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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (436 page)

BOOK: Cuentos completos
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»A lo que Azazel respondió: “Bueno, pueden calificarse como alfileres más bien gruesos. Nadie podrá mover su mente después de esto. Va a desear viajar con una firmeza tan abrumadora que podría llegar a agitar los cimientos del universo si fuera necesario para hacer posible su viaje.
Eso
mostrará…”

»Estalló en una larga serie de sílabas estridentes en su idioma natal. No comprendí nada de lo que dijo, por supuesto, pero quedó completamente claro, por el simple hecho de que los cubitos de hielo de la nevera en la otra habitación se fundieron por completo, que no se trataba de ningún cumplido. Sospeché que estaba arrojando algunas animadversiones hacia aquellos de su planeta natal que le habían acusado de falta de habilidad.

»No habían pasado ni tres días cuando Fifí me telefoneó. No es tan efectiva por teléfono que en persona por razones que resultan claramente evidentes, aunque quizá para ti no lo resulten tanto, con tu incapacidad congénita de apreciar las cosas delicadas de la vida. Entiéndelo: uno es más consciente de la ligera dureza en su voz cuando no puede equilibrar directamente esta dureza con la blandura que se exhibe en todas las otras partes de su configuración anatómica.

»“George”, cloqueó, “tiene que ser magia. No sé lo que hiciste durante esa cena, pero ha funcionado. Sophocles me lleva a París. Ha sido idea suya, y se muestra terriblemente excitado al respecto. ¿No es maravilloso?”

»“Es más que maravilloso”, dije, con un entusiasmo natural. “Es capaz de provocar un temblor de tierras. Ahora podemos dedicarnos a la pequeña promesa que me hiciste. Podemos repetir lo de Asbury Park y hacer temblar toda la Tierra”.

»Supongo que alguna vez habrás notado, sin embargo, que a las mujeres les falta ese sentimiento de que un trato es algo sagrado. A este respecto son completamente distintas de los hombres. Parecen no tener la menor idea de la importancia de mantener su palabra, ningún sentido del honor.

»Dijo: “Nos vamos mañana, George, así que ahora no tengo tiempo. Te llamaré cuando hayamos vuelto”.

»Colgó, y eso fue todo. La mujer tenía veinticuatro horas por delante y yo apenas sería capaz de usar la mitad de ellas…, pero se fue.

»Supe de ella cuando volvió, pero eso fue seis meses más tarde.

»Me telefoneó de nuevo, y al principio no reconocí su voz. Había algo extraño y cansado en ella.

»“¿Con quién hablo?”, pregunté, con mi dignidad habitual.

»“Soy Fifí Laveme Moskowitz”, dijo con voz débil.

»“¡Bum-Bum!”, exclamé. “¡Has vuelto! ¡Maravilloso! Ven esta noche, y así podremos…”

»“Olvídalo, George”, respondió. “Si se trata de magia, eres un miserable tramposo, y no iría a Asbury Park contigo ni aunque me llevaras a rastras”.

»Me sentí abrumado. “¿Acaso Sophocles no te ha llevado a París?”

»“Sí lo hizo. Ahora pregúntame cómo fueron mis compras”.

»“¿Cómo fueron tus compras?”, pregunté inmediatamente.

»“¡Una mierda! Ni siquiera empezaron. ¡Sophocles no se detuvo ni un instante!”. Su voz olvidó el cansancio y, bajo el stress de la emoción, ascendió casi a un chillido. “Llegamos a París, y seguimos. Él iba señalando las cosas a medida que pasábamos junto a ellas a toda velocidad. ‘Esto es la Torre Eiffel’, dijo, señalando a una construcción absurda que estaban erigiendo. ‘Esto es Notre Dame’, dijo. Ni siquiera sabía de qué estaba hablando. Dos jugadores de béisbol me llevaron una vez a Notre Dame, y ni siquiera estaba en París. Estaba en South Bend, Indiana. ¿Pero a quién le importa? Luego fuimos a Frankfurt y a Berna y a Viena… que esos estúpidos extranjeros del lugar llaman Veen. ¿Hay algún lugar llamado Triste?”

»“Trieste”, dije. “Sí lo hay”.

»“Entonces también fuimos allí. Y ni siquiera nos parábamos en los hoteles. Nos parábamos en antiguas granjas. Sophocles decía que ésa era la auténtica forma de viajar. Decía que hay que ver gente y naturaleza. ¿Quién quiere ver gente y naturaleza? Lo que no vimos fueron duchas. Ni facilidades sanitarias. Al cabo de un tiempo, empiezas a oler. Y atrapé cosos en el pelo. Acabo de tomar cinco duchas una tras otra, y
sigo
sin hallarme limpia”.

»“Toma otras cinco duchas por mí”, la animé con mi voz más razonable, “y vayamos a Asbury Park”.

»No pareció oírme. Es sorprendente lo sordas que son las mujeres a la pura razón. Prosiguió: “Dice que vamos a empezar otra vez la semana próxima. Quiere cruzar el Pacífico e ir a Hong Kong. Ha contratado un petrolero. Dice que ésa es la forma de ver el océano. Yo le he dicho: ‘Escucha, maldito loco, no vas a llevarme en carguero hasta China, así que puedes hacer el viaje solo’.”

»“Muy poético”, reconocí.

»“¿Y sabes lo que dijo? Dijo: ‘Muy bien, querida. Iré sin ti’. Luego dijo algo de lo más extraño, porque no tenía ningún sentido. Dijo: ‘Abajo hasta el Gehena o arriba hasta el trono, viaja más rápido quien viaja solo’. ¿Qué significa eso? ¿Qué es el Gehena? ¿Cómo puede llegar a alcanzar ningún trono? ¿Acaso se cree la Reina de Inglaterra?”

»“Es de Kipling”, dije.

»“No, fue él quien lo dijo. Y parecía decirlo en serio. De modo que le respondí que iba a divorciarme de él, y le sacaría hasta el último centavo, y él se limitó a decir: ‘Adelante, mi subestúpida querida, pero no tienes nada a lo que agarrarte y no vas a conseguir nada. Todo lo que me importa es viajar’. ¿Puedes entender eso? ¿Pese a lo de subestúpida? Siempre diciéndome palabras dulces”.

»Tienes que comprender, viejo amigo, que éste era el primer trabajo que hacía Azazel para mí, y que aún no había aprendido a controlarse. Y
yo
le había pedido que Sophocles viajara sin su esposa si se presentaba la ocasión.

»Quedaba todavía la ventaja de la situación que yo había imaginado desde un principio.

»“Bum-Bum”, dije, “hablemos juntos de eso del divorcio en Asbury…”

»“Y tú, miserable tramposo. No me importa si hiciste magia o lo que fuera. Sal de mi vida, porque conozco a un tipo que puede convertirte en panqueques tan pronto como le diga una palabra. Y lo haría bien, porque sabe hacer bien todo lo demás”.

»Me temo que Bum-Bum se había convertido en Plaf-Plaf, y no precisamente de la forma en que yo había deseado o, conociendo sus medidas y estilo, esperado.

»Llamé a Azazel pero, aunque lo intentó, no hubo forma en que pudiera deshacer lo que había hecho. Y se negó llanamente a intentar nada que hiciera que Bum-Bum se mostrara más razonable conmigo. Dijo que aquello sería demasiado para cualquiera. No sé por qué.

»Sin embargo, siguió la pista de Sophocles a petición mía. La manía del hombre fue creciendo. Cruzó la Divisoria Continental sobre sus manos. Remontó el Nilo haciendo esquí acuático, todo el camino hasta el lago Victoria. Cruzó la Antártida en ala delta. Cuando el presidente Kennedy anunció en 1961 que alcanzaríamos la Luna a finales de la década, Azazel dijo: “Ahí está mi ajuste actuando de nuevo”.

»“¿Quieres decir que lo que fuera que le hiciste a su cerebro le da el poder de influenciar al presidente y al programa espacial?”, quise saber.

»“No lo hace a propósito”, dijo Azazel, “pero ya te dije que el ajuste era lo bastante fuerte como para sacudir el universo”.

»Y el viejo tipo se fue a la Luna. ¿Recuerdas el
Apolo 13,
el que se supuso que sufrió una avería en el espacio en su camino a la Luna en 1970, y cuya tripulación apenas consiguió llegar de vuelta a la Tierra? En realidad, Sophocles se había hecho cargo de él, y llevó toda una porción del aparato hasta la Luna, dejando que la tripulación nominal volviera a la Tierra como mejor pudiera con el resto.

»Está en la Luna desde entonces, viajando por toda su superficie. No tiene ni aire, ni comida ni agua, pero su ajuste a viaje constante le suministra de alguna forma todo lo que necesita. De hecho, de alguna forma, ha elaborado algo que va a llevarlo ahora hasta Marte… y más allá.

George agitó tristemente la cabeza.

—Es tan irónico —dijo—. Tan irónico.

—¿Qué es irónico? —pregunté.

—¿No lo ves? ¡El pobre Sophocles Moskowitz! Se ha convertido en una nueva versión mejorada del Judío Errante, y la mayor ironía es que ni siquiera es Ortodoxo.

George se llevó la mano izquierda a los ojos y tanteó con la derecha en busca de su servilleta. Mientras lo hacía, tomó accidentalmente el billete de diez dólares que yo había dejado a un lado de la mesa como propina para el camarero. Se secó los ojos con la servilleta, pero no pude ver lo que le ocurrió al billete de diez dólares. Abandonó el restaurante sollozando, dejando la mesa vacía.

Suspiré y deposité otro billete de diez dólares.

El ojo del observador (1986)

“The Eye of the Beholder”

George y yo estábamos sentados en un banco del paseo que se extendía a la orilla del mar y contemplábamos la inmensa playa y el bravo mar que se divisaba en la distancia. Yo estaba inmerso en el inocente placer que supone observar a las jovencitas con sus bikinis, y preguntándome qué es lo que ellas pueden obtener de las bellezas de esta vida que no sea como mucho la mitad de lo que ellas contribuyen con su belleza.

Conociendo a George como lo conocía, sospechaba que con bastante seguridad sus propios pensamientos debían ser considerablemente menos estéticos y generosos que los míos. Estaba seguro de que sus pensamientos estarían centrados en los aspectos más provechosos de aquellas mismas jovencitas.

Me llevé, por tanto, una sorpresa, cuando le oí decirme:

—Viejo amigo, henos aquí sentados, pendientes de las bellezas de la Naturaleza en la forma de la divina apariencia femenina…, por inventar una frase… Y, sin embargo, seguramente la verdadera belleza no es, y no puede ser, tan manifiestamente evidente. Después de todo, la verdadera belleza, al ser tan apreciada, ¿debe mantenerse oculta a los ojos de los observadores triviales? ¿Había pensado en eso alguna vez?

—No —repliqué—. Nunca había pensado en ello y, ahora que lo menciona, sigo sin hacerlo. Es más, tampoco creo que usted haya pensado alguna vez eso.

George suspiró.

—Charlar con usted, viejo amigo, es como nadar en la melaza… Poca compensación para un esfuerzo tan grande. He observado cómo contemplaba a aquella alta diosa que se ve ahí, esa cuyas finas tiras de tejido no sirven para ocultar el reducido espacio que pretenden cubrir. Seguramente usted considera que lo que ella exhibe son frivolidades.

—Nunca he pedido mucho de la vida —repuse de una forma humilde—. Me sentiría satisfecho con frivolidades de ese tipo.

—Piense cuánto más bella sería una mujer joven…, incluso una mujer muy poco atractiva a los indoctos ojos de alguien como usted…, si ésta poseyera las eternas glorias de bondad, abnegación, buen humor, sumisa laboriosidad y dedicación a los demás, todas las virtudes, en resumen, que reflejan el encanto y la aureola de una mujer.

—Lo que estoy pensando, George —dije—, es que usted debe estar borracho. ¿Qué demonios sabe posiblemente usted acerca de virtudes como ésas?

—Me son completamente familiares —siguió George arrogantemente—, porque las practico asiduamente y al completo.

—Sin duda alguna —convine—, sólo en la intimidad de su habitación y en la oscuridad.

—Dejando a un lado su vulgar comentario —dijo George—, debo decir que, aunque no hubiera tenido un conocimiento personal de esas virtudes, he sabido de ellas a través de mi relación con una señora joven, llamada Melisande Ott, de soltera Melisande Renn, y conocida por su querido esposo, Octavius Ott, como Maggie. También yo la conocía por Maggie, ya que era la hija de un amigo mío muy querido. ¡Ay!, ya fallecido, por lo que ésta siempre me consideró como su tío George.

Debo admitir que yo, en parte e igual que usted, aprecio las sutiles cualidades de lo que usted llama «frivolidades» Sí, viejo amigo, ya sé que yo utilicé el término primero, pero no iremos a ninguna parte si continúa interrumpiéndome constantemente con trivialidades.

Porque debido a la pequeña debilidad en mí existente, debo también admitir que cuando, demostrando una excesiva alegría por verme, corría dando gritos a abrazarme, el placer que yo sentía al ocurrir esto no era tanto como hubiera sido en realidad si ella hubiera estado más generosamente proporcionada. Era muy delgada y sus huesos eran terriblemente prominentes. Tenía la nariz grande, un mentón débil, su pelo era lacio y de color pardusco y sus ojos tenían un indefinible color entre gris y verde. Sus pómulos eran anchos y marcados, lo que le hacía parecerse a una ardilla que acabara de completar una buena colección de nueces y granos. En resumen, no era el tipo de mujer que al aparecer en escena hubiera hecho que ninguno de los jóvenes presentes en la sala hubiera comenzado a acelerar su respiración ni a esforzarse por acercarse a ella.

Pero tenía un buen corazón. Sobrellevaba con su melancólica sonrisa las situaciones en que los jóvenes de su edad, tras haberles sido presentada, dejaban traslucir su repentino desagrado. Servía de dama de honor a todas sus amigas a medida que se casaban, correspondiendo siempre con una serie de dulces y melancólicas sonrisas. También sirvió como madrina para innumerables niños e hizo de niñera para otros, pues era tan diestra en dar el biberón como jamás nadie lo ha sido.

Llevaba sopa caliente a los pobres que se lo merecían…, y también a los que no se lo merecían, aunque hubo alguien que dijo que eran precisamente estos últimos los que más se merecían aquella visita larga y molesta. Realizaba diversos servicios en la iglesia de su barrio y en diversas ocasiones… Una vez lo hacía por ella misma y otras por cada una de sus amigas que preferían los brillos pecaminosos de las salas de cine al servicio desinteresado. Daba clases en la escuela dominical y divertía a los niños haciendo (ellos así lo creían) muecas con su rostro. Frecuentemente los reunía para leerles los Diez Mandamientos. (Evitaba leerles el que se refería al adulterio porque la experiencia le había enseñado que ello implicaba invariablemente el que le hicieran una serie de preguntas inconvenientes.) También se prestaba como voluntaria para atender los servicios de la biblioteca del barrio.

Naturalmente ya había perdido toda esperanza de casarse desde que tenía, aproximadamente, cuatro años. Incluso ya a la edad de diez años, le había parecido un sueño totalmente imposible la posibilidad de tener una eventual cita con un miembro del sexo opuesto.

Muchas veces me había dicho:

—No me considero desdichada, tío George. El mundo de los hombres me está vedado, sí, siempre lo ha estado excepto en lo que se refiere a usted mismo y a la memoria del pobre papá, pero existe mucha y auténtica felicidad en hacer el bien.

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