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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (272 page)

BOOK: Cuentos completos
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AL-76 estaba muy ocupado. La mitad del contenido de la cabaña de Payne se hallaba esparcido a lo largo y ancho de cinco hectáreas de terreno, y el robot estaba agachado en el centro de aquella confusión metálica trasteando con piezas de radios, planchas de hierro, hilo de cobre y otros muchos objetos de lo más diverso. AL-76 no prestó ninguna atención a Payne, y éste se apresuró a tumbarse en el suelo y enfocó su cámara para obtener una foto lo más nítida posible.

Y justo en aquel momento Lemuel Oliver Cooper apareció por un recodo de la carretera, y lo que vio hizo que se quedara paralizado. La razón de su presencia allí era que su tostadora de pan había adquirido la molesta costumbre de lanzar las rebanadas al aire igual que si fueran cohetes en vez de tostarlas, como era su obligación. La razón de que saliera por piernas no podía ser más obvia. No hubo testigos de su huida, pero en el improbable supuesto de que el azar hubiera traído hasta allí al entrenador de un equipo de atletismo éste habría enarcado las cejas y habría hecho todo lo posible por ficharle.

Cooper apenas disminuyó la velocidad hasta entrar en tromba en la oficina del sheriff Saunders y apoyarse jadeante en una pared.

Su sombrero y su tostadora habían quedado olvidados en algún punto del trayecto.

Unas manos compasivas lo sostuvieron. Cooper hizo esfuerzos desesperados para hablar durante el medio minuto que tardó en calmarse lo suficiente como para intentar recuperar el aliento… Y, naturalmente, no consiguió hacer ninguna de las dos cosas.

Le dieron a beber un poco de whisky y le abanicaron, pero a pesar de todos sus esfuerzos tardó unos minutos en recuperar el habla.

—Monstruo… —balbuceó cuando por fin consiguió hablar—. Dos metros de alto… Cabaña destrozada… Pobre Randolph Payne…

Etcétera, etcétera.

Fueron sacándole toda la historia poco a poco. Al parecer había un monstruo metálico de dos metros o quizá dos metros y medio de altura junto a la cabaña de Payne. Randolph Payne estaba tendido boca abajo en el suelo —«su cadáver estaba cubierto de sangre y horriblemente destrozado»—; el monstruo estaba absorto destrozando concienzudamente lo que quedaba de la cabaña, pero dejó de hacerlo para volverse hacia Lemuel Oliver Cooper, y éste consiguió escapar por los pelos.

El sheriff Saunders se llevó las manos al cinturón y tiró de él tensándolo alrededor de su prominente barriga.

—Debe de ser ese hombre máquina que se escapó de la fábrica de Petersboro —dijo—. Recibimos el aviso el sábado pasado. Eh, Jake, reúne a toda la gente del condado de Hannaford que sepa disparar y reparte placas de ayudante de sheriff entre ellos. Quiero que estén aquí al mediodía. Ah, y antes de hacer eso arréglatelas para dejarte caer por casa de la viuda Payne y le das la noticia de la forma más diplomática que se te ocurra, ¿de acuerdo?

Posteriormente se rumoreó que en cuanto hubo recibido la noticia de lo ocurrido Miranda Payne se apresuró a comprobar que la póliza del seguro de vida de su esposo estaba a buen recaudo, emitió unos breves comentarios irritados lamentando que su estupidez le hubiera impedido doblar el importe de la póliza a pesar de que ella se lo había sugerido muchísimas veces y, finalmente, se comportó como se espera de cualquier viuda que se respete y prorrumpió en un llanto que partía el corazón.

Unas cuantas horas más tarde Randolph Payne —quien seguía sin estar al corriente de que todo el mundo le creía muerto después de haber sufrido horribles mutilaciones—, contempló los negativos de sus instantáneas con expresión satisfecha. Como serie de retratos de un robot en plena faena eran irreprochables, y no dejaban absolutamente nada a la imaginación. Las fotos podrían haber sido exhibidas en cualquier galería de arte, y Payne casi podía ver los letreritos que habría debajo de cada una: «Robot contemplando una válvula de vacío con expresión pensativa», «Robot empalmando dos cables», «Robot manejando un destornillador», «Robot despedazando violentamente una nevera», etcétera.

Ahora sólo le faltaba el trabajo rutinario de hacer las copias. Payne salió de detrás de la cortina de su improvisado cuarto oscuro, y decidió fumarse una pipa y charlar un rato con AL-76.

Por suerte mientras hacía todo aquello no tenía ni idea de que los bosques vecinos hervían de granjeros nerviosísimos armados con lo primero que habían encontrado, desde un trabuco que podía considerarse como una reliquia de la época de las colonias hasta la ametralladora del sheriff; y tampoco tenía ni idea de que media docena de roboticistas con Sam Tobe al frente iban a más de doscientos kilómetros por hora por la carretera de Petersboro con el único propósito de tener el placer y el honor de conocerle.

Los acontecimientos se iban encadenando y volaban hacia un clímax que no tardaría en llegar y, mientras lo hacían, Randolph Payne lanzó un largo suspiro de satisfacción, encendió un fósforo rascándolo en el fondillo de sus pantalones, dio unas cuantas chupadas a su pipa y observó a AL-76 con una sonrisa en los labios.

El hecho de que el robot era algo más que una simple máquina enloquecida resultaba indudable desde hacía un buen rato. Randolph Payne era todo un experto en chapuzas caseras, y había llegado a construir unos cuantos artilugios que habrían hecho saltar de las órbitas los ojos de todos sus vecinos de habérsele ocurrido exhibirlos; pero nunca había concebido nada que se aproximara ni de lejos a la monstruosidad que AL-76 estaba creando.

Hasta el más eximio inventor autodidacta habría muerto entre convulsiones de envidia nada más verlo, y si hubiese vivido lo suficiente para echarle una mirada Picasso habría abandonado el arte con el amargo convencimiento de que había sido vergonzosamente superado. Aquel cacharro parecía capaz de agriar la leche en las ubres de todas las vacas en un kilómetro a la redonda.

¡Era francamente horrible!

Una gigantesca base de hierro oxidado que apenas recordaba algo que Payne creía haber visto unido a un tractor viejo sostenía un enloquecido e informe amasijo de cables, ruedas, válvulas y horrores sin nombre y sin número que parecía haber sido concebido por una mente empapada en alcohol, y el conjunto se hallaba rematado por un megáfono de aspecto decididamente siniestro.

Payne sintió el deseo de meter la cabeza en el interior del megáfono y echar una ojeada, pero se contuvo. Había visto artefactos de aspecto mucho más normal que habían estallado con repentina violencia.

—Eh, Al —dijo.

El robot estaba boca abajo en el suelo añadiendo una delgada lámina de metal plateado al artefacto, pero alzó la mirada hacia Payne en cuanto le oyó.

—¿Qué desea, Payne?

—¿Qué es esto?

Payne formuló la pregunta en el mismo tono de voz que habría empleado si estuviera contemplando algo francamente asqueroso en pleno proceso de putrefacción colgado entre dos palos de tres metros de altura.

—Es el disinto que estoy construyendo para poder empezar a trabajar. Es una mejora del modelo estándar.

El robot se puso en pie, se sacudió el polvo de las rodillas con una aparatosa serie de crujidos metálicos y contempló su obra con orgullo.

Payne se estremeció. «¡Una mejora del…!» Bueno, no le extrañaba que mantuvieran el original oculto en las cavernas de la Luna. ¡Ah, nuestro pobre y querido satélite! Payne siempre había querido saber si podía existir algo peor que la muerte. Bien, ahora ya lo sabía.

—¿Y funcionará? —preguntó.

—Por supuesto.

—¿Cómo lo sabes?

—Tiene que funcionar. Lo he hecho yo, ¿no? Ahora sólo me falta una cosa… ¿Tiene una linterna?

—Supongo que habrá una en algún sitio.

Payne desapareció en el interior de la cabaña y emergió de él casi inmediatamente.

El robot desatornilló un extremo de la linterna y trabajó frenéticamente durante cinco minutos.

—Listo —dijo retrocediendo un paso—. Ahora podré empezar a trabajar. Si quiere puede quedarse a mirar.

Hubo un silencio durante el que Payne intentó apreciar como se merecía aquella oferta tan magnánima.

—¿Es seguro?

—Hasta un bebé podría manejarlo.

—¡Oh! —Payne esbozó una débil sonrisa y se apresuró a refugiarse detrás del árbol más grueso que había en las inmediaciones—. Adelante —dijo—. Confío plenamente en ti.

AL-76 extendió una mano metálica y señaló la pesadillesca montaña de chatarra.

—¡Observe! —dijo.

Sus manos empezaron a moverse velozmente y…

Los granjeros del condado de Hannaford, Virginia, se desplegaron en formación de combate y avanzaron hacia la cabaña de Payne estrechando lentamente el cerco, y se fueron arrastrando de un árbol a otro mientras la sangre de sus heroicos antepasados hervía en sus venas y el vello de sus nucas intentaba despegarse de la piel.

El sheriff Sanders les dio instrucciones.

—Disparad cuando yo dé la señal…, y apuntad a los ojos.

Jacob Linker («Flaco» Jake para sus amigos, y ayudante del sheriff para sí mismo) se le acercó.

—¿No cree que ese hombre máquina quizá se haya ido?

Linker había intentado ocultarlo, pero no pudo impedir que el matiz de esperanza resultara claramente audible en su voz.

—No —gruñó el sheriff—, me temo que sigue allí. Si se hubiera ido nos habríamos tropezado con él cuando avanzábamos por entre los árboles, y no le hemos visto.

—Pero todo parece tan espantosamente tranquilo… Y tengo la impresión de que ya estamos muy cerca de la cabaña de Payne.

No hacía falta que se lo recordaran. El nudo que se había formado en la garganta del sheriff Saunders era tan descomunal que le obligó a tragar saliva tres veces para hacerlo desaparecer.

—Vuelve a tu puesto —ordenó—, y mantén el dedo sobre el gatillo.

Ya habían llegado al borde del claro. El sheriff Saunders cerró los ojos y movió la cabeza hasta que el rabillo de uno de ellos asomó por detrás del árbol que estaba usando como refugio. No vio nada. El sheriff Saunders se quedó inmóvil durante unos momentos y volvió a intentarlo, esta vez abriendo los ojos.

Los resultados fueron mucho más satisfactorios, naturalmente.

El sheriff Saunders vio a un voluminoso hombre máquina vuelto de espaldas a él inclinado sobre un artefacto tan horrible que te helaba la sangre y te dejaba sin aliento, una máquina espantosa de origen dudoso y finalidad aún más dudosa. Lo único que no vio fue la temblorosa silueta de Randolph Payne abrazada a un árbol cercano que se encontraba al noroeste del suyo.

El sheriff Saunders salió al claro y alzó su ametralladora. El robot seguía dándole la espalda.

—¡Observe! —dijo AL-76 dirigiéndose a una persona o personas invisibles.

Y un dedo de una mano metálica pulsó un botón justo cuando el sheriff abría la boca disponiéndose a dar la orden de disparar.

Lo que ocurrió a continuación fue presenciado por setenta testigos, pero a pesar de ello no contamos con ninguna descripción. Durante los días, meses y años siguientes ni una sola de esas setenta personas dijo una sola palabra sobre lo que ocurrió durante los segundos que siguieron al momento en que el sheriff abrió la boca para dar la orden de disparar. Cuando se las interrogaba al respecto se limitaban a ponerse de un color verde manzana y se alejaban con paso tambaleante.

A pesar de ello, las pruebas circunstanciales permiten deducir que lo que ocurrió fue, más o menos, esto.

El sheriff Saunders abrió la boca y AL-76 pulsó un botón. El disinto empezó a funcionar y setenta y cinco árboles, dos granjas, tres vacas y tres cuartas partes de la cima de la colina Duckbill se desvanecieron dejando tras de sí una atmósfera bastante enrarecida por el polvo. Si se quiere expresar de una forma más poética, todos esos objetos y seres vivos fueron a parar al sitio en el que acaban las nieves del año pasado.

La boca del sheriff Saunders siguió abierta durante un período de tiempo imposible de calcular, pero ni la orden de disparar ni ningún otro sonido brotó de ella. Y entonces…

Y entonces el aire empezó a vibrar, se oyó una especie de rugido ensordecedor y una serie de zigzags de un vago color purpúreo cruzaron velozmente la atmósfera con la cabaña de Randolph Payne como origen, y los granjeros que componían aquel ejército improvisado desaparecieron sin dejar ni rastro.

Oh, sí, después se encontraron varias armas esparcidas por los alrededores —la metralleta modelo niquelado especial con garantía de tiro ultra-rápido e imposibilidad de encasquillarse del sheriff entre ellas—, una cincuentena de sombreros, unos cuantos puros y cigarrillos a medio fumar y algunos otros objetos perdidos aquí y allá… pero no quedó ni un solo cuerpo humano.

Salvo «Flaco» Jake, ninguno de esos cuerpos volvió a aparecer ante la raza humana hasta que hubieron pasado tres días, y en el caso de Jake la excepción hay que buscarla en que su huida —tan veloz que habría ruborizado a un cometa—, fue detenida por la media docena de hombres de la fábrica de Petersboro que iban avanzando por el bosque a paso de carga moviéndose casi tan deprisa como él.

Para ser exactos, la cabeza de «Flaco» Jake fue detenida por el estómago de Sam Tobe.

—¿Dónde está la cabaña de Randolph Payne? —preguntó Tobe en cuanto hubo conseguido recuperar el aliento.

«Flaco» Jake permitió que sus ojos perdieran su brillo vidrioso durante unos segundos.

—Hermano, te aconsejo que te limites a seguir la dirección opuesta a la mía —replicó.

Y se esfumó como por arte de magia. Unos segundos después ya era un puntito cada vez más pequeño que se alejaba hacia el horizonte moviéndose velozmente por entre los árboles. El puntito quizá fuera «Flaco» Jake, pero Sam Tobe no se habría atrevido a jurarlo.

El ejército improvisado ya ha desaparecido de escena, pero aún nos queda ocuparnos de Randolph Payne, cuyas reacciones fueron ligeramente distintas.

Para Randolph Payne los cinco segundos que transcurrieron entre el momento en que AL-76 pulsó el botón y la desaparición de la cima de la colina Duckbill fueron un espacio de tiempo totalmente en blanco. Cuando empezó tenía la cabeza vuelta hacia la espesa maleza que cubría la parte inferior de los árboles, y cuando terminó descubrió que estaba agarrado a una rama muy alta de uno de ellos y que se balanceaba locamente de un lado a otro. El mismo impulso que lanzó al grupo de ayudantes del sheriff en dirección horizontal le había lanzado en dirección vertical.

En cuanto a si recorrió los quince metros que separaban las raíces de la copa del árbol trepando, de un salto o volando, jamás consiguió llegar a saberlo y la verdad es que tampoco le importaba demasiado.

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