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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (271 page)

BOOK: Cuentos completos
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El matemático se pasó el dorso de la mano por la frente, y descubrió que la tenía cubierta de sudor.

Al cabo de una hora un estratoplano partía hacia la planta de Virginia. Las instrucciones eran muy sencillas: «¡Encontrad ese robot, y deprisa!».

AL-76 estaba muy confuso. De hecho, en aquellos momentos lo único que había en su delicado cerebro positrónico era confusión y aturdimiento. Había empezado a sentirse así cuando descubrió que se hallaba en un entorno muy extraño. No tenía ni idea de cómo había ido a parar allí, y nada era como debería ser.

Había algo verde debajo de sus pies, y se encontraba rodeado por unos extraños cilindros amarronados con más verde en su parte superior. El cielo tendría que haber sido negro, pero era azul. El sol redondo, amarillo y caliente era irreprochable, pero… ¿Dónde estaba la piedra pómez que habría tenido que estar pisando, y adónde habían ido a parar los inmensos cráteres que tendrían que estar formando círculos de crestas montañosas a su alrededor?

Lo único que podía ver era el verde debajo y el azul encima. Los sonidos que lo rodeaban le resultaban totalmente desconocidos. Había atravesado una corriente de agua que le llegaba hasta la cintura. El agua era de color azul, estaba fría y mojaba; y cuando se había cruzado con seres humanos —lo que había ocurrido de vez en cuando—, ninguno de ellos llevaba puesto el traje especial que debería haber estado utilizando. Y, aparte de eso, todos los humanos que le habían visto gritaron y echaron a correr.

Un hombre le había apuntado con una pistola y la bala había pasado silbando muy cerca de su cabeza, después de lo cual el hombre también había huido a la carrera.

AL-76 no tenía ni la menor idea del tiempo que llevaba vagando sin rumbo cuando tropezó con la cabaña de Randolph Payne. La cabaña estaba rodeada de bosque y se encontraba a tres kilómetros de la ciudad de Hannaford, y Randolph Payne —un destornillador en una mano, una pipa en la otra y una aspiradora abollada entre las rodillas—, estaba sentado delante de la puerta con las piernas cruzadas.

Payne estaba canturreando. Era un hombre de natural alegre y predispuesto a la felicidad…, cuando se encontraba en su cabaña. Poseía una vivienda más respetable en Hannaford, pero esa vivienda casi siempre estaba ocupada por su esposa, cosa que Payne lamentaba en silencio pero muy sinceramente; y quizá por eso experimentaba una sensación de alivio y libertad tan intensa cada vez que conseguía retirarse a su «perrera de lujo especial» para poder fumar en paz y dedicarse a su gran afición, reparar electrodomésticos.

Reparar electrodomésticos le encantaba, pero a veces alguien le traía una radio o un despertador y el dinero que Payne cobraba por hurgar en sus entrañas era el único del que podía disponer sin que pasara antes por el cedazo de las ávidas manos de su esposa.

Por ejemplo, aquella aspiradora seguramente le proporcionaría seis billetes.

Pensar en el dinero hizo que Payne se pusiera a cantar, pero cuando alzó la mirada sintió que su frente se cubría de un sudor frío. La canción murió en sus labios, sus ojos se desorbitaron y el sudor se volvió aún más frío. Payne intentó ponerse en pie como acto preliminar a salir corriendo tan deprisa como si le persiguiera el diablo, pero no logró convencer a sus piernas de que debían cooperar.

Y su parálisis duró el tiempo suficiente para que AL-76 se sentara delante de él.

—Oiga, ¿puede explicarme por qué todos los otros humanos han echado a correr cuando me vieron? —le preguntó.

Payne sabía por qué lo habían hecho, pero como explicación el gorgoteo que brotó de su diafragma no era gran cosa.

—Uno de ellos incluso me disparó —siguió diciendo AL-76 con tono ofendido mientras Payne intentaba aumentar la distancia que le separaba del robot echándose hacia atrás—. Unos centímetros más abajo y la bala me habría rayado el hombro.

—De… debió de ser al… algún loco —tartamudeó Payne.

—Es posible. —El robot bajó la voz y adoptó el tono de quien se dispone a hacer una confidencia—. Oiga, ¿tiene idea de por qué todo está mal?

Payne se apresuró a mirar a su alrededor. El tono afable del robot le sorprendía, especialmente porque su apariencia no podía ser más pesada y brutalmente metálica; aunque Payne recordaba haber oído que los cerebros de los robots estaban diseñados de tal forma que eran incapaces de hacer ningún daño a los seres humanos, y eso hizo que se relajara un poco.

—Pero si todo es normal.

—¿De veras? —AL-76 le lanzó una mirada acusadora—. Incluso ustedes, los humanos… ¿Dónde está su traje espacial?

—Nunca he tenido un traje espacial.

—¿Y entonces por qué no están todos muertos?

Payne tardó unos momentos en ser capaz de responder.

—Bueno… No lo sé.

—¡Ajá! —exclamó el robot en tono triunfal—. Todo está mal, ya se lo he dicho. ¿Dónde está el Monte Copérnico? ¿Dónde está la Estación Lunar 17? ¿Y dónde está mi disinto? Quiero empezar a trabajar lo más pronto posible. He de hacerlo, ¿comprende? —Parecía un poco inquieto, y cuando siguió hablando Payne se dio cuenta de que le temblaba la voz—. Llevo horas dando vueltas y más vueltas intentando encontrar a alguien que me diga dónde está mi disinto, pero todos los humanos que me ven echan a correr. A estas alturas ya debo ir muy retrasado, y el jefe de sección estará echando chispas. Me he metido en un buen lío, créame.

La mente de Payne empezó a salir del torbellino emocional en el que había quedado atrapada.

—Oiga, ¿cómo se llama? —preguntó.

—Mi número de serie es AL-76.

—De acuerdo, me basta con Al. Bien, Al, si anda buscando la Estación Lunar 17… Eso está en la Luna, ¿no?

AL-76 asintió enérgicamente con la cabeza.

—Por supuesto que está en la Luna, pero ya llevo mucho rato buscándola y…

—Está en la Luna, sí, pero esto no es la Luna.

Esta vez fue AL-76 quien se quedó desconcertado. El robot contempló en silencio a Payne durante unos momentos, y pareció pensar en lo que acababa de oír.

—¿Qué quiere decir con lo de que esto no es la Luna? —murmuró—. Pues claro que es la Luna. Porque si no lo es… Bueno, ¿entonces qué es? ¿Eh? Venga, respóndame.

Payne emitió un sonido muy curioso y respiró pesadamente. Después extendió un dedo hacia el robot y lo movió de un lado a otro.

—Mire… —empezó a decir, y entonces tuvo la idea más brillante del siglo, tan brillante que no pudo seguir hablando y tuvo que conformarse con añadir un «¡Uf!» ahogado.

AL-76 lo recriminó con la mirada.

—Eso no es una respuesta. Creo que si le hablo con educación y le hago una pregunta tengo derecho a que me responda con educación, ¿no?

Payne se encontraba tan ocupado asombrándose de su propia inteligencia que no escuchó ni una palabra. Bueno, estaba más claro que el agua, ¿no? Aquel robot había sido construido para trabajar en la Luna y fuera por la razón que fuese se había extraviado y había ido a parar a la Tierra. Su cerebro positrónico había sido programado para un entorno lunar y el entorno terrestre no tenía ningún sentido para él, por lo que resultaba lógico que estuviera totalmente desconcertado.

Bien, si conseguía mantener al robot allí hasta que pudiera ponerse en contacto con la fábrica de Petersboro… Bueno, los robots eran muy valiosos, ¿no? Payne había oído comentar que el modelo más barato costaba 50.000 dólares, y algunos de ellos llegaban a costar millones de dólares. «¡Piensa en la recompensa! —se dijo—. Oh, chico, chico… ¡Piensa en la recompensa!» Y todo ese dinero sería para él, todo hasta el último centavo… Las codiciosas manos de Mirandy no verían ni una sola moneda. ¡Oh, no, ni una sola!

Payne se puso en pie.

—Al, ¡tú y yo vamos a llevarnos muy bien! —exclamó—. ¡Vamos a ser grandes amigos! Te quiero como si fueras un hermano. —Le ofreció una mano—. ¡Venga, chócala!

El robot envolvió la mano que se le ofrecía con una garra metálica y ejerció una presión casi imperceptible sobre ella. No entendía nada de lo que le estaba ocurriendo.

—¿Significa eso que va a decirme cómo puedo llegar a la Estación Lunar 17?

—Eh… No, no exactamente. De hecho, me caes tan bien que quiero que te quedes conmigo durante algún tiempo.

—Oh, no. No puedo hacer eso. He de ir a trabajar. —AL-76 meneó la cabeza—. Oiga, si tuviera una cuota de trabajo que efectuar, ¿le gustaría irse retrasando hora a hora, minuto a minuto…? No, quiero trabajar. He de trabajar.

Payne pensó que sobre gustos no hay nada escrito.

—De acuerdo, de acuerdo. Voy a explicarte una cosa, y te la voy a explicar porque tienes cara de ser muy inteligente. He recibido órdenes de tu jefe de sección, y me ha dicho que quiere que te quedes aquí un tiempo. De hecho, quiere que te quedes aquí hasta que envíe a alguien a buscarte.

—¿Para qué? —preguntó AL-76 con cierta suspicacia.

—No puedo decírtelo. Asuntos del gobierno… Alto secreto, ya sabes.

Payne rezó para que el robot se lo tragara. Sabía que algunos robots eran muy listos, pero aquél tenía el aspecto de ser un modelo bastante primitivo.

Y mientras Payne rezaba AL-76 meditaba. El cerebro del robot había sido programado para manejar un disinto en la Luna, por lo que el pensamiento abstracto no era su fuerte y, además, desde que se había extraviado AL-76 tenía la impresión de que sus procesos mentales se estaban haciendo cada vez más erráticos y extraños, como si aquel entorno desconocido estuviera empezando a afectarle.

Teniendo en cuenta todo eso, puede considerarse que su siguiente pregunta fue un auténtico prodigio de astucia.

—¿Cómo se llama mi jefe de sección? —preguntó.

Payne tragó saliva y se devanó los sesos.

—Al —dijo con voz casi inaudible—, tus sospechas me ofenden y me hieren. No puedo decírtelo. Los árboles tienen oídos.

AL-76 volvió la cabeza hacia el árbol que tenía al lado y lo inspeccionó.

—No es cierto —dijo con voz impasible.

—Ya lo sé. Lo que quería decir es que siempre hay espías por todas partes.

—¿Espías?

—Sí, ya sabes… Humanos malvados que quieren destruir la Estación Lunar 17.

—¿Por qué?

—Porque son unos malvados. Y también quieren acabar contigo, y por eso tienes que quedarte aquí durante un tiempo para que no puedan encontrarte.

—Pero… Pero he de encontrar mi disinto. He de cumplir con la cuota de trabajo que me han asignado.

—Lo encontrarás y cumplirás con tu cuota de trabajo —se apresuró a prometerle Payne maldiciendo entusiásticamente en su fuero interno aquel obtuso cerebro de robot que sólo parecía capaz de pensar en su cuota de trabajo—. Mañana te enviarán uno. Sí, eso… Mañana mismo tendrás tu disinto.

Eso le proporcionaría tiempo más que suficiente para ponerse en contacto con la fábrica y hacerse con un precioso montoncito de billetes de cien dólares.

Pero AL-76 sólo tenía una defensa que oponer a la inquietante presión que ese mundo extraño que le rodeaba ejercía sobre sus procesos mentales, y la defensa consistía en la tozudez.

—No —dijo—. He de conseguir mi disinto ahora. —Tensó sus articulaciones, y se levantó tan deprisa que pareció saltar más que incorporarse—. Será mejor que siga buscándolo.

Payne se apresuró a ponerse en pie y sus manos se cerraron sobre el frío y duro metal de un codo.

—Escucha, Al, tienes que quedarte conmigo —dijo.

Y algo hizo clic en la mente del robot. Toda la extrañeza del entorno se concentró en una masa que reventó de repente. La explosión silenciosa se fue difundiendo por todo el cerebro positrónico, y cuando se esfumó dejó detrás de ella un cerebro que funcionaba con una eficiencia asombrosamente aumentada. AL-76 se volvió hacia Payne.

—Le diré lo que vamos a hacer. Puedo construir un disinto aquí mismo… y cuando lo haya construido empezaré a utilizarlo.

Payne contempló al robot con expresión dubitativa.

—No creo que sea capaz de construirte un… un disinto —dijo mientras se preguntaba si serviría de algo fingir que sí podía.

—No se preocupe. —AL-76 casi podía sentir cómo los senderos positrónicos de su cerebro se alteraban para adaptarse a nuevas pautas, y experimentó una extraña excitación—. Yo puedo construir uno. —Volvió la cabeza hacia la «perrera de lujo» de Payne—. Dispone de todo el material que necesito.

Randolph Payne contempló la acumulación de trastos que había dentro de su cabaña: radios despanzurradas, la parte inferior de una nevera, motores de coche oxidados, una estufa de gas averiada, varios kilómetros de cables que se retorcían en todas direcciones y muchas cosas más que, sumadas, componían unas cincuenta toneladas de masa metálica tan vieja y heterogénea que ni un chatarrero la habría querido.

—¿Tú crees? —preguntó con un hilo de voz.

Dos horas más tarde ocurrieron dos cosas casi simultáneamente. La primera fue que Sam Tobe, de la filial de Petersboro de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos, recibió una llamada videofónica de un tal Randolph Payne, de Hannaford. Payne empezó a hablarle del robot desaparecido, Tobe lanzó un gruñido, cortó la comunicación y ordenó que en lo sucesivo todas las llamadas relativas a ese asunto fueran pasadas al sexto vicepresidente del departamento de pelmazos.

Aunque pueda parecerlo, la reacción de Tobe era lógica y explicable. El robot AL-76 había desaparecido sin dejar rastro, pero durante la última semana la fábrica había recibido llamadas de todos los Estados Unidos referentes a los movimientos del robot; y Tobe aún recordaba el día en que hubo catorce llamadas…, procedentes de catorce estados distintos.

Tobe estaba hartísimo y, en realidad, le faltaba muy poco para perder los estribos. Se había llegado a hablar de una investigación del Congreso, a pesar de que todos los roboticistas, físicos y matemáticos de mayor reputación del planeta habían coincidido en jurar que el robot era totalmente inofensivo.

Dado su estado mental, no resulta sorprendente que el administrador general de la fábrica tardara tres horas en preguntarse cómo era posible que el tal Randolph Payne supiera que el robot estaba destinado a la Estación Lunar 17 Y, sobre todo, cómo podía saber que el número de serie del robot era AL-76, ya que la empresa no había divulgado esos detalles.

Tobe siguió pensando en todo aquello durante minuto y medio, y después se puso en acción.

El segundo acontecimiento se produjo durante el período de tres horas transcurrido entre la llamada y el que Tobe se pusiera en acción. Unos segundos después de que le cortara la comunicación Randolph Payne ya había repasado todos los posibles motivos que podían explicar la brusca interrupción de su llamada, había llegado a la conclusión correcta —el administrador de la fábrica no había creído ni una sola palabra y le había colgado—, y había vuelto a su cabaña con una cámara. Una foto sería una prueba indiscutible, y Payne no estaba dispuesto a dejarles ver la mercancía hasta que soltaran el dinero.

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