Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—No lo entenderías, Ullen. Sólo deséame suerte y dime que confías en que vuelva sano y salvo.
—¡Natu-ral-men-te! No quiero que se muera
nadie
—Deslizó la mano en la otra que se le ofrecía—. Cuídate, Johnnie… y espera, antes de irte, tráeme el libro de Stewart. Todo pesa tanto aquí en la Tierra… Pesa, pesa… y las palabras no tienen definiciones.
Suspiró, y volvió a concentrarse en sus libros mientras Johnnie se escabullía silenciosamente de la habitación.
—Estos bárbaros —murmuró, medio dormido—. ¡La guerra! Llaman a eso matarse… —Su voz se desvaneció, convirtiéndose en un murmullo indistinto, mientras sus ojos seguían un dedo que recorría la página.
»Desde el mismo momento de la unión del mundo anglosajón en una sola entidad gubernamental, hacia la primavera de 1941, era evidente que el destino de…«
—¡Esos terrícolas locos!
Ullen se apoyaba fuertemente sobre sus muletas en las escaleras que conducían a la biblioteca de la Universidad y una de sus delgadas manos protegía sus ojos lacrimosos del terrible sol de la Tierra.
El cielo estaba azul, sin nubes; inalterado. Pero en algún lugar de las alturas, al otro lado del etéreo manto del planeta, unas naves de acero brillaban en encarnizado combate. Y sobre la ciudad caían las minúsculas «gotas de la muerte», las muy divulgadas bombas radiactivas que silenciosa e inexorablemente formaban un cráter de cinco metros de profundidad dondequiera que cayeran.
La población de la ciudad corría hacia los refugios y se enterraba en las sólidas celdas de plomo. Con la mirada alzada, silenciosos, ansiosos, pasaban junto a Ullen. Unos guardias de uniforme ponían un poco de orden en la gigantesca huida, dirigiendo a los rezagados y animando a los calmosos.
Llenaban el aire con sus órdenes.
—Vaya hacia el refugio. No se detenga. Ya sabe que no puede quedarse aquí.
Ullen se volvió hacia el guardia que le había hablado y, lentamente, desechó sus pensamientos para hacerse cargo de la situación.
—Lo siento, terrícola, pero no puedo moverme más de prisa en vuestro enorme planeta. —Golpeó una muleta sobre el suelo de mármol—. Las cosas pesan mucho. Si estuviera entre los demás, me aplastarían.
Sonrió amablemente, y el guardia se frotó la barbilla.
—Muy bien, yo lo arreglaré. Para ustedes, los marcianos, todo esto
es
muy duro. Vamos, aparte esas muletas —Haciendo un esfuerzo, levantó al marciano—. Pegue las piernas a mi cuerpo, porque vamos a ir muy de prisa.
Su voluminosa figura se mezcló entre la masa de terrícolas. Ullen cerró los ojos al moverse rápidamente bajo una gravedad superior a lo normal y sentir cómo se le contraía el estómago. Volvió a abrirlos en las oscuras profundidades del refugio.
El guardia le depositó cuidadosamente en el suelo y colocó las muletas debajo de los brazos de Ullen.
—Muy bien. Cuídese.
Ullen inspeccionó los alrededores y cojeó hacia uno de los bancos que había en el extremo del refugio. A su espalda se oyó el tétrico sonido metálico de la gruesa puerta de plomo.
El historiador marciano extrajo una gastada libreta de su bolsillo y garabateó unas anotaciones. No hizo caso del excitado murmullo que se alzaba a su alrededor, ni de los fragmentos de acaloradas conversaciones que llenaban el aire.
Y entonces se rascó la frente llena de arrugas con la punta del lápiz, encontrando fija en él la mirada del hombre que estaba sentado a su lado. Sonrió distraídamente y volvió a sus anotaciones.
—Usted es marciano, ¿verdad? —Su vecino habló con voz rápida y chillona—. No me gustan mucho los extranjeros, pero no tengo nada contra los marcianos. Ahora estos venusianos…
La suave entonación de Ullen le interrumpió:
—Creo que odiar no está nada bien. Esta guerra es una contrariedad…, una verdadera contrariedad. Interfiere con mi trabajo, y ustedes, los terrícolas, tendrían que acabar con ella. ¿No lo cree así?
—Puede apostar lo que quiera a que acabaremos con ella —fue la enfática respuesta—. Vamos a destrozar su planeta… y a los puercos venusianos con él.
—¿Se refiere a atacar sus ciudades de este modo? —El marciano parpadeó al pensarlo—. ¿Cree que sería lo mejor?
—Maldita sea, sí. Es…
—Pero mire —Ullen colocó un dedo esquelético sóbrela palma de la mano y continuó con sus amables argumentos—: ¿No sería mucho más fácil capturar las naves con el arma desintegradora? ¿No lo cree así? ¿O es que el pueblo de Venus tiene pantallas?
—¿A qué arma se refiere?
Ullen reflexionó cuidadosamente.
—Supongo que ése no es el nombre con que
ustedes
la conocen, pero es que yo no sé nada de armas. En Marte la llamamos la «skellingbeg» y eso significa «arma desintegradora» en su idioma. ¿Sabe a lo que me refiero?
No recibió una contestación directa, a menos que pudiera llamarse así a un vago murmullo casi inaudible. El terrícola se apartó de su compañero y contempló con inquietud la pared de enfrente.
Ullen encajó el desaire y se encogió de hombros con cansancio.
—No es que todo esto me importe mucho. Es sólo que la guerra es una gran molestia. Tendría que terminarse —Suspiró—. ¡Pero no me importa!
Sus dedos acababan de volver a mover el lápiz por el cuaderno que tenía abierto sobre las rodillas, cuando levantó otra vez la vista.
—Dígame, por favor, ¿cómo se llamaba el país donde Hitler murió? Los nombres terrestres son tan complicados a veces… Creo que empieza con una M.
Su vecino le dirigió una prolongada mirada y se alejó. Los ojos de Ullen le siguieron con una expresión de asombro.
Y entonces sonó la señal de que todo estaba claro.
—Oh, sí —dijo Ullen—. ¡Madagascar! ¡Qué nombre tan tonto!
El uniforme de Johnnie Brewster ya estaba desgastado por la guerra; un poco más arrugado en el cuello y los hombros, algo más raído en las rodillas y los codos.
Ullen pasó un dedo por la cicatriz que corría a lo largo del antebrazo derecho de Johnnie.
—¿Ya no te duele, Johnnie?
—¡Caramba! ¡La cicatriz! Cogí al venusiano que me la hizo. Ahora está durmiendo en la Luna.
—¿Estuviste mucho tiempo en el hospital, Johnnie?
—¡Una semana! —Encendió un cigarrillo, apartó algunos papeles desordenados de la mesa del marciano y se sentó—. He pasado el resto del tiempo con mi familia, aunque ya ves que me he acercado por aquí para verte.
Se inclinó y acarició cariñosamente la arrugada mejilla del marciano.
—¿No vas a decirme que te alegras de verme?
Ullen se quitó los lentes y clavó los ojos en el terrícola.
—Pero, Johnnie, ¿estás tan poco seguro de que me alegro de verte, que quieres que te lo diga con palabras? —Hizo una pausa—. Lo anotaré. Los terrícolas siempre tenéis que estar diciéndoos estas cosas tan sencillas… y después no os las creéis. En Marte…
Frotaba metódicamente los lentes mientras hablaba, y ahora volvió a ponérselos.
—Johnnie, vosotros, los terrícolas, ¿no tenéis el arma desintegradora? Una vez conocí a una persona en uno de los refugios y no sabía de lo que le hablaba.
Johnnie frunció el ceño.
—Yo tampoco. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque parece extraño que tengáis que luchar tan violentamente contra esos hombres de Venus, cuando al parecer no poseen pantallas con que defenderse. Johnnie, me gustaría que la guerra terminara. Continuamente me hace dejar el trabajo para ir a un refugio.
—Continúa, Ullen. No divagues. ¿Qué es esta arma desintegradora? ¿Qué sabes de ella?
—¿Yo? No sé nada de nada sobre ella. Pensaba que
vosotros
lo sabríais…, por eso te lo he preguntado. En Marte, en nuestras historias, hablan de haber empleado esta arma en nuestras viejas guerras. Pero ya no sabemos nada de armas. De cualquier modo, son inútiles, porque el enemigo siempre inventa alguna cosa para protegerse, y entonces todo vuelve a estar igual. Johnnie, ¿crees que podrías bajar
a
buscarme los
Comienzos de los viajes espaciales
de Higginboddam?
El terrícola cerró los puños y los agitó con impotencia.
—Ullen, maldito marciano, ¿no comprendes que esto es importante? ¡La Tierra está en guerra! ¡Guerra! ¡Guerra!
¡Guerra!
—Bueno, pues acabad con ella —Había irritación en la voz de Ullen—. No hay paz ni tranquilidad en ningún lugar de la Tierra. Me gustaría tener esa biblioteca… Johnnie, ten cuidado. Por favor, ¿qué haces? Me lastimas.
—Lo siento, Ullen, pero tendrás que venir conmigo. Vamos a discutir todo esto. —Johnnie había aposentado al marciano, que protestaba débilmente, en una silla de ruedas y salió antes de que terminara la frase.
Un cohete-taxi se encontraba al pie de las escaleras de la Biblioteca, y entre el chofer y el astronauta subieron la silla. Con una estela de humo, despegaron.
Ullen gimió suavemente al sentir la aceleración, pero Johnnie no le hizo caso.
—Washington en veinte minutos, amigo —dijo al conductor—, y no haga caso de las luces de señales.
El delgado secretario habló con helada monotonía:
—El almirante Korsakoff les recibirá.
Johnnie dio media vuelta y tiró la colilla del cigarrillo. Lanzó una apresurada mirada a su reloj y gruñó.
Al moverse la silla de ruedas, Ullen se despertó de un agitado sueño. Se ajustó los lentes.
—¿Nos dejan entrar, por fin, Johnnie?
—¡Shhh!
La mirada impersonal de Ullen se posó sobre los ricos muebles de la habitación, los enormes mapas de la Tierra y Venus sobre la pared, el imponente escritorio del centro, se paseó por la regordeta y barbuda figura sentada detrás del escritorio, y, por fin, se detuvo en el hombre delgado y de cabellos claros que había junto a él.
El marciano trató de levantarse de la silla con súbita impaciencia.
—¿No es usted el doctor Thorning? Le vi el año pasado en Princeton. Se acuerda de mí, ¿verdad? En aquella ocasión me dieron el diploma honorario.
El doctor Thorning se había adelantado y le estrechaba las manos con efusión.
—Naturalmente. Habló usted sobre los métodos históricos marcianos, ¿verdad?
—Oh, se acuerda. ¡Me alegro! Pero este encuentro supone para mí una gran oportunidad. Dígame, como científico, ¿qué opina de mi teoría de que la inseguridad social de la época hitleriana fue la causa directa del…?
El doctor Thorning sonrió.
—Lo discutiremos más tarde, doctor Ullen. En este momento, el almirante Korsakoff quiere que le proporcione cierta información, con la cual esperamos terminar la guerra.
—Exactamente —Korsakoff habló con tono cortante al encontrar la suave mirada de Ullen—. A pesar de ser marciano, presumo que está a favor de la victoria de los principios de libertad y justicia sobre las execrables prácticas de la tiranía venusiana.
Ullen le contempló con inseguridad.
—Esto me suena familiar… pero no pienso mucho en ello. ¿Se refiere, quizá, a que la guerra debe terminar?
—Con la victoria, sí.
—Oh, la «victoria»; eso no es más que una palabra tonta. La historia demuestra que una guerra decidida sobre la superioridad militar sólo establece las bases de futuras guerras de represalia y venganza. Le recomiendo un ensayo muy bueno de un tal James Calkins. Fue publicado en el año 2050.
—¡Pero, caballero!
Ullen levantó la voz con suave indiferencia ante los apremiantes susurros de Johnnie.
—Para terminar la guerra —terminarla realmente— tendría usted que decir a la gente de Venus: «No es necesario luchar. Hablemos…»
Se oyó el ruido de un puñetazo sobre la mesa y un juramento de terrible significado.
—Por el amor de Dios, Thorning, haga lo que quiera con él. Le concedo cinco minutos.
Thorning reprimió su hilaridad.
—Doctor Ullen, queremos que nos diga lo que sabe sobre el desintegrador.
—¿El desintegrador? —Ullen se rascó la mejilla con sorpresa.
—Del que habló al teniente Brewster.
—Hummm… ¡Ah! Se refiere al arma desintegradora. No sé nada de ella. Los historiadores marcianos la mencionan de vez en cuando, pero ninguno de ellos la
conoce…
la parte técnica, quiero decir.
El científico de cabello claro asintió pacientemente.
—Lo sé, lo sé. Pero ¿qué dicen? ¿Qué clase de arma es?
—Bueno, por lo que dicen, se ve que deshace el metal en pedazos. ¿Cómo se llama lo que mantiene unido el metal?
—¿Las fuerzas intramoleculares?
Ullen frunció el ceño y después habló pensativamente:
—Es posible. Me he olvidado de la palabra marciana… a excepción de que es larga. En resumen, esta arma hace que la fuerza que mantiene el metal unido deje de existir y lo deshace convirtiéndolo en polvo. Pero sólo actúa con tres metales, hierro, cobalto y… ¡el otro!
—Níquel —apuntó Johnnie, en voz baja,
—¡Sí, sí, el níquel!
Los ojos de Thorning brillaron.
—Aja, los elementos ferromagnéticos. Apuesto a que hay un campo magnético oscilante mezclado en todo esto. ¿Qué opina, Ullen?
El marciano suspiró.
—Estas palabras terrestres… Veamos, la mayoría de lo que sé sobre el arma está en los trabajos de Hogel Beg. Estaba —estoy completamente seguro— en su
Historia cultural y social del tercer imperio.
Era una obra de veinticuatro volúmenes, pero siempre he opinado que era bastante mediocre. Su técnica en la presentación de…
—Por favor —dijo Thorning—, el arma…
—¡Oh, sí, eso! —Se enderezó en la silla e hizo una mueca al realizar el esfuerzo—. Habla sobre electricidad y va hacia delante y atrás con mucha velocidad,
mucha
velocidad, y su presión… —Hizo una desesperada pausa, y contempló el ceñudo semblante del almirante con ingenuidad—.
Creo
que la palabra es presión, pero no lo sé, porque es difícil traducirla. La palabra marciana es «cranstad», ¿Les sirve eso de ayuda?
—¡Creo que usted quiere decir «potencial», doctor Ullen! —Thorning suspiró audiblemente.
—Bueno, si usted lo dice… Sea como fuere, este «potencial» también cambia
muy
de prisa y los dos cambios están sincronizados de algún modo con un magnetismo que… uh… se desplaza, y esto es todo lo que sé —Sonrió inciertamente—. Ahora me gustaría regresar. No hay inconveniente, ¿verdad?
El almirante no se dignó contestar.