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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (259 page)

BOOK: Cuentos completos
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—¡Pero ese traje está destrozado! —objetó el capitán—. En realidad nunca tuve la intención de que el muchacho lo utilizara. —Se le veía vacilar y su comportamiento era evidentemente irresoluto.

—No podemos abandonar a Neal y Mac ahí fuera sin intentarlo, capitán —dijo Brock impasiblemente.

El capitán se decidió de pronto y se convirtió en un torbellino de actividad. El mismo entró en el perchero de los trajes espaciales, en busca de la deteriorada reliquia, y ayudó a Stanley a ponérsela.

—Primero trae a Steeden —dijo el capitán, mientras aseguraba el último cierre—. Es más viejo y tiene menos resistencia al campo. Que tengas buena suerte, muchacho, y si lo consigues, regresa inmediatamente. Inmediatamente, ¿me oyes?

Stanley se tambaleó al dar el primer paso, pero la vida en Ganímedes le había acostumbrado a las gravedades por debajo de lo normal y se recuperó con rapidez. No dio muestras de vacilación mientras saltaba hacia las dos figuras tendidas, lo cual nos animó. Evidentemente, el campo magnético aún no le afectaba.

Ahora tenía uno de los cuerpos sobre los hombros y se disponía a regresar a la nave a un paso ligeramente más lento. Al desembarazarse de su carga en la esclusa, agitó el brazo frente a la ventana donde estábamos y nosotros le respondimos del mismo modo.

Apenas se había alejado, cuando tuvimos a Steeden dentro. Le quitamos el traje y lo estiramos, macilento y pálido como estaba, sobre el diván.

El capitán acercó un oído a su pecho y de repente se echó a reír con súbito alivio.

—El viejo excéntrico sigue en plena forma.

Al oír aquello nos arremolinamos a su alrededor con alegría, impacientes por colocar un dedo sobre su muñeca y asegurarnos de que seguía con vida. Su cara se crispó, y cuando una voz baja y confusa murmuró súbitamente: «Así se lo dije a Peewee, se lo dije…», nuestras últimas dudas se desvanecieron.

Fue un repentino y agudo grito de Whitefield lo que nos atrajo de nuevo a la ventana.

—Algo malo le ocurre al muchacho.

Stanley se encontraba a medio camino de regreso hacia la nave con su segunda carga, pero ahora se tambaleaba… avanzando irregularmente.

—No puede ser —susurró Whitefield, con voz ronca—. No puede ser. ¡El campo
no puede
haberle afectado!

—¡Dios mío! —el capitán se mesaba el cabello con violencia—, esa maldita antigualla no tiene radio. No puede decirnos qué ocurre. —De repente hizo ademán de alejarse—. Me voy a buscarle. Con campo o sin campo, me voy a buscarle.

—Espere, capitán —dijo Tuley, agarrándole por el brazo—, aún puede lograrlo.

Stanley corría de nuevo, pero de forma curiosa, en zigzag, revelando claramente que no sabía adónde iba. Resbaló dos o tres veces y se cayó, pero cada vez logró ponerse en pie de nuevo. Por último, tropezó contra el casco de la nave, y buscó frenéticamente a tientas la esclusa abierta.

Nosotros gritamos y rezamos y sudamos, pero no podíamos ayudar en nada. Y entonces desapareció. Había tropezado con la esclusa y se había caído dentro.

Los tuvimos dentro en un tiempo récord, y los despojamos de sus trajes. Charney estaba vivo, lo supimos a la primera mirada, y, enseguida le abandonamos muy poco ceremoniosamente por Stanley. El color azul de su rostro, la lengua hinchada, el reguero de sangre fresca que corría de la nariz a la barbilla nos contaron su propia historia.

—El traje se ha agrietado —dijo Harrigan.

—Apártense de él —ordenó el capitán—, denle aire.

Aguardamos. Finalmente, un débil gemido del muchacho nos indicó que recuperaba el conocimiento y todos sonreímos a la vez.

—Un muchachito valiente —dijo el capitán—. Ha recorrido los últimos cien metros gracias a su temple y nada más —y repitió—: Un muchachito valiente. Conseguirá una medalla por esto, aunque tenga que darle la mía.

Calixto no era más que una pequeña bola azul en el monitor —un mundo cualquiera desprovisto de todo misterio. Stanley Fields, capitán honorario de la gran nave
Cere
s, le hizo gestos de burla, sacando la lengua al mismo tiempo. Un gesto muy poco elegante, pero que simbolizaba el triunfo del Hombre sobre el hostil sistema solar.

Herencia (1941)

“Heredity”

El doctor Stefansson acarició el grueso fajo de hojas mecanografiadas que tenía delante.

—Todo está aquí, Harry… veinticinco años de trabajo.

El apacible profesor Harvey chupó su pipa con indolencia.

—Bien, tu parte está terminada y la de Markey también, en Ganímedes. Ahora les toca el turno a los gemelos.

Se produjo un corto y meditabundo silencio, y después el doctor Stefansson se agitó intranquilo.

—¿Comunicarás pronto la noticia a Allen?

El otro asintió con tranquilidad.

—Tenemos que hacerlo antes de llegar a Marte, y cuanto antes mejor. —Hizo una pausa, y después añadió con voz forzada—: Me pregunto lo que se siente al averiguar que se tiene un hermano gemelo, al cabo de veinticinco años. Debe de ser un golpe tremendo.

—¿Cómo lo tomó George?

—Al principio no se lo creía, y no me extraña. Markey tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para convencerle de que no era una broma. Supongo que a mí me pasará lo mismo con Allen —Apretó el tabaco de su pipa y movió la cabeza.

—Me siento tentado de ir a Marte para ver su primer encuentro —comentó el doctor Stefansson anhelante.

—No harás tal cosa, Stef. Este experimento ha llevado demasiado tiempo y significa demasiado para que lo destroces con una decisión tan tonta.

—¡Lo sé, lo sé! ¡La herencia contra el medio ambiente! Quizá acabe siendo la respuesta definitiva —Hablaba para sí mismo, como si repitiera una vieja fórmula muy conocida—. Dos gemelos idénticos, separados al nacer; uno educado en la vieja y civilizada Tierra, el otro en el pionero Ganímedes. Después, el día de su vigésimo quinto cumpleaños, se les reúne por primera vez en Marte… ¡Dios mío! Me hubiera gustado que Carter viviera para ver el final de todo esto. Son
sus
hijos.

—¡Lástima! Pero ellos viven, y nosotros también. Llevar el experimento hasta el final será el tributo que nosotros le haremos.

Cuando se ve por vez primera la sucursal marciana de Productos Medicinales, S. A., es imposible adivinar que esté rodeada por algo que no sea desierto. No se distinguen las cuevas subterráneas donde se crían artificialmente los hongos naturales de Marte en enormes y florecientes campos. El intrincado sistema de transporte que conecta todos los puntos de los innumerables kilómetros cuadrados de campos al edificio central es invisible. El sistema de irrigación, los purificadores de aire, las cañerías de drenaje, todo está oculto.

Y lo único que uno ve es el gran edificio achatado de ladrillos rojos y el desierto marciano, rojizo y seco, a todo su alrededor.

Eso era todo lo que George Carter había visto tras su llegada a bordo de un cohete-taxi. Pero a él, por lo menos, las apariencias no le habían decepcionado. Hubiera sido extraño que ocurriera lo contrario, pues su vida en Ganímedes había estado orientada en todas sus fases hacia una eventual dirección general de aquel complejo. Conocía cada centímetro cuadrado de las cavernas subterráneas como si hubiera nacido y crecido en ellas.

Y ahora se encontraba en el reducido despacho del profesor Lemuel Harvey, sin poder evitar que una ligera nube de intranquilidad cruzara por su impasible semblante. Sus fríos ojos de color azul buscaron los del profesor Harvey.

—Ese… ese hermano gemelo mío. ¿Vendrá pronto?

El profesor Harvey asintió.

—Ya está en camino.

George Carter descruzó las rodillas. Su expresión era casi melancólica.

—Se parece muchísimo a mí, ¿eh?

—Muchísimo. Ya sabes que sois gemelos idénticos.

—¡Humm! ¡Así lo creo! Me gustaría haberle conocido desde siempre, ¡en Ganímedes! —Frunció el ceño—. Ha vivido toda su vida en la Tierra, ¿eh?

Una expresión de interés apareció en el rostro del profesor Harvey. Preguntó vivamente:

—¿No te gustan los terrícolas?

—No, no exactamente —fue la inmediata respuesta—. Es sólo que los terrícolas son ingenuos. Todos los que yo conozco lo son.

Harvey esbozó una sonrisa y la conversación languideció.

La señal de la puerta sacó a Harvey de su ensoñación y a George Carter de su asiento al mismo tiempo. El profesor apretó un botón de su mesa y la puerta se abrió.

La figura que apareció en el umbral atravesó la habitación y después se detuvo. Los hermanos gemelos estaban frente a frente.

Los dos estaban rígidamente erguidos, a tres metros de distancia el uno del otro, y sin hacer ni un solo movimiento por reducir la separación. Mostraban un curioso contraste, un contraste que resultaba más marcado por la gran similitud que había entre ambos.

Unos fríos ojos azules se clavaron en otros fríos ojos azules. Cada uno de ellos vio una nariz larga y recta y unos labios rojos firmemente cerrados. Los altos pómulos eran tan prominentes en uno como en el otro, la saliente y angulosa mandíbula, igual de cuadrada. Incluso tenían la misma y extraña curva en una ceja, en expresiones idénticas de interés absorto y algo irónico.

Pero con el rostro, todo parecido acababa. La ropa de Allen Carter llevaba el sello de Nueva York en cada centímetro cuadrado. Desde la blusa suelta, pasando por los pantalones de color púrpura oscuro que no bajaban de las rodillas, las medias asalmonadas de celulosa, hasta las relucientes sandalias de sus pies, era la personificación de la última moda terrícola.

Durante un momento fugaz, George Carter experimentó un cierto sentimiento de torpeza, enfundado como iba en una camisa de mangas ajustadas y cuello cerrado de hilo de Ganímedes. El chaleco sin botones y los voluminosos pantalones con los extremos metidos en unas botas de cordones y resistentes suelas eran chabacanos y provincianos. Incluso
él
se dio cuenta… sólo durante un momento.

Allen sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la manga —fue el primer movimiento que hizo uno de los dos hermanos—, lo abrió y extrajo un delgado cilindro de tabaco cubierto con papel que se encendió espontáneamente a la primera chupada.

George vaciló una fracción de segundo y su acción subsiguiente fue casi de desafío. Introdujo la mano en el bolsillo interior del chaleco y extrajo la verde y reseca silueta de un cigarro hecho con hoja de Ganímedes. Encendió una cerilla con la uña y durante un largo momento lo equiparó, chupada a chupada, con el cigarrillo de su hermano.

Y entonces Allen se echó a reír… con una risa extraña y estridente.

—Me parece que tú tienes los ojos un poco más juntos.

—Es posible que así sea. Tú llevas el cabello de forma diferente —Había una débil nota de desaprobación en su voz. Allen se llevó la mano a su largo cabello castaño, cuidadosamente rizado en las puntas, mientras sus ojos se posaban sobre la cola descuidadamente anudada que recogía el cabello, igualmente largo, del otro.

—Supongo que tendremos que acostumbrarnos el uno al otro. Yo estoy deseando intentarlo —El gemelo de la Tierra avanzaba ahora, con la mano extendida.

George sonrió.

—Supongo que sí.

Se estrecharon las manos.

—Te llamas Allen, ¿eh? —dijo George.

—Y tú, George, ¿verdad? —contestó Allen.

Y después no dijeron nada más durante largo rato. Se limitaron a mirarse… y a sonreírse como si lucharan por llenar el vacío de veinticinco años que les separaban.

La mirada impersonal de George Carter se posó sobre la alfombra de capullos púrpura que se extendía en cuadriláteros bordeados de tierra hasta la brumosa distancia de las cavernas. Los periódicos y escritores podían hablar del «hongo de oro» de Marte, de los extractos purificados, en cosechas de hectáreas de flores, que se habían hecho indispensables para la profesión médica del sistema. Calmantes, vitaminas depuradas, un nuevo específico vegetal contra la neumonía; las flores casi valían su peso en oro.

Pero para George Carter no eran más que flores, flores que debían alcanzar su máximo desarrollo, ser recogidas, embaladas y enviadas a los laboratorios de Aresópolis, a cientos de miles de kilómetros de distancia.

Redujo la velocidad de su coche terrestre y sacó furiosamente la cabeza por la ventanilla.

—¡Eh, tú, rata de alcantarilla! El de la cara sucia. Mira lo que estás haciendo… que la maldita agua no se salga del canal.

Metió la cabeza y el coche avanzó de nuevo. El joven de Ganímedes murmuró con mal humor:

—Todos esos hombres son unos inútiles. Con tantas máquinas para hacer su trabajo, yo diría que tienen el cerebro de vacaciones permanentes.

El coche terrestre se detuvo y él descendió. Atravesando las parcelas de hongos, se acercó al grupo de hombres que había junto a la máquina en forma de estrella que aparecía en el camino.

—Bien, aquí estoy. ¿Qué es eso, Allen?

Allen sacó la cabeza de detrás de la máquina. Hizo señas a los hombres que le rodeaban.

—¡Deténganse un segundo! —y corrió hacia su hermano gemelo.

—George, funciona. Es lenta y está mal hecha, pero funciona. Ahora que tenemos los fundamentos, podemos mejoraría. Y dentro de muy poco tiempo, seremos capaces de…

—Espera un momento, Allen. En Ganímedes se va despacio. He vivido así mucho tiempo. ¿Qué es eso?

Allen hizo una pausa y se enjugó la frente. Su rostro brillaba de grasa, sudor y excitación.

—He estado trabajando en esto desde que dejé la Universidad. Es una modificación de algo que tenemos en la Tierra, pero que está muy mejorado. Es un recolector de flores mecánico.

Había extraído un cuadrado de papel resistente, muy doblado, del bolsillo y hablaba sin cesar mientras lo extendía sobre el suelo:

—Hasta el momento, la recogida de las flores ha sido la dificultad de la producción, para no hablar del 15 al 20 por ciento de pérdidas por recoger flores poco o demasiado maduras. Al fin y al cabo, los ojos humanos son sólo ojos humanos, y las flores… Aquí, ¡mira!

El papel estaba extendido sobre el suelo, y Allen, de cuclillas frente a él. George se inclinó sobre su hombro, con ceñuda vigilancia.

—Mira, es una combinación de fluoroscopio y célula fotoeléctrica. La madurez de la flor puede determinarse por el estado de las esporas que tiene dentro. Esta máquina está ajustada de modo que el circuito característico reaccione ante el impacto que produce esta combinación de luz y oscuridad formada por las esporas maduras del interior de la flor. Por otro lado, este segundo circuito…, pero mira, será más sencillo que te lo enseñe.

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