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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (127 page)

BOOK: Cuentos completos
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—No obstante —insistió Lanning—, al margen de lo que usted piense del asunto, sólo haría falta esa comida que le he mencionado para darlo por concluido.

De nuevo, Byerley se volvió hacia la mujer, que aún lo miraba inexpresivamente.

—Perdóneme. He entendido bien su nombre, ¿verdad? ¿Doctora Susan Calvin?

—Sí, señor Byerley.

—Usted es la psicóloga de la compañía, ¿no es cierto?

—Robopsicóloga, por favor.

—Ah. ¿Tan diferente es la mente robótica de la mente humana?

—Están a mundos de distancia. —La doctora sonrió glacialmente—. Los robots son esencialmente decentes.

El abogado contuvo una sonrisa.

—Vaya, qué afirmación tan incisiva. Pero sólo quería decir que, como usted es psicól…, robopsicóloga, y mujer, apuesto a que ha hecho algo en lo cual el doctor Lanning no ha pensado.

—¿A qué se refiere?

—A que se ha traído algo de comer en el bolso.

La estudiada indiferencia de los ojos de Susan Calvin se resquebrajó.

—Me sorprende usted, señor Byerley.

Abrió el bolso y sacó una manzana. Se la entregó en silencio. El doctor Lanning, tras su sobresalto inicial, siguió el movimiento de una mano a la otra, con ojos alertas.

Stephen Byerley mordió tranquilamente un trozo de la manzana y tranquilamente lo tragó.

—¿Ve usted, doctor Lanning?

El doctor sonrió con un alivio tan evidente que hasta sus cejas irradiaron benevolencia. Pero ese alivio sólo duró un frágil segundo.

—Sentía curiosidad por ver sí usted comería —manifestó Susan Calvin—, pero, desde luego, eso no demuestra nada.

Byerley sonrió.

—¿Ah, no?

—Claro que no. Es obvio, doctor Lanning, que si este hombre fuera un robot humanoide sería una imitación perfecta. Es demasiado humano para ser creíble. A fin de cuentas, hemos estado viendo y observando a los seres humanos toda nuestra vida. Un ejemplar ligeramente defectuoso no daría resultado. Tiene que ser convincente. Observe la textura de la tez, la calidad de los iris, la formación de los huesos de la mano. Si es un robot, espero que lo haya fabricado la compañía, porque es un buen trabajo. ¿Cree usted que alguien capaz de prestar atención a tales exquisiteces pasaría por alto un par de dispositivos para encargarse del comer, del dormir y de la eliminación? Sólo en caso de necesidad, tal vez; por ejemplo, para impedir estas situaciones. Así que una comida no prueba nada.

—Un momento —rezongó Lanning—. No soy tan tonto como ustedes creen. No me interesa el problema de la humanidad o inhumanidad del señor Byerley. Me interesa sacar a la empresa de un aprieto. Una comida en público acabaría con el problema, haga lo que haga Quinn. Podemos dejar los detalles más finos para los abogados y los robopsicólogos.

—Pero, doctor Lanning —intervino Byerley—, olvida usted el marco político de la situación. Yo estoy tan ansioso de ser elegido como Quinn de detenerme. A propósito, ¿ha notado que acaba de usar su apellido? Es uno de mis trucos de leguleyo. Sabía que terminaría por mencionarlo.

Lanning se sonrojó.

—¿Qué tienen que ver las elecciones?

—La publicidad funciona en ambos sentidos. Si Quinn quiere llamarme robot y tiene el descaro de hacerlo, yo tengo agallas para seguirle el juego.

Lanning se quedó estupefacto.

—¿Eso significa que usted…?

—Exacto. Eso significa que voy a permitirle continuar, elegir la soga, evaluar su resistencia, cortar la longitud adecuada, preparar el nudo, meter la cabeza dentro y sonreír. Yo me encargaré del resto, que es bien poco.

—Se siente usted muy confiado.

Susan Calvin se puso en pie.

—Vamos, Alfred. No conseguiremos que cambie de opinión.

—¿Ve usted? —le dijo Byerley con una sonrisa—. También es experta en psicología humana.

Pero quizá Byerley no se sintiera tan confiado como creía el doctor Lanning cuando esa noche aparcó el coche en las pistas automáticas que conducían al garaje subterráneo y se encamínó hacia su casa.

El hombre de la silla de ruedas lo recibió con una sonrisa. El rostro de Byerley se iluminó de afecto. Se le acercó.

La voz del lisiado era un susurro ronco y áspero que brotaba de una boca torcida en una mueca tallada sobre el rostro que era mitad tejido cicatrizado.

—Llegas tarde, Steve.

—Lo sé, John, lo sé. Pero hoy me he topado con un curioso e interesante problema.

—¿De veras? —Ni el rostro deforme ni la voz cascada podían comunicar expresiones, pero había ansiedad en los claros ojos—. ¿Algo que no puedes controlar?

—No estoy seguro. Tal vez necesite tu ayuda. Tú eres el chico brillante de la familia. ¿Quieres que te lleve a pasear por el jardín? Hace una noche maravillosa.

Dos fuertes brazos alzaron a John. Suavemente, casi con ternura, Byerley rodeó los hombros y las piernas arropadas del lisiado. Lenta y cuidadosamente, atravesó la habitación, bajó por la rampa destinada a la silla de ruedas y salió por la puerta trasera al jardín de detrás de la casa, rodeado por paredes y alambres.

—¿Por qué no me dejas usar la silla, Steve? Esto es tonto.

—Porque prefiero llevarte. ¿Tienes algo que oponer? Sabes que estás tan contento de apearte un rato de ese artilugio motorizado como yo de llevarte. ¿Qué tal te sientes hoy?

Depositó a John en la hierba fresca.

—¿Cómo voy a sentirme? Pero háblame de tus problemas.

—La campaña de Quinn se basará en su afirmación de que soy un robot.

John abrió los ojos de par en par.

—¿Cómo lo sabes? Es imposible. No puedo creerlo.

—Te aseguro que es así. Ha hecho ir a uno de los grandes científicos de Robots y Hombres Mecánicos a mi despacho para que hablara conmigo.

John arrancó una brizna de hierba.

—Entiendo, entiendo.

—Pero nos podemos permitir que escoja el terreno —dijo Byerley—. Tengo una idea. Escucha y dime si podemos hacerlo…

La escena que se veía esa noche en el despacho de Lanning era un cuadro viviente de miradas. Francis Quinn miraba reflexivamente a Alfred Lanning, que miraba con furia a Susan Calvin, que miraba impávida a Quinn.

Francis Quinn rompió la tensión, procurando manifestar un poco de buen humor.

—Una bravuconada. Él improvisa sobre la marcha.

—¿Apostaría usted a eso, señor Quinn? —preguntó con indiferencia la doctora Calvin.

—Bien, en realidad es la apuesta de ustedes.

—Mire —dijo Lanning, ocultando su pesimismo con un tono brusco—, hemos hecho lo que usted pidió. Vimos a ese hombre comiendo. Es ridículo suponer que es un robot.

—¿Qué cree usted? —le preguntó Quinn a Calvin—. Lanning dijo que usted era la experta.

—Susan… —empezó Lanning, en un tono casi amenazador.

—¿Por qué no dejarla hablar? Hace media hora que está sentada ahí, como si fuera un poste.

Lanning se sintió acuciado. De las sensaciones que experimentaba a la paranoia incipiente sólo mediaba un paso.

—Muy bien. Habla, Susan. No te interrumpiremos.

Susan Calvin lo miró de soslayo y fijó sus fríos ojos en Quinn.

—Hay sólo dos modos de probar contundentemente que Byerley es un robot. Hasta ahora usted presenta pruebas circunstanciales, con las cuales puede acusar, pero no demostrar; y creo que el señor Byerley es suficientemente sagaz como para refutar ese material. Seguramente usted comparte esta opinión, pues de lo contrario no estaría aquí. Los dos métodos de prueba fehaciente son el físico y el psicológico. Físicamente, se le puede diseccionar o usar rayos X. Sería problema de usted cómo lograrlo. Psicológicamente, se puede estudiar su conducta, pues si es un robot positrónico se debe atener a las tres leyes de la robótica. Un cerebro positrónico no se puede construir sin ellas. ¿Conoce usted las leyes, señor Quinn?

Hablaba con claridad, citando palabra por palabra el famoso texto en negritas de la primera página del Manual de robótica.

—He oído hablar de ellas —respondió Quinn, indiferente.

—Entonces será fácil —prosiguió secamente la psicóloga—. Si el señor Byerley infringe una de esas leyes, no es un robot. Lamentablemente, este procedimiento funciona en una sola dirección. Si él respeta las leyes, no prueba nada en ningún sentido.

Quinn enarcó las cejas.

—¿Por qué no, doctora?

—Porque, si usted lo piensa bien, las tres leyes de la robótica constituyen los principios rectores esenciales de muchos sistemas éticos del mundo. Se supone que todo ser humano tiene el instinto de autopreservaci6n. Ésa es la tercera ley para un robot. También se supone que todo ser humano «bueno», con conciencia social y sentido de la responsabilidad, debe respetar la autoridad oportuna; escuchar a su médico, a su jefe, a su Gobierno, a su psiquiatra, a su colega; obedecer las leyes, respetar los reglamentos, conformarse a las costumbres, aun cuando atenten contra su comodidad o su seguridad. Todo eso es la segunda de las leyes. Además, se supone que todo ser humano «bueno» ama a su prójimo como a sí mismo, protege a sus congéneres, arriesga la vida para salvar a otros. Y eso es la primera ley de un robot. Por decirlo con sencillez: si Byerley respeta las tres leyes de la robótica, puede que sea un robot, pero también puede ser sencillamente un buen hombre.

—Pero eso signifjca que nunca podremos probar que es un robot.

—Quizá podamos probar que no lo es.

—Esa prueba no es la que necesito.

—Obtendrá la prueba que exista. En cuanto a sus necesidades, usted es el único responsable.

La mente de Lanning reaccionó de pronto ante el estímulo de una idea.

—¿Alguien ha pensado que ser fiscal es una ocupación bastante extraña para un robot? Acusar a seres humanos, sentenciarlos a muerte, causarles un perjuicio infinito…

Quinn contraatacó de inmediato:

—No, no puede usted librarse del asunto tan fácilmente. Ser fiscal no lo vuelve humano. ¿No conoce su trayectoria? ¿No sabe usted que alardea de no haber acusado jamás a un inocente, que hay montones de individuos que no fueron juzgados porque las pruebas existentes no lo convencían, aunque tal vez hubiera podido persuadir a un jurado de que los atomizaran? Ésta es la situación.

Las delgadas mejillas de Lanning temblaron.

—No, Quinn, no. Las leyes de la robótica no dejan margen para culpabilizar a los humanos. Un robot no puede juzgar sí un ser humano merece la muerte. No le corresponde decidirlo. No puede perjudicar

—Alfred —intervino Susan Calvin, con voz cansada—, no digas tonterías. ¿Y si un robot se topara con un demente dispuesto a incendiar una casa llena de gente? Detendría al demente, ¿verdad?

—Desde luego.

—Y si el único modo de detenerlo fuera matarlo…

Lanning emitió un sonido gutural. Nada más.

—La respuesta, Alfred, es que haría lo posible para no matarlo. Si el demente muriese, el robot necesitaría psicoterapia, pues podría enloquecer ante el conflicto al que se enfrenta: haber quebrantado la primera ley por ceñirse a ella en un grado superior. Pero un hombre estaría muerto, y un robot lo habría matado.

—Bien, ¿acaso Byerley está loco? —preguntó Lanning con sarcasmo.

—No, pero él no ha matado a nadie personalmente. Ha expuesto datos que presentaban a determinado ser humano como peligroso para la gran masa de seres humanos que denominamos sociedad. Protege al mayor número y así se ciñe lo más posible a la primera ley. Hasta ahí llega él. El juez, luego, condena al delincuente a muerte o a prisión, una vez que el jurado decide sobre su culpa o su inocencia. El carcelero lo encierra, el verdugo lo mata; y Byerley no ha hecho más que determinar la verdad y ayudar a la sociedad.

—Señor Quinn, he examinado la carrera del señor Byerley desde que usted nos llamó la atención sobre él. Encuentro que nunca exigió la pena de muerte en sus discursos finales ante el jurado. También encuentro que ha hablado a favor de la abolición de la pena capital y que ha realizado generosas contribuciones a instituciones que investigan la neurofisiología criminal. Aparentemente, cree más en la cura que en el castigo del delito. Eso me parece significativo.

—¿De veras? —Quinn sonrió—. ¿Significativo porque huele a robot encerrado?

—Tal vez. ¿Por qué negarlo? Tales actos sólo podrían provenir de un robot o de un ser humano muy honorable y decente. Pero es imposible diferenciar entre un robot y el mejor de los humanos.

Quinn se reclinó en la silla. La voz le tembló con impaciencia:

—Doctor Lanning, es posible crear un robot humanoide que pudiera imitar perfectamente a un humano en apariencia, ¿verdad?

Lanning carraspeó y reflexionó.

—Nuestra compañía lo ha hecho de un modo experimental —reconoció con desgana—, aunque sin el añadido de un cerebro positrónico. Usando óvulos humanos y controlando las hormonas, es posible generar carne y piel humanas sobre un esqueleto de plástico de silicona porosa, que desafiaría todo examen externo. Los ojos, el cabello y la tez serían realmente humanos, no humanoides. Y si insertamos un cerebro positrónico y los dispositivos que queramos obtendremos un robot humanoide.

—¿Cuánto se tardaría en fabricarlo?

—Teniendo todo el material, es decir, cerebro, esqueleto, óvulo, hormonas y radiaciones, unos dos meses.

El político se levantó de la silla.

—Entonces veremos cómo es por dentro el señor Byerley. Significará mala publicidad para Robots y Hombres Mecánicos, pero ya les di su oportunidad.

Lanning se volvió con impaciencia a Susan Calvin cuando estuvieron a solas.

—¿Por qué insistes…?

Ella respondió con aspereza y sin vacilaciones:

—¿Qué quieres? ¿La verdad, o mi renuncia? No voy a mentir por ti. Robots y Hombres Mecánicos puede cuidarse sola. No te acobardes.

—¿Y qué pasará si abre a Byerley y caen ruedas y engranajes?

—No lo abrirá —contestó Calvin, con desdén—. Byerley es por lo menos tan listo como Quinn.

La noticia cundió por la ciudad una semana antes de la designación de Byerley. Pero «cundió» no es el término adecuado; la noticia se arrastró penosamente por la ciudad, al son de risas y mofas. Y a medida que la mano invisible de Quinn ejercía una presión creciente las risas se volvieron forzadas, se despertó la incertidumbre y la gente empezó a hacerse preguntas.

La convención tuvo el aire de un potro inquieto. No se había previsto ninguna competencia. Una semana antes sólo se hubiera podido designar a Byerley. Ni siquiera existía un sustituto. Tenían que designarlo, pero reinaba una confusión total.

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