos mucho.

—¡Y piensa que estamos en la órbita de Mercurio! —La voz de Snead era ronca—. Nadie ha estado tan cerca del Sol hasta ahora. Y nos acercaremos aún más.

—Ha habido muchos que han estado tan cerca y todavía más —recordó Jimmy—, pero ellos perdieron el control y aterrizaron en el Sol: Friedlander, Debuc, Anton… —su voz se desvaneció en un pensativo silencio.

Roy se movió inquieto.

—¿Qué tan efectivo es este Campo Deflector, Jimmy? Tus alegres pensamientos no son muy tranquilizadores, ¿sabes?

—Bueno, ha sido probado bajo las condiciones más severas que los técnicos del laboratorio pudieron idear. Yo lo he presenciado. Ha sido bañado en una radiación parecida a la solar a una distancia de veinte millones. El Campo funcionó como un encanto. La luz fue desviada en torno a él de modo que la nave se tornó invisible. Los hombres de dentro de la nave afirmaron que todo el exterior se había tornado invisible y que el calor no les alcanzaba. Es curioso, sin embargo, que el Campo no funcione más que bajo ciertas intensidades de radiación.

—Bien, deseo que ocurra de una manera u otra —gruñó Ron—. Si el Viejo Cascarrabias está pensando en asignarme este itinerario… bien, perderá su mejor piloto.

—Perderá sus dos mejores pilotos —corrigió Jimmy

Los dos guardaron silencio y el
Helios
siguió su ruta.

La temperatura aumentaba: 130, 135, 140. Después, tres días más tarde, con el mercurio rozando los 148, Roy anunció que se estaban aproximando a la zona crítica, donde la radiación solar alcanzaba la intensidad suficiente para excitar el campo.

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