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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (427 page)

BOOK: Cuentos completos
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Como de costumbre, Azazel se mostró irritado por que le hubiese llamado. Su minúscula cabeza se hallaba decorada con lo que parecían diminutas hebras de algas marinas, y de sus palabras, un tanto incoherentes, se deducía que había estado en medio de una ceremonia académica en la cual se le estaba confiriendo algún tipo de distinción. Al carecer de verdadera importancia en su mundo, como he dicho antes, insistió en conceder demasiado valor a tal acontecimiento, y se mostró mordaz en sus comentarios.

Deseché con un gesto sus lamentaciones.

—Después de todo —dije—, puedes ocuparte de mi intrascendente petición y luego volver al momento exacto en que te marchaste. Nadie sabrá jamás que te habías ido.

Soltó un gruñido, pero hubo de reconocer que yo tenía razón, por lo que el aire de su vecindad inmediata dejó de crepitar a impulsos de los minúsculos rayos que lo surcaban.

—¿Qué quieres, entonces?—preguntó.

Se lo expliqué.

—Su profesión es la de la comunicación de ideas, ¿no? —inquirió Azazel—: ¿La traducción de ideas a palabras, como en el caso de ese amigo tuyo de extraño apellido?

—En efecto, pero él desea hacerlo con mayor eficacia, y complacer a aquellos con quienes trata, de modo que obtenga el aplauso general…, y también riqueza, pero la riqueza la quiere sólo como prueba tangible del éxito, pues desprecia el dinero en sí mismo.

—Comprendo. También nosotros tenemos en nuestro mundo artesanos de la palabra, y todos y cada uno de ellos solamente valoran el aplauso y el aprecio que sus obras encuentran y no aceptarían ni la más mínima unidad monetaria si no fuera porque deben hacerlo como prueba tangible del éxito.

Reí indulgentemente.

—Una flaqueza de la profesión. Tú y yo somos afortunados por hallarnos por encima de tales cosas.

—Bueno —dijo Azazel—. No puedo pasarme aquí el resto del año, ¿no?, o tendré problemas para localizar con exactitud el momento preciso de retorno. ¿Está al alcance de la mente ese amigo tuyo?

Nos costó encontrarle, aunque yo señalé en un plano el emplazamiento de su agencia de publicidad y le proporcioné mi habitual descripción elocuente y precisa del hombre, pero no quiero aburrirte con detalles irrelevantes.

Finalmente, Gottlieb fue localizado y, tras un breve estudio, Azazel dijo:

—Una mente característica del tipo universal entre los miembros de tu desagradable especie. Maleable, pero frágil. Veo el circuito que rige la combinación y utilización de las palabras, y está lleno de altibajos y obstrucciones, por lo que no es sorprendente que se encuentre con dificultades. Puedo eliminar los elementos obstructores, pero eso podría poner en peligro la estabilidad de su mente. No creo que ocurra, si soy lo bastante hábil; no obstante, siempre existe el riesgo de un accidente. ¿Tú crees que estaría dispuesto a correr el riesgo?

—¡Oh, sin duda alguna! —exclamé—. Está resuelto a lograr la fama y a servir al mundo con su arte. No vacilaría lo más mínimo en correr el riesgo.

—Sí, pero tengo entendido que tú eres un gran amigo suyo. Quizás él esté cegado por su ambición y por su deseo de triunfar; sin embargo, tú puedes ver las cosas con más claridad. ¿Estás

dispuesto a hacerle correr el riesgo?

—Mi único objetivo —respondí— es hacerle feliz. Adelante, y actúa todo lo cuidadosamente que te sea posible, y, si las cosas salen mal…, habrá sido por una buena causa. (Y así era, naturalmente, ya que si las cosas salían bien, yo obtendría la mitad de las consecuencias económicas.)

De modo que se llevó a cabo la intervención. Azazel, le echó mucho cuento al asunto, como hacía siempre, y permaneció un rato resoplando y murmurando algo acerca de peticiones irrazonables, pero yo le dije que pensara en la felicidad que estaba reportando a millones de personas y que dejara a un lado la desagradable cualidad del egoísmo. Muy confortado por mis edificantes palabras, se marchó para ocuparse del otorgamiento de la distinción que se le estaba confiriendo.

Aproximadamente una semana después, salí en busca de Gottlieb Jones. Hasta entonces no había hecho ningún intento por verle, pues pensaba que quizá necesitara un pequeño período de tiempo para acomodarse a su nuevo cerebro. Además, prefería esperar e informarme indirectamente acerca de él para saber si su cerebro había resultado dañado de alguna manera en el proceso. Si así fuera, no tendría sentido que me reuniese con él. Mi pérdida -y la suya también, supongo- haría demasiado dolorosa la entrevista.

No había oído nada extraño con respecto a él, y, ciertamente, parecía normal por completo cuando le encontré a la salida del edificio en donde estaba instalada su empresa. Inmediatamente percibí su aire de profunda melancolía, pero no presté mayor atención al hecho, pues hace tiempo que he observado que los escritores son propensos a la melancolía. Creo que es algo que va con la profesión. Tal vez sea el constante contacto con los editores.

—Ah, George —dijo, con tono indiferente.

—Gottlieb —exclamé—, cuánto me alegro de verte. Tienes mejor aspecto que nunca —en realidad, es de una fealdad absoluta, como todos los escritores, pero hay que ser cortés—. ¿Has intentado últimamente escribir una novela?

—No. —Y luego, como si de pronto lo hubiera recordado, súbitamente añadió—: ¿Por qué? ¿Estás dispuesto a revelarme ese secreto tuyo con respecto al segundo párrafo?

Me agradó que lo recordara, pues ello suponía otra indicación de que su agudeza mental era la misma de siempre.

—Pero si ya está hecho, mi querido amigo —respondí—. No es necesario que te explique nada; tengo métodos más sutiles que todo eso. No tienes más que irte a casa y sentarte ante la máquina de escribir, y te encontrarás escribiendo como un ángel. Ten la seguridad de que tus dificultades se han terminado y de que las novelas irán fluyendo suavemente de tu máquina de escribir. Escribe dos capítulos y un esquema del resto, y estoy seguro de que cualquier editor al que se lo enseñes lanzará un grito de júbilo y te extenderá un cheque por un sustancioso importe, la mitad del cual será completamente tuya.

—¡Ja! —resopló Gottlieb.

—Palabra —dije, poniéndome la mano sobre el corazón, que, como sabes, es lo bastante grande, figurativamente hablando, como para llenar toda mi cavidad torácica—. De hecho, creo que puedes abandonar tranquilamente ese inmundo trabajo tuyo a fin de que no contamine en absoluto el puro material que brotará ahora de tu máquina de escribir. No tienes más que intentarlo, Gottlieb, y convendrás en que me he ganado sobradamente mi mitad.

—¿Quieres decir que deseas que abandone mi trabajo?

—¡Exactamente!

—No puedo hacerlo.

—Claro que puedes. Vuelve la espalda a ese innoble puesto. Rechaza el embrutecedor trabajo de la publicidad comercial.

—Te digo que no puedo hacerlo. Acaban de despedirme.

—¿Despedirte?

—Sí. Y con tales expresiones de falta de admiración, que no las olvidaré jamás.

Nos volvimos para encaminarnos hacia el pequeño y barato local en donde solíamos almorzar.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.

Me lo contó, sombríamente, mientras tomaba un sandwich de pastrami:

—Estaba redactando un anuncio para un ambientador —comenzó—, y me sentía abrumado por la afectación y el forzado refinamiento. Era todo lo que podíamos hacer para usar la palabra «aroma». De pronto, me entraron deseos de actuar con entera franqueza. Si íbamos a promocionar aquella maldita porquería, ¿por qué no hacerlo bien? Así que en la cabecera de mi remilgado anuncio escribí:
Para que el hedor sea menor,
y al final:
Hará usted una sandez viviendo con fetidez, y
lo hice cursar sin molestarme en consultar con nadie.

»Pero después de haberlo hecho pensé: «¿Por qué no?» Y envié un informe a mi jefe, que al instante sufrió un clamoroso ataque de apoplejía. Me llamó y me dijo no sólo que estaba despedido, sino, además, varias desabridas palabras que estoy seguro que no había aprendido en las rodillas de su madre…, a menos que fuese una madre muy poco común. Así que aquí estoy, sin empleo.

Frunció el ceño y me dirigió una mirada hostil.

—Supongo que me dirás que esto es obra tuya.

—Claro que sí —respondí—. Has hecho lo que subconscientemente sabías que era lo correcto. Deliberadamente, has hecho que te despidan, para poder dedicar todo tu tiempo a tu verdadero
arte.
Gottlieb, amigo mío, ahora vete a casa. Escribe tu novela y asegúrate de obtener un adelanto de no menos de cien mil dólares. Como no habrá gastos generales, salvo unos cuantos centavos para papel, no tendrás que deducir nada y podrás quedarte con cincuenta mil.

—Estás loco —me dijo.

—Estoy seguro —respondí—, y para demostrarlo, yo pagaré la cuenta.

—Realmente, estás loco —dijo, con tono intimidado, y, en efecto, me dejó pagar la cuenta, aunque hubiera debido comprender que mi oferta era un simple recurso retórico.

Le telefoneé la noche siguiente. Normalmente, habría esperado más tiempo, no habría querido acosarle, pero ahora tenía una inversión financiera en él. El almuerzo me había costado once dólares, y, naturalmente, estaba intranquilo, como podrás comprender.

—Gottlieb —dije—, ¿qué tal va la novela?

—Muy bien —respondió, con tono ausente—. He despachado veinte páginas, y además de calidad.

Sin embargo, no parecía dar importancia a la cosa, como si sus pensamientos se hallaran centrados en otro asunto.

—¿Por qué no estás dando saltos de alegría? —le pregunté.

—¿Por la novela? No seas estúpido. Han llamado Fineberg, Saltzberg y Rosenberg.

—¿Tu empresa…, tu ex empresa de publicidad?

—Sí. No todos ellos, por supuesto, sólo el señor Fineberg. Quiere que vuelva.

—Confío, Gottlieb, en que le habrás dicho exactamente hasta dónde…

Pero Gottlieb me interrumpió.

—Al parecer —dijo—, los fabricantes del ambientador se mostraron entusiasmados con mi anuncio. Querían utilizarlo y encargar toda una serie de anuncios para la televisión y para las publicaciones impresas, y pretendían que la campaña la organizase el creador del primer anuncio. Decían que lo que yo había hecho era muy audaz y de gran impacto, y que encajaba perfectamente en la década de los ochenta. Decía que se proponían realizar una campaña publicitaria enérgica e intensa, y para eso me necesitaban a mí. Naturalmente, he dicho que lo consideraré.

—Es un error, Gottlieb.

—Les impondría un aumento de sueldo, un aumento sustancioso. No he olvidado las cosas tan crueles que Fineberg me dijo cuando me despidió…, algunas de ellas en yiddish.

—El dinero es basura, Gottlieb.

—Por supuesto, George, pero quiero ver
cuánta
basura está implicada en este asunto.

No me quedé muy preocupado. Sabía el efecto irritante que la tarea de escribir anuncios producía en el alma sensible de Gottlieb, así como lo atractiva que sería la facilidad con que podía escribir una novela. Bastaba esperar y, por acuñar una frase, dejar que la Naturaleza siguiera su curso.

Pero entonces salieron los anuncios del ambientador, y causaron un impacto inmediato en el público. «Es una sandez vivir con fetidez» se convirtió en una frase hecha entre los jóvenes de Norteamérica, y su uso en cada ocasión se convertía en una recomendación del producto.

Me imagino que te acordarás de aquella moda…, claro que sí, pues tengo entendido que figuraba en todas las cartas en que rechazaban tus colaboraciones los periódicos y revistas para los que intentabas escribir, y debes de haberla experimentado muchas veces.

Salieron otros anuncios del mismo tipo, y obtuvieron el mismo éxito.

Y, de pronto, lo comprendí: Azazel se las había arreglado para dar a Gottlieb una estructura mental que le hacía posible complacer al público con lo que escribía, pero, al ser pequeño y de poca categoría, no había sido capaz de afinar su sintonía mental para que el don conferido fuese aplicable únicamente a las novelas. Muy bien podría ser que Azazel ni siquiera supiese lo que era una novela.

Bueno, ¿importaba realmente?

No puedo decir que Gottlieb se sintiese exactamente complacido cuando me encontró a la puerta de su casa, pero no se hallaba tan sumido por completo en la infamia como para no invitarme a entrar. De hecho, comprendí con cierta satisfacción que no podía dejar de invitarme a cenar, aunque trató -yo creo que deliberadamente- de destruir ese placer haciéndome sostener en brazos al pequeño Gottlieb durante un largo período de tiempo. Fue una experiencia horrible.

Después, a solas en su comedor, le pregunté:

—¿Y cuánta basura ganas, Gottlieb?

Me miró con aire de reproche.

—No lo llames basura, George. Es poco respetuoso. Admito que cincuenta mil al año sea basura, pero cien mil, más varios extras sumamente satisfactorios, es estatus financiero.

»Es más, pronto fundaré mi propia empresa y me haré multimillonario, nivel en el que el dinero se convierte en virtud…, o poder, que es lo mismo, naturalmente. Con mi poder, por ejemplo, me será posible expulsar del negocio a Finenberg. Eso le enseñará a dirigirse a mí en términos que ningún caballero debe usar con otro. A propósito, George, ¿sabes por casualidad qué significa “shmendrick”?

No podía ayudarle en ese aspecto. Estoy versado en varios idiomas, pero el urdú no es uno de ellos.

—Entonces, te has enriquecido —le dije.

—Y tengo el propósito de enriquecerme más.

—En ese caso, Gottlieb, ¿puedo puntualizar que esto ha sucedido sólo después de que yo accediera a hacerte rico, momento en el que tú, a tu vez, prometiste darme la mitad de tus ganancias?

Gottlieb frunció el ceño.

—¿Accediste? ¿Prometí?

—Admito que se trata de una de esas cosas que se olvidan con mucha facilidad, pero, afortunadamente, todo fue puesto por escrito…, a cambio de servicios prestados…, firmado, escriturado, todas esas cosas. Y da la casualidad de que llevo encima una fotocopia del contrato.

—Ah. ¿Puedo verla, entonces?

—Por supuesto, pero permíteme que te aclare que únicamente se trata dé una fotocopia, por lo que si se diera la circunstancia de que, accidentalmente, la rompieras en mil trocitos en tu avidez por examinarla con atención, yo seguiría teniendo el original en mi poder.

—Una medida prudente, George, pero no temas. Si todo es como tú dices, no te verás privado ni de un solo centavo que te corresponda. Yo soy un hombre de principios y cumplo todos los pactos al pie de la letra.

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