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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (260 page)

BOOK: Cuentos completos
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Pesadamente, la máquina se volvió hacia las flores y su «ojo» se desplazó hacia los lados a quince centímetros del suelo. Al pasar junto a cada flor de hongo, se disparaba un largo y delgado brazo, cercenándola limpiamente a dos centímetros del suelo y depositándola con destreza en el tobogán que había debajo. Un montón de flores se formó detrás de la máquina.

—Más adelante, también podemos incorporar una atadora. ¿Te has fijado en aquellas flores que no ha tocado? No están maduras. Espera a que encuentre una demasiado madura y verás lo que hace.

Gritó de triunfo un momento después cuando una flor fue tomada y dejada caer en el mismo lugar.

Paró la máquina.

—¿Ves? Es posible que dentro de un mes podamos empezar a hacerla trabajar en los campos.

George Carter contempló agriamente a su hermano.

—Yo diría que mucho más de un mes. Es más probable que toda la vida.

—¿Qué quieres decir con eso de «toda la vida»? Sólo hay que apresurarse…

—No me importa que lo único que falte sea pintarla de púrpura. Eso no aparecerá en
mis
campos.


¿Tus
campos?

—Sí,
míos
—fue la fría respuesta—. Aquí tengo poder de veto, lo mismo que tú. No puedes hacer nada sin mi autorización, y para esto no la conseguirás. Es más, quiero que te lleves ese trasto lejos de aquí. No sirve de nada.

Allen descendió del colector y se encaró con su hermano.

—Conviniste en dejarme esta parcela para que experimentara en ella, libre de vetos, y espero que mantengas tu palabra.

—Muy bien. Pero que esa maldita máquina no se acerque al resto de los campos.

El terrícola se acercó al otro con lentitud. Había una peligrosa mirada en sus ojos.

—Mira, George, no me gusta tu actitud… y no me gusta cómo empleas tu poder de veto. No sé lo que estás acostumbrado a dirigir en Ganímedes, pero ahora es tu gran oportunidad, y hay muchísimas ideas provincianas que tendrás que sacarte de la cabeza.

—No, si yo no quiero. Y si quieres sacármelas tú mismo, será mejor que vayamos a tu despacho. Discutir delante de los hombres minaría la disciplina.

El viaje de regreso a la central se hizo en un ominoso silencio. George silbaba suavemente para sí y Allen se cruzó de brazos y contempló con ostentosa indiferencia el estrecho y serpenteante camino que tenía delante. El silencio persistía cuando entraron en el despacho del terrícola.

—Hay muchísimas cosas de esta situación, George, que suponen un misterio para mí. No sé por qué a ti te criaron en Ganímedes y a mí en la Tierra, y no sé por qué nunca permitieron que conociéramos la existencia del otro, o por qué ahora nos han hecho codirectores con el poder de veto mutuo… pero lo que sí sé es que la situación se está haciendo rápidamente intolerable.

»Esta sociedad necesita una modernización, y tú lo sabes. Sin embargo, has ejercido ese poder de veto sobre los adelantos más pequeños que yo he tratado de adoptar. No sé cuál es tu punto de vista, pero tengo la impresión de que crees que sigues viviendo en Ganímedes. Si tienes ideas atrasadas, te lo advierto, ponte rápidamente al día. Yo soy de la Tierra, y esta sociedad será llevada con eficiencia terrestre y organización terrestre. ¿Lo entiendes?

George echó una bocanada de oloroso tabaco hacia el techo antes de contestar, pero cuando lo hizo, sus ojos eran penetrantes, y su voz tenía un acento mordaz.

—De la Tierra, ¿verdad? ¿Nada menos que con eficiencia terrestre? Bien, Allen, me gustas. No puedo evitarlo. Eres tan igual a mí, que si no me gustaras sería como si no me gustara a mí mismo. Odio decirlo, pero tu educación es fatal.

Su voz se hizo severamente acusadora:

—Eres un terrícola. Bueno, mírate a ti mismo. Un terrícola no es, en el mejor de los casos, más que medio hombre, y, como es natural, os apoyáis en máquinas. Pero ¿supones que quiero que la sociedad sea dirigida por máquinas…
sólo máquinas?
¿Qué harán los
hombres?

—Los hombres dirigen las máquinas —fue la rápida y malhumorada contestación.

—Las máquinas dirigen a los hombres, y lo sé muy bien. Primero, las usas; después dependes de ellas; y finalmente eres su esclavo. En tu preciosa Tierra sólo hay máquinas, máquinas, máquinas… y como resultado, ¿qué
eres tú?
Te lo diré. ¡Medio hombre!

Se incorporó.

—Me sigues gustando. Me gustas lo bastante para que siga deseando que hubieras vivido en Ganímedes conmigo. Por Júpiter que allí hubieran hecho de ti un hombre.

—¿Has terminado? —preguntó Allen.

—¡Yo diría que sí!

—Entonces te diré una cosa. A ti no te pasa nada que una vida en un planeta decente no hubiera podido solucionar. Sin embargo, se da el caso de que eres de Ganímedes. Te aconsejo que regreses allí.

George habló en voz muy baja.

—No estarás pensando en darme una paliza, ¿verdad?

—No. No podría luchar con mi propia imagen, pero si tuvieras la cara un poco diferente, disfrutaría aplastándotela un poco.

—¿Crees que podrías hacerlo… un terrícola como tú? Vamos, tranquilicémonos. Yo diría que nos estamos excitando demasiado. No arreglaremos nada de
esta
manera.

Volvió a sentarse, chupó inútilmente su cigarro apagado y lo lanzó al incinerador con repugnancia.

—¿Dónde está el agua? —gruñó.

Allen sonrió con repentina satisfacción.

—¿Tienes inconveniente en que sea una máquina la que nos la proporcione?

—¿Una máquina? ¿Qué quieres decir? —el joven de Ganímedes miró a su alrededor, sospechosamente.

—¡Fíjate! Hace una semana que me la he hecho instalar.

Pulsó un botón de la mesa y se oyó un chasquido en la parte inferior. Hubo el sonido del agua que caía durante uno o dos segundos y después un disco circular de metal, que había junto a la mano derecha del terrícola, se deslizó hacia un lado y un vaso de agua se elevó desde abajo.

—Cógelo —dijo Allen.

George lo levantó cuidadosamente y lo vació de un trago. Lanzó el vaso vacío al incinerador, y después contempló larga y pensativamente a su hermano.

—¿Puedo ver esa máquina de agua tuya?

—Claro. Está debajo de la mesa. Aquí, te haré sitio para que la veas.

El de Ganímedes se arrastró por el suelo, mientras Allen le observaba con incertidumbre. De repente apareció una mano morena y una voz ahogada dijo:

—Dame un destornillador.

—¡Toma! ¿Qué pretendes hacer?

—Nada. Nada en absoluto. Sólo quiero investigar este artefacto.

Cogió el destornillador y, durante unos minutos, no se oyó otra cosa que un ocasional chirrido de metal contra metal. Finalmente, George asomó un rostro congestionado y se ajustó el arrugado cuello con satisfacción.

—¿Qué botón he de apretar para el agua?

Allen hizo un gesto y el botón fue apretado. Se oyó el gorgoteo del agua. El terrícola miraba con estupefacción a su hermano, a la mesa, y de nuevo a su hermano. Y entonces se dio cuenta de que notaba humedad en los pies.

Dio un salto, miró hacia el suelo y exclamó con consternación:

—Pero, maldito seas, ¿qué has hecho? —Un serpenteante chorro de agua salía ciegamente de debajo de la mesa y el sonido de agua aún continuaba.

George se dirigió con tranquilidad hacia la puerta.

—Nada más que un cortocircuito. Aquí tienes tu destornillador; vuelve a arreglarlo —y justo antes de dar un portazo añadió—: Vaya con tus preciosas máquinas. Se estropean en el momento más inoportuno.

El receptor acústico zumbaba con insistencia y Allen Carter abrió malhumoradamente un ojo. Aún era de noche. Con un suspiro, levantó un brazo hasta la cabecera de la cama y puso el audiómetro en marcha.

La aguda voz de Amos Wells, del turno de noche, le chilló con excitación. Allen abrió los ojos de golpe y se incorporó.

—¡Está usted loco! —exclamó; pero se ponía los pantalones a medida que hablaba. Al cabo de diez segundos, subía las escaleras de tres en tres. Irrumpió en la oficina principal justo detrás de la corpulenta figura de su hermano gemelo.

El lugar estaba lleno; sus ocupantes, muy nerviosos.

Allen se apartó el largo cabello de los ojos.

—¡Enciendan el reflector de la torre!

—Ya está encendido —dijo alguien débilmente.

El terrícola corrió a la ventana y miró al exterior. El haz de luz amarilla apenas iluminaba unos cuantos metros y terminaba en una sombría oscuridad. Tiró de la persiana y la levantó unos cuantos centímetros. Se oyó el silbido del viento y un tornado de toses dentro de la habitación. Allen volvió a cerrarla de golpe y se llevó inmediatamente las manos a sus ojos llorosos.

George habló entre dos estornudos:

—No estamos en la zona de las tormentas de arena. Así que no se trata de una de ellas.

—Lo es —aseveró Wells, chillando—. Es la peor que he visto en mi vida. En un momento ha pasado de un vientecito a un verdadero vendaval. Me ha cogido desprevenido. Cuando logré cerrar todas las salidas que comunican con el exterior, era demasiado tarde.

—¡Demasiado tarde! —Allen desvió su atención de sus ojos llenos de arena para fijarla en esas palabras—. Demasiado tarde, ¿para qué?

—Demasiado tarde para nuestro material móvil. Los cohetes son los que han recibido la peor parte. No hay ni uno que no tenga los propulsores atascados por la arena. Y lo mismo ocurre con las bombas de riego y el sistema de ventilación. Los generadores de abajo están intactos, pero todo lo demás tendremos que desmontarlo y volverlo a montar. Estaremos parados, por lo menos, una semana. Quizá más.

Reinó un corto y significativo silencio, y después Allen dijo:

—Ocúpese de ello, Wells. Doble el turno de los hombres y empiecen con las bombas de riego. Tienen que estar a punto dentro de veinticuatro horas, o la mitad de la cosecha se malogrará. Espere, iré con usted.

Se dispuso a marcharse, pero cuando iba a dar el primer paso vio al encargado de las comunicaciones, Michael Anders, que subía corriendo las escaleras.

—¿Qué pasa?

Anders habló entrecortadamente:

—Todo el maldito planeta se ha vuelto loco. Ha habido el terremoto mayor de la historia, con el centro a menos de quince kilómetros de Aresópolis.

Hubo un coro de «¿Qué?» y una discordante continuación de imprecaciones. Los hombres se arremolinaron ansiosamente; muchos tenían parientes y esposas en la metrópoli marciana.

Anders prosiguió sin aliento:

—Sobrevino de repente. Aresópolis está en ruinas y han empezado los incendios. No tenemos detalles, pero el transmisor de nuestros laboratorios de Aresópolis ha dejado de emitir hace cinco minutos.

Se produjo una algarabía de comentarios. La noticia se extendió hasta el último rincón de la central, y la excitación alcanzó peligrosas proporciones de pánico. Allen alzó la voz.

—Quietos, todos. No hay nada que podamos hacer respecto a Aresópolis. Tenemos nuestros propios problemas. Esta extraña tormenta está relacionada de algún modo con el terremoto… y eso es de lo que
nosotros
debemos ocuparnos. Ahora, que todo el mundo vuelva a su puesto… y a trabajar de prisa. En Aresópolis nos necesitarán muy pronto —Se volvió a Anders—: ¡Usted! Vuelva a su receptor y no se aparte de él hasta que haya conseguido ponerse en contacto con Aresópolis. ¿Vienes conmigo, George?

—No, yo diría que no —fue la contestación—. Tú ocúpate de tus máquinas. Yo iré abajo con Anders.

Estaba amaneciendo, un amanecer oscuro y sombrío, cuando Allen Carter volvió a la central. Estaba cansado física y mentalmente, y se le notaba. Entró en la habitación de la radio.

—Esto es un desastre. Si…

Hubo un «Shhh» y George le hizo frenéticas señas. Allen se calló. Anders se inclinaba sobre el receptor, girando minúsculos diales con dedos nerviosos.

Anders levantó la vista.

—Es inútil, señor Carter. No puedo comunicarme con ellos.

—De acuerdo. Quédese aquí y tenga los oídos bien atentos. Si pasa algo, hágamelo saber.

Se dirigió hacia la salida, pasando un brazo por debajo del de su hermano y llevándoselo afuera.

—¿Cuándo podremos mandar el próximo embarque, Allen?

—Como muy pronto, dentro de una semana. Pasarán días hasta que tengamos algo que ruede o vuele, y aún pasarán más antes de que podamos empezar a recolectar de nuevo.

—¿Tenemos algunas reservas a mano?

—Unas cuantas toneladas de flores surtidas, especialmente rojo-púrpura. El cargamento con destino a la Tierra del pasado martes se lo llevó casi todo.

George se quedó pensativo.

Su hermano esperó un momento y dijo vivamente:

—Bueno, ¿qué piensas? ¿Qué noticias hay de Aresópolis?

—¡Muy malas! El terremoto ha arrasado tres cuartas partes de la ciudad y yo diría que el resto está casi destrozado por el fuego. Cincuenta mil personas tendrán que pasar la noche en tiendas de campaña. Esto no es nada divertido durante el otoño marciano, cuando el sistema de gravedad terrestre está desbaratado.

Allen dio un silbido.

—¡Neumonía!

—Y resfriados comunes, y gripe, y media docena de otras enfermedades, para no decir nada de la gente con quemaduras… El viejo Vincent está armando un escándalo.

—¿Quiere flores?

—Sólo tiene una reserva para dos días.
Debe
tener más.

Hubo una pausa y después George volvió a hablar:

—¿Qué es lo mejor que podemos hacer?

—Nada, hasta dentro de una semana… y eso si nos matamos trabajando. Si pudieran mandarnos una nave en cuanto la tormenta se calme, podríamos enviarles lo que tenemos como una provisión temporal, hasta que dispongamos del resto.

—Es tonto pensarlo siquiera. El aeropuerto de Aresópolis está en ruinas. No tienen ni una sola nave.

Un nuevo silencio. Entonces Allen habló con voz baja y tensa:

—¿Qué esperas? ¿Por qué me miras así?

—Estoy esperando que admitas que tus malditas máquinas han fallado en la mayor emergencia que hemos tenido.

—Admitido —exclamó el terrícola.

—¡Bien! Y ahora me toca a mí enseñarte lo que puede hacer el ingenio humano —Alargó una hoja de papel a su hermano—. Es una copia del mensaje que he mandado a Vincent.

Allen dirigió una larga mirada a su hermano y leyó lentamente unos garabatos escritos a lápiz.

«Le entregaremos todo lo que tenemos dentro de treinta y seis horas. Confío en que le durará unos cuantos días, hasta que podamos enviarle un verdadero embarque. Las cosas están un poco difíciles por aquí»

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