Cuentos completos (252 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Taylor contemplaba el tubo de ensayo con la boca abierta.

—¿Qué ha pasado?

—Este, líquido es un complejo derivado de la hidrazina que yo he descubierto y denominado amonalina. Todavía no he trabajado en su fórmula, pero eso no tiene importancia. Lo esencial es que tiene la propiedad de disolver el amonio a partir de la aleación. Esas gotas del fondo son mercurio puro; el amonio está en solución.

Taylor continuó silencioso y Sills se entusiasmó.

—¿No ves las implicaciones? ¡Estoy a medio camino de aislar el amonio puro, algo que nunca se había logrado hasta ahora! Una vez hecho, significará la fama, el éxito, el premio Nobel, y quién sabe qué más.

—¡Caramba! —la mirada de Taylor se hizo más respetuosa—. Esa sustancia amarilla no me parecía tan importante —Trató de agarrarla, pero Sills se lo impidió.

—No he terminado, en ningún aspecto, Gene. Tengo que convertirla en su estado metálico libre, y hasta ahora no he podido. Cada vez que intento evaporar la amonalina, el amonio se descompone en los eternos amoníaco e hidrógeno… Pero lo conseguiré… ¡lo conseguiré!

Dos semanas después, tuvo lugar el epílogo de la escena anterior. Taylor recibió una rápida y enfática llamada de su amigo químico y apareció en el laboratorio invadido por una gran curiosidad.

—¿Lo has conseguido?

—Lo he conseguido… ¡y es aún más importante de lo que creía! Me proporcionará millones —los ojos de Sills brillaron de embeleso—. Había estado trabajando desde un ángulo equivocado —explicó—. Al calentar el disolvente siempre se descompone el amonio disuelto, así que lo he separado por congelación. Ocurre lo mismo que con las soluciones salinas, que al ser congeladas lentamente, se transforman en hielo, y la sal se cristaliza. Por suerte, la amonalina se congela a 18 °C y no requiere mucho enfriamiento.

Señaló dramáticamente una pequeña cubeta, dentro de un recipiente de cristal. La cubeta contenía unos cristales sin brillo, de color paja y similares a una aguja y, en la parte superior, se distinguía una delgada capa de una sustancia amarillenta y opaca.

—¿Para qué sirve el recipiente? —preguntó Taylor.

—Lo he llenado de argón para mantener el amonio (que es la sustancia amarilla de encima de la amonalina) puro. Es tan activo que reacciona con cualquier cosa que no sea un gas similar al helio.

Taylor estaba maravillado y dio unos golpecitos en la espalda de su sonriente amigo.

—Espera, Gene, aún falta lo mejor.

Taylor se vio arrastrado hasta el otro extremo de la habitación y el tembloroso dedo de Sills señaló otro recipiente herméticamente cerrado que contenía una masa de metal de color amarillo brillante, que relucía y centelleaba.

—Esto, amigo mío, es óxido de amonio, formado al pasar aire absolutamente seco sobre metal de amonio libre. Es inerte por completo (el recipiente sellado contiene un poco de cloro, por ejemplo, y sin embargo no hay reacción). Puede ser tan económico como el aluminio, si no menos, y sigue teniendo más aspecto de oro que el mismo oro. ¿Te haces cargo de sus posibilidades?

—¿Y cómo no? —explotó Taylor—. Arrasará el país. Se harán joyas de amonio, vajillas plateadas con amonio, y un millón de cosas más. ¿Quién sabe las innumerables aplicaciones industriales que puede tener? Eres rico, Walt…, ¡eres rico!

—Somos ricos —corrigió amablemente Sills. Se dirigió al teléfono—. Los periódicas van a enterarse de esto. Voy a empezar a hacerme famoso en seguida.

Taylor frunció el ceño.

—Quizás sería mejor que guardaras el secreto, Walt.

—Oh, no les diré nada sobre el proceso. No les revelaré más que la idea general. Además, estamos a salvo; la solicitud de la patente ya debe estar en Washington.

¡Pero Sills se equivocaba! El artículo del periódico iba a ocasionarles dos días muy, muy agitados a los dos.

J. Throgmorton Bankhead es a quien comúnmente conocemos como «rey de la industria». Como director de la Sociedad Anónima de Plateados y Cromados no hay duda de que merecía el título; pero para su paciente y resignada esposa, no era más que un marido dispéptico y gruñón, sobre todo a la hora de desayunar… y ahora estaba desayunando.

Estrujando bruscamente el periódico matinal, farfullando entre mordisco y mordisco a una tostada con mantequilla:

—Este hombre arruinará al país —señaló horrorizado los grandes titulares de letra negra—. Ya lo he dicho antes y lo repito ahora, que el hombre está más loco que una cabra. No estará satisfecho…

—Joseph, por favor —rogó su esposa—, tienes la cara congestionada. Acuérdate de tu presión alta. Ya sabes que el médico te dijo que dejaras de leer las noticias de Washington si te trastornan tanto. Ahora escucha, querido, se trata de la cocinera. Está…

—El médico es un tonto de remate y tú también —gritó J. Throgmorton Bankhead—. Leeré todas las noticias que quiera y tendré la cara congestionada, si así me place.

Se llevó la taza de café a la boca y tomó un sorbo. Mientras tanto, sus ojos tropezaron con un titular más insignificante hacia el final de la página: «Un científico descubre un sustituto del oro». La taza de café permaneció en el aire mientras recorría el artículo rápidamente. «Este nuevo metal» —leyó— está considerado por su descubridor como superior al cromo, níquel, o plata para joyería económica. "El funcionario que cobre un sueldo de veinte dólares por semana —dice el profesor Sills— comerá en una vajilla de amonio que tendrá un aspecto más impresionante que la vajilla de oro de un nabab indio." No tiene…

Pero J. Throgmorton Bankhead había dejado de leer. Visiones de una Sociedad Anónima de Plateados y Cromados arruinada danzaban ante sus ojos; y mientras lo hacían, la taza de café se tambaleó en su mano, y el líquido caliente cayó sobre sus pantalones.

Su esposa se levantó, alarmada

—¿Qué ocurre Joseph? ¿Qué ocurre?

—Nada —gritó Bankhead—. Nada, por el amor de Dios, vete, ¿quieres?

Salió a grandes zancadas de la habitación, mientras su esposa buscaba en el periódico lo que le había perturbado de aquel modo.

La Taberna de Bob de la calle quince suele estar llena a todas horas, pero la mañana a la que nos referimos no había más que cuatro o cinco hombres bastante mal vestidos rodeando la corpulenta y digna figura de Peter Q. Hornswoggle, eminente ex congresista.

Peter Q. Hornswoggle hablaba, como de costumbre, con fluidez. Su tema, también como siempre, era la vida de un congresista.

—Recuerdo un caso parecido —estaba diciendo— que se presentó a discusión en la Cámara, y sobre el que respondí lo siguiente: «El eminente caballero de Nevada ha descuidado en su informe un aspecto muy importante del problema. No se da cuenta de que, en interés de toda la nación, los mondadores de manzanas del país deben ser atendidos rápidamente; porque, caballeros, de la prosperidad de los mondadores de manzanas depende el futuro de toda la industria frutera y sobre la industria frutera se basa toda la economía de esta gran y gloriosa nación, los Estados Unidos de América.»

Hornswoggle hizo una pausa, bebió media pinta de cerveza de un trago y luego sonrió triunfante.

—No vacilo en decirles, caballeros, que ante dicha declaración, toda la Cámara estalló en entusiásticos y tumultuosos aplausos.

Uno de los oyentes allí congregados sacudió lentamente la cabeza en señal de admiración.

—Debe ser fantástico poder hablar así, senador. Debía causar sensación.

—Sí —convino el camarero—, es una lástima que le derrotaran en las últimas elecciones.

El ex congresista hizo una mueca y en un tono muy digno comenzó:

—He sido informado, por fuentes de toda confianza, de que el uso del soborno en esta campaña alcanzó proporciones in…

Su voz se extinguió súbitamente al distinguir cierto artículo en el periódico de uno de sus oyentes. Se lo arrebató y lo leyó en silencio, mientras sus ojos brillaban con una nueva idea.

—Amigos míos —dijo, volviéndose de nuevo hacia ellos—, creo que debo dejarles. Tengo algo urgente que hacer en el Ayuntamiento —Se inclinó hacia el camarero para susurrarle—: ¿No tendrías veinticinco centavos por casualidad? Me he olvidado la cartera en el despacho del alcalde. Mañana te los devolveré sin falta.

Agarrando la moneda, entregada de mala gana, Peter Q. Hornswoggle salió.

En una reducida y mal iluminada habitación enclavada en el primer tramo de la Primera Avenida, Michael Maguire, conocido por la policía por el nombre más eufónico de Mike el
Bala
, limpiaba su fiel revólver y tarareaba una discordante melodía. La puerta se abrió lentamente y Mike levantó la vista.

—¿Eres tú, Slappy?

—Sí —un tipo enjuto y de baja estatura se introdujo en la habitación—. Te traigo el diario de la noche. Los polis siguen creyendo que Bragoni hizo el trabajo.

—¿Sí? Eso es bueno —Se inclinó despreocupadamente sobre el revólver—. ¿Alguna otra cosa?

—¡No! Una mujer que se ha suicidado, pero nada más.

Lanzó el periódico a Mike y se fue. Mike se recostó y hojeó el diario con aburrimiento.

Un titular le llamó la atención y leyó el corto artículo que seguía. Al acabarlo, tiró el periódico, encendió un cigarrillo y se puso a pensar intensamente. Luego abrió la puerta.

—Eh tú, Slappy, ven aquí. Tenemos que hacer un trabajo.

Walter Sills era feliz, deliciosamente feliz. Recorría su laboratorio como un rey sus dominios, contoneándose como un pavo real, complaciéndose en su recién adquirida gloria. Eugene Taylor estaba sentado y le miraba, casi tan satisfecho como él mismo.

—¿Qué se siente al ser famoso? —quiso saber Taylor.

—Como si tuvieras un millón de dólares; y ésta es la cantidad por la que venderé el secreto del metal de amonio. De ahora en adelante viviré en la opulencia.

—Déjame los detalles prácticos a mí, Walt. Hoy me pondré en contacto con Staples, de Aceros Aguila. Te ofrecerá un precio decente.

Sonó el timbre y Sills se levantó de un salto. Corrió a abrir la puerta.

—¿Vive aquí Walter Sills? —El corpulento y ceñudo visitante le contempló con arrogancia.

—Sí, yo soy Sills. ¿Quería verme?

—Sí. Me llamo J. Throgmorton Bankhead y represento a la Sociedad Anónima de Plateados y Cromados Me gustaría hablar un momento con usted.

—Entre. ¡Entre! Este es Eugene Taylor, mi socio. Puede hablar con toda libertad delante de él.

—Muy bien —Bankhead se sentó pesadamente—. Supongo que se imaginan la razón de mi visita.

—Seguramente habrá leído lo del nuevo metal de amonio en los periódicos.

—Así es. He venido para saber si la historia es cierta y comprarle el proceso, si lo hay.

—Puede verlo por sí mismo, señor —Sills guió al magnate hasta donde se hallaba el recipiente lleno de argón que contenía los pocos gramos de amonio puro\1.\2se es el metal. Aquí encima, a la derecha, está el óxido, un óxido que es más metálico que el mismo metal. El óxido es lo que los periódicos llaman «sustituto del oro».

El rostro de Bankhead no mostró ni una pizca de la consternación que sintió al contemplar el óxido con desánimo.

—Sáquelo de ahí —dijo—, y déjeme verlo.

Sills movió negativamente la cabeza.

—No puedo, señor Bankhead. Estas son las primeras muestras de amonio y óxido de amonio que se han conseguido. Son piezas de museo. No me cuesta nada hacerle más, si lo desea.

—Tendrá que hacerlo, si espera que invierta mi dinero en esto. Convénzame y estaré dispuesto a comprarle la patente hasta por… digamos, mil dólares.

—¡Mil dólares! —exclamaron al unísono Sills y Taylor.

—Un buen precio, caballeros.

—Un millón sería mejor —gritó Taylor en tono ultrajado—. Este descubrimiento es una mina de oro.

—¡Nada menos que un millón! Ustedes sueñan, caballeros. La cuestión es que mi compañía hace años que está sobre la pista del amonio, y nos hallamos a punto de resolver el problema. Desgraciadamente, usted nos ha vencido por una semana, y yo quiero comprarle la patente para evitar a mi compañía mayores molestias. Naturalmente, comprenderá que si rehúsa mi precio, puedo seguir adelante y fabricar el metal, empleando mi propio proceso.

—Le demandaremos si lo hace —dijo Taylor.

—¿Acaso tienen dinero para un pleito largo, lento y caro? —Bankhead sonrió aviesamente—. Yo sí que lo tengo. No obstante, para demostrarles que soy razonable, fijaré el precio en dos mil dólares

—Ya ha oído nuestro precio —contestó inflexiblemente Taylor—, y no tenemos nada más que decir.

—De acuerdo, caballeros —Bankhead se dirigió hacia la puerta—, piénsenlo. Estoy seguro de que entrarán en razón.

Abrió la puerta y descubrió la simétrica silueta de Peter Q. Hornswoggle inclinado ante el ojo de la cerradura en extasiada concentración. Bankhead dejó oír una risita despectiva y el ex congresista se puso en pie de un salto, saludando dos o tres veces con la cabeza, a falta de algo mejor que hacer.

El financiero pasó desdeñosamente junto a él y Hornswoggle entró, dio un portazo y se encaró con los dos asombrados amigos.

—Ese hombre, queridos señores, es un malhechor de gran riqueza, un realista económico. Pertenece a ese tipo de personas dominadas por el interés que son la ruina de este país. Han hecho muy bien rechazando su oferta —se puso la mano sobre el amplio pecho y les sonrió con afabilidad.

—¿Quién diablos es usted? —exclamó Taylor, recuperándose súbitamente de su sorpresa inicial.

—¿Yo? —Hornswoggle se sintió desconcertado—. Pues… soy Peter Quintus Hornswoggle. Seguramente me conocen. Formé parte del Congreso el año pasado.

—Nunca había oído su nombre con anterioridad. ¿Qué es lo que quiere?

—¡Válgame Dios! He leído en los periódicos su magnífico descubrimiento y he venido a ofrecerles mis servicios.

—¿Qué servicios?

—Bueno, al fin y al cabo, ustedes dos no son hombres de mundo. Con su nuevo invento, son una presa fácil para cualquier persona egoísta y con pocos escrúpulos que se presente… como Bankhead, por ejemplo. Por lo tanto, un hombre de negocios práctico, como yo, con experiencia del mundo, sería una inestimable ayuda para ustedes. Podría ocuparme de sus asuntos, cuidar los detalles, procurar que…

—Todo por nada, naturalmente, ¿eh? —preguntó Taylor con sarcasmo.

Hornswoggle sufrió un ataque de tos convulsiva.

—Pues, como es natural, había pensado que podrían asignarme un reducido interés de su descubrimiento.

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