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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (128 page)

BOOK: Cuentos completos
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No habría sido tan grave si la gente común no hubiera vacilado entre la enormidad de la acusación, si era cierta, y su sensacionalista estupidez, si era falsa.

Al día siguiente de esa rutinaria designación, un periódico publicó la síntesis de una larga entrevista con la doctora Susan Calvin, «famosa experta internacional en robopsicología y positrónica».

A continuación se produjo lo que el lenguaje popular describe sucintamente como un «revuelo descomunal».

Era lo que esperaban los fundamentalistas. No constituían un partido político ni practicaban una religión formal. Esencialmente, se trataba de quienes no se habían adaptado a lo que otrora se llamaba la Era Atómica, cuando los átomos eran una novedad. Apologistas de la vida sencilla, añoraban una vida que quizá no les hubiera parecido tan sencilla a aquellos que la vivían y que, por consiguiente, también habían sido defensores de la vida sencilla.

Los fundamentalístas no necesitaban nuevas razones para odiar a los robots ni a sus fabricantes; pero una nueva razón, como la acusación de Quinn y el análisis de Calvin, bastaba para que ese odio se manifestara de forma audible.

Las enormes instalaciones de Robots y Hombres Mecánicos eran como una colmena con enjambres de guardias armados, dispuesta para la guerra.

En la ciudad, la casa de Stephen Byerley se hallaba erizada de policías.

La campaña política dejó de lado todos los otros temas y se parecía a una campaña sólo porque era algo que llenaba la pausa entre la designación y las elecciones.

Stephen Byerley no permitió que aquel hombrecillo quisquilloso lo distrajera. No se inmutó ante los uniformes. Fuera de la casa, más allá de la hilera de hoscos guardias, los reporteros y los fotógrafos aguardaban, según la tradición de su casta. Incluso una emisora de televisión enfocaba una cámara hacia la entrada del modesto hogar del fiscal, mientras un locutor artificialmente excitado introducía comentarios exagerados.

Un hombrecillo quisquilloso se adelantó y le mostró un papel oficial.

—Señor Byerley, esta orden del tribunal me autoriza a registrar el edificio en busca de…, bueno…, de hombres mecánicos o robots ilegales.

Byerley tomó el papel, lo miró con indiferencia y lo devolvíó sonriendo.

—Todo en orden. Adelante, cumpla con su deber. Señora Hoppen —se dirigió a su ama de llaves, que salió de mala gana de la habitación contigua—. Por favor, acompáñelos y ayúdelos en lo que sea.

El hombrecillo, que se llamaba Harroway, titubeó, se sonrojó, apartó la mirada de los ojos de Byerley y les murmuró a los dos policías:

—Vamos.

Regresó a los diez minutos.

—¿Ha terminado? —preguntó Byerley, con el tono de alguien que no está interesado ni en la pregunta ni en la respuesta.

Harroway se aclaró la garganta, empezó a hablar en un tono demasiado agudo y comenzó de nuevo, de mal humor.

—Mire, señor Byerley, tenemos instrucciones de investigar la casa exhaustivamente.

—¿Y no lo han hecho?

—Nos dijeron exactamente qué teníamos que buscar.

—En pocas palabras, señor Byerley, y para decirlo sin rodeos, nos dijeron que le investigáramos a usted.

El fiscal sonrió.

—¿A mí? ¿Y cómo piensan hacerlo?

—Tenemos una unidad de radiación Penet…

—Así que van a hacerme una radiografía, ¿eh? ¿Tiene la autorización?

—Ya vio la orden.

—¿Puedo verla de nuevo?

Harroway, con la frente reluciendo por algo más que por el mero entusiasmo, se la entregó por segunda vez, y Byerley dijo en un tono neutro:

—Aquí veo la descripción de lo que deben investigar. Cito líteralmente: «La vivienda perteneciente a Stephen Allen Byerley, situada en el 355 de Willow Grove, Evanstron, junto con cualquier garaje, almacén u otras estructuras o edificios anexos, junto con todos los terrenos correspondientes, etcétera.» Todo en orden. Pero, buen hombre, aquí no dice nada sobre investigar mi interior. Yo no formo parte del terreno. Puede investigar mi ropa, si cree que llevo un robot escondido en el bolsillo.

Harroway no tenía dudas acerca de sus metas laborales. No se proponía quedarse a la zaga cuando se le presentaba la oportunidad de obtener un empleo mejor, es decir, un empleo mejor pagado.

—Mire —dijo, en un tono vagamente amenazador—,tengo autorización para registrar los muebles de la casa y todo lo que encuentre en ella. Usted está en ella, ¿verdad?

—Una observación notable. Estoy en ella, pero no soy un mueble. Como ciudadano con responsabilidad adulta (y tengo el certificado psiquiátrico que lo demuestra) poseo ciertos derechos, según los artículos regionales. Si me investiga, estará usted violando mi derecho a la intimidad. No le basta con ese papel.

—Claro. Pero sí resulta que es un robot no tiene derecho a la intimidad.

—Es verdad, sólo que ese papel no basta, pues me reconoce implícitamente como ser humano.

—¿Dónde?

Harroway se lo arrebató.

—Dónde dice

Harroway se dirigió hacia la puerta y allí se volvió.

—Es usted un abogado astuto… —Tenía la mano en el bolsillo. Se quedó quieto un momento y, luego, salió, sonrió a la cámara de televisión, saludó a los reporteros y gritó—: ¡Tendremos algo mañana, muchachos! ¡De veras!

En su vehículo, se reclinó, sacó del bolsillo el aparatito y lo inspeccionó. Era la primera vez que tomaba una fotografía por reflexión de rayos X. Esperaba haberlo hecho correctamente.

Quinn y Byerley nunca se habían enfrentado a solas cara a cara. Pero el vídeófono se parecía bastante a eso. En realidad, tomada literalmente, la frase tal vez era precisa, aunque uno sólo fuese para el otro la imagen de luz y sombras de un banco de fotocélulas.

Fue Quinn quien hizo la llamada. Fue Quinn quien habló primero, y sin ceremonias:

—He pensado que le gustaría saber, Byerley, que me propongo difundir que usted usa un escudo protector antiradiación Penet.

—¿Ah, sí? En ese caso, tal vez ya lo haya difundido. Sospecho que nuestros emprendedores. periodistas tienen intervenidas mis diversas líneas de comunicación. Sé que han llenado de agujeros las líneas de mi despacho, y por eso me he atrincherado en mi casa en estas últimas semanas.

Byerley había utilizado un tono amistoso, casi familiar. Quinn apretó ligeramente los labios.

—Esta llamada está totalmente protegida. La estoy efectuando con ciertos riesgos personales.

—Eso imaginaba. Nadie sabe que usted está detrás de esta campaña. Al menos, nadie lo sabe oficialmente. Y nadie lo sabe extraoficialmente. Yo no me preocuparía. ¿Conque uso un escudo protector? Supongo que lo averiguó el otro día, cuando la fotografía que tomó su inexperto sabueso resultó estar sobreexpuesta.

—Como comprenderá, Byerley, sería obvio para todo el mundo que usted no se atreve a enfrentarse a un análisis de rayos X.

—Y también que usted o sus hombres intentaron violar ilegalmente mi derecho a la intimidad.

—Lo cual les importará un cuerno.

—Tal vez sí les importe. Es bastante simbólico de nuestras dos campañas. Usted se interesa poco por los derechos individuales del ciudadano; yo me intereso mucho. No me someto al análisis de rayos X porque deseo defender mis derechos por principio, tal como defenderé los derechos de otros cuando resulte elegido.

—Un discurso muy interesante, sin duda, pero nadie le creerá. Demasiado rimbombante para ser cierto. —Cambió bruscamente de tono—: Otra cosa, el personal de su casa no estaba completo la otra noche.

—¿En qué sentido?

Quinn movió unos papeles que estaban dentro del radio de visión de la cámara.

—Según el informe, faltaba una persona; un tullido.

—Como usted dice —le confirmó fríamente Byerley—, un tullido. Mi maestro, que vive conmigo y ahora está en el campo, desde hace dos meses. Un «necesitado descanso» es la expresión que se suele aplicar en estos casos. ¿Lo autoriza usted?

—¿Su maestro? ¿Un científico?

—Fue abogado, antes de ser un tullído. Tiene licencia gubernamental como investigador de biofísica con laboratorio propio y ha presentado una descripción total de la tarea que está realizando a las autoridades pertinentes, a las cuales le puedo remitir. Es un trabajo menor, pero representa una afición inofensiva y fascinante para un… pobre tullido. Como ve, brindo toda la colaboración posible.

—Lo he notado. ¿Y qué sabe ese… maestro… sobre manufacturación de robots?

—Yo no podría juzgar la magnitud de sus conocimientos en un campo con el cual no estoy familiarizado.

—¿No tiene acceso a cerebros positrónicos?

—Pregunte a sus amigos de Robots y Hombres Mecánicos. Ellos deberían de saberlo.

—Lo diré sin rodeos, Byerley. Su maestro lisiado es el verdadero Stephen Byerley. Usted es un robot de su creación. Podemos probarlo. Fue él quien sufrió el accidente automovilístico, no usted. Habrá modos de revisar la documentación.

—¿De veras? Pues hágalo. Le deseo lo mejor.

—Y podemos investigar el «retiro campestre» de su presunto maestro y ver qué encontramos allí.

—No crea, Quínn. —Byerley sonrió—. Lamentablemente para usted, mi presunto maestro es un hombre enfermo. Su retiro campestre es su lugar de descanso. Su derecho a la intimidad como ciudadano de responsabilidad adulta es aún más fuerte, dadas las circunstancias. No podrá obtener una orden para entrar en su propiedad sin demostrar una causa justa. No obstante, yo sería el último en impedir que lo intentara.

Hubo una pausa y, al fin, Quinn se inclinó hacia delante, de modo que la imagen de su rostro se expandió y las arrugas de la frente resultaron visibles.

—Byerley, ¿por qué se empecina? No puede salir elegido.

—¿No?

—¿Cree que puede? ¿No comprende que al no intentar refutar la acusación, algo que podría hacer sencillamente rompiendo una de las tres leyes, no hace sino convencer al pueblo de que es un robot?

—Lo único que comprendo es que, de ser un oscuro abogado, he pasado a ser una figura mundial. Es un gran publicista, Quínn.

—Pero usted es un robot.

—Eso dicen, aunque no se ha demostrado.

—Está suficientemente demostrado para los votantes.

—Entonces, tranquilícese. Ha ganado usted.

—Adiós —dijo Quinn, con su primer toque de cólera, y la pantalla se apagó.

—Adiós —contestó el imperturbable Byerley a la pantalla en blanco.

Byerley llevó de vuelta a su «maestro» la semana previa a las elecciones. El aeromóvil descendíó sigilosamente en una parte oscura de la ciudad.

—Te quedarás aquí hasta después de las elecciones —le indicó—. Será mejor que estés alejado si las cosas se ponen feas.

La voz ronca que salió con dificultad de la boca torcida de John parecía mostrar preocupación:

—¿Hay peligro de violencia?

—Los fundamentalistas amenazan con ello, así que supongo que teóricamente sí. Pero no lo creo. Los fundamentalistas no tienen verdadero poder. Son sólo un factor irritante y machacón, que podría provocar un disturbio al cabo de un rato. ¿No te molesta quedarte aquí? Por favor. No actuaré con soltura si he de estar preocupado por ti.

—Oh, me quedaré. ¿Crees que todo irá bien?

—Estoy convencido. ¿Nadie te molestó allí?

—Nadie. Estoy seguro.

—¿Y lo tuyo fue bien?

—Bastante. No habrá problemas.

—Entonces, cuídate y mañana mira la televisión, John.

Byerley le apretó la mano rugosa.

La frente de Lenton era una maraña de arrugas tensas. Tenía el poco envidiable trabajo de ser jefe de campaña de Byerley en una campaña que no era tal y para una persona que rehusaba revelar su estrategia y aceptar la de su jefe de campaña.

—¡No puedes! —Era su frase favorita. Se había transformado en su única frase—. ¡Te digo que no puedes, Steve! —Se plantó frente al fiscal, que hojeaba las páginas mecanografiadas del discurso—. Olvídalo, Steve. Mira, esa concentración la han organizado los fundamentalistas. No conseguirás que te escuchen. Lo más probable es que te tiren piedras. ¿Por qué tienes que echar un discurso en público? ¿Qué tiene de malo una grabación visual?

—Quieres que gane las elecciones, ¿verdad?

—¡Ganar las elecciones! No vas a ganar, Steve. Estoy tratando de salvarte la vida.

—Oh, no corro peligro.

—No corre peligro, no corre peligro —rezongó Lenyton—. ¿Quieres decir que saldrás a ese balcón ante cincuenta mil maniáticos y tratarás de hacerlos entrar en razón? ¿Desde un balcón, como un dictador medieval?

Byerley consultó su reloj.

—Dentro de cinco minutos, en cuanto estén libres las líneas de televisión.

La respuesta de Lenton no es reproducible.

La multitud abarrotaba una zona acordonada de la ciudad. Los árboles y las casas parecían brotar de un terreno que era una masa humana. Y el resto del mundo observaba por ultraonda. Aunque era una elección local, contaba con una audiencia mundial. Byerley pensó en eso y sonrió.

Pero la multitud no daba motivos para sonreír. Había letreros y estandartes que proclamaban todas las acusaciones posibles, referentes a su presunta condición de robot. La hostilidad era cada vez más intensa y tangible.

El discurso funcionó mal desde el principio. Competía contra el incipiente rugido de la muchedumbre y los gritos rítmicos de las camarillas de fundamentalistas, que formaban islas de agitación dentro de la agitación. Byerley continuó hablando con voz lenta y pausada.

En el interior, Lenton gruñía, tirándose del cabello y esperando el derramamiento de sangre.

Hubo una conmoción en las filas delanteras. Un ciudadano enjuto, de ojos saltones y ropas demasiado cortas para su cuerpo larguirucho comenzó a abrirse paso a codazos. Un policía se lanzó hacia él, avanzando trabajosamente. Byerley le hizo señas de que no interviniera. El hombre enjuto se puso bajo el balcón. El rugido de la muchedumbre ahogó sus palabras.

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