Cuentos completos (541 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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»Winters asintió con expresión triste y la
Lengua
comenzó a poner los objetos de nuevo en su bolso, escogiendo cuidadosamente cuál de los siete compartimientos era el correcto para cada cosa y haciendo un comentario sobre la marcha mientras lo efectuaba. El muchacho le recogió los objetos del suelo.

»Después de eso, naturalmente, las otras dos señoras tuvieron que seguir el ejemplo y vaciar sus bolsos; pero con menos gracia que la
Lengua.
Yo fui el primer hombre que volvió hacia afuera sus bolsillos y luego los otros hicieron lo mismo.

»El objeto de la suerte no pudo ser encontrado en ningún lugar, ni en ningún bolso ni bolsillo. Sin embargo Winters seguía allí, reacio a abandonar, pero sin saber cuál debía ser el siguiente paso que podía dar.

»Yo todavía sentía un poco de responsabilidad, pero también me encontraba un poco irritado, así que dije: Si esto le hace sentirse un poco mejor, Mr. Winters, usted y yo podemos ir a la biblioteca, cerrar la puerta y bajar las persianas. Yo me quitaré la ropa y usted puede buscar en ella bolsillos escondidos y amuletos. Usted también puede ver si me lo he pegado a la piel.

»No pensé ni por un momento que él me cogiera la palabra; pero, maldita sea, sí que lo hizo. Pasé cinco minutos muy molestos e incómodos totalmente desnudo mientras él repasaba mis prendas y me estudiaba de frente, de lado y por detrás.

»Empezaba ya a preocuparme por si él sugería inspeccionar mis diversas aberturas; pero el objeto de la suerte, era sin duda demasiado grande para hacer que fueran lugares de escondite razonables.

»Uno tras otro, los demás hombres siguieron mi iniciativa.

Uno hizo ademán de disponerse a rehusar; pero cuando todas las miradas se volvieron sobre él con clara sospecha, cedió. Sin embargo se puso hecho una furia tan pronto fue completada la investigación. Quizá llevaba sucia la ropa interior.

»Cuando todo se hubo realizado, la
Lengua
se levantó y sugirió: Bien, si Mrs. Winters nos hace el honor no me importa ser investigada después de todo puede haberse deslizado dentro de mi sujetador habría mucho espacio allí y a través de mi vestido no se mostraría por la manera que me pongo el chal por encima.

»Se marchó y, cuando volvió, las otras dos mujeres tuvieron que acceder a ser examinadas también.

Silverstein hizo una pausa en su relato para tomar un sorbo de su abandonado brandy, y Halsted intervino:

—Interpreto que el amuleto no se encontró sobre nadie.

—Es cierto —contestó Silverstein— no lo fue. Pero Winters no cedió con facilidad. Se puso en contacto con el gerente del hotel y le persuadió para que encargara a dos empleados que le ayudasen a revisar la habitación todavía con más minuciosidad; y también los pasillos adyacentes, los alféizares y otros lugares. Al menos, ésa es la historia que corrió al día siguiente.

—¿Y lo encontraron? —preguntó Halsted.

—No —respondió Silverstein—. Al día siguiente Winters se mostró todavía más sulfurado. Por la noche, realizó lo que supuse que era una marcha anticipada, y yo mismo oí al gerente asegurándole febrilmente que la búsqueda continuaría y que tan pronto como el objeto de la suerte apareciera, le sería enviado.

—¿Y lo encontraron después?

—No, no se encontró. Al menos, no nos llegó ninguna noticia de ello hasta el momento en que mi esposa y yo nos marchamos una semana más tarde… Pero ustedes ven el aspecto peculiar, ¿no?

Gonzalo contestó:

—Sin duda. La cosa desapareció en la nada.

—Desde luego que no —opinó Avalon agudamente—. En primer lugar, ¿qué pruebas tenemos de que el objeto existiera?

Todo el asunto podía haber sido un invento.

—¿Con qué finalidad? —preguntó Drake haciendo una mueca.

Avalon repuso:

—Para demostrar que había desaparecido, naturalmente.

—¿Pero por qué? —inquirió Drake de nuevo—. Si fuera algo que tuviera valor sí puedo entender que los Winters estuvieran poniendo la base para una reclamación de seguro… Pero el valor de un objeto de la suerte, ¿cuánto es? ¿Setenta y cinco centavos?

—Yo no sé el motivo —dijo Avalon exasperado—. Lo único que supongo es que los Winters tenían alguno. Me inclino más a creer en la existencia de un motivo desconocido que en la total desaparición de un objeto material.

Silverstein movió la cabeza.

—No creo que fuera un invento, Mr. Avalon. Si Winters estaba jugando un juego programado, éste, su esposa y su hijo formaban parte de él.

—En cuanto a la esposa no lo puedo decir con seguridad; pero aquel muchacho, Maurice, no estaba actuando. No dudo, ni por un momento, de que estaba realmente asustado.

»Entonces, si todos estaban haciendo comedia, ¿por qué Mr. Winters tuvo que creer necesario llegar a tales extremos?

Una búsqueda mucho más sencilla habría sido suficiente para establecer que el objeto de la suerte se había perdido, si eso era todo lo que querían.
Ésa
fue la cosa que me resultaba peculiar.

¿Por qué tenían los Winters que haber buscado con un cuidado tan extremo y por qué tenía que haber parecido Maurice asustado, más que simplemente apenado? ¿No ven ustedes la explicación? A mí me parece obvia.

Durante unos momentos hubo un silencio entre los Viudos Negros, y luego Rubin sugirió:

—¿Por qué no nos da su versión, Mr. Silverstein, y entonces nosotros decidimos si es correcta o no?

Silverstein sonrió.

—Oh, ustedes estarán de acuerdo conmigo. Una vez el asunto quede explicado, les parecerá tan obvio como me lo parece a mí… El amuleto
no
era del muchacho, sino que era de su padre. Winters le había permitido a su hijo tenerlo durante un rato y el chico lo había perdido. Estoy seguro de que el chaval conocía el gran valor en que su padre tenía el objeto de la suerte y por eso se mostraba asustado,
muy
asustado, y yo no lo critico. Solamente si uno se da cuenta de que Winters estaba buscando su
propio
objeto de la suerte, se hace cargo de la naturaleza de su búsqueda.

Halsted intervino.

—Él insistió en que el objeto era de su hijo.

—¡Naturalmente! La gente es muy dada a negar sus supersticiones, como les dije antes, en especial si son inteligentes y educados y están en presencia de otra gente educada, y más todavía si el poder de la superstición es patológicamente fuerte. Son lo bastante inteligentes para estar avergonzadísimos de su extravío y, sin embargo, sentirse impotentes ante su dominio. Soy un profesional en tales asuntos y les digo que es así.

Naturalmente, él haría ver que el amuleto era de su hijo. Yo me lo creí al principio. Sin embargo, a medida que observaba a Winters, fui reconociendo que sus emociones eran las de alguien aterrorizado por la creencia de que su suerte se ha desvanecido para siempre. Era tan víctima del ansia irresistible de aquella protección desaparecida, como un adicto a las drogas lo es por la heroína que le falta.

Trumbull apuntó:

—Sin embargo, usted vende este sucedáneo de la droga a la gente.

Silverstein meneó la cabeza.

—Un pequeño porcentaje, que cada vez es menor, están afectados de modo tan extremo. ¿Tiene que acusarse a una fábrica de penicilina de la muerte de unos pocos que desarrollan una sensibilidad fatal respecto de ella…? Bien, Mr. Rubin, ¿tengo razón o no?

Silverstein sonrió confiado.

Rubin replicó:

—Me temo que no la tiene. Usted está considerando el comportamiento de Winters de dos modos irreconciliables. Si él estaba tan dominado por la manía del objeto de la suerte como para llevar a cabo una búsqueda de psicópata, no parece lógico que se lo hubiera entregado a su hijo para que jugara con él. No; considero que es imposible creer en la historia del objeto de la suerte ni en cuanto al hijo ni en cuanto al padre.

Silverstein declaró con el tono ofendido de una persona cuya inteligente idea proclamada triunfalmente es dejada de lado con cortesía.

—Me gustaría oír una explicación alternativa que tenga sentido.

—No hay ningún problema —contestó Rubin.

—Yo supongo que el llamado objeto de la suerte era, en realidad, un artículo muy valioso.

—¿Quiere usted decir que era realmente una pieza de oro o que contenía joyas auténticas o que era una obra de arte?

—preguntó Silverstein, con lo que era casi una sonrisa burlona—. Si es así, todavía queda en pie la objeción que usted hizo.

¿Por qué dársela al muchacho para que jugara con ella? Y, además, ¿por qué llamarle objeto de la suerte? Si Winters hubiera mencionado su valor, tendríamos que haber mirado con más interés y habernos sometido al registro de mejor grado.

—Pudiera ser —sugirió Rubin— que el valor residiera en algo que no se podía mencionar. Supongamos que fuera un aparato de alguna clase, o que llevase un mensaje… una talla codiciada, o un microfilme en un compartimiento interior diminuto…

Silverstein frunció el ceño.

—¿Sospecha que Winters era un espía?

—Considerémoslo como una hipótesis —planteó Rubin—.

Winters, al tener alguna razón para creer que había otras personas siguiéndole la pista y que se haría un esfuerzo para quitarle el objeto que llevaba, se lo pasó a su hijo en lugar de llevarlo él, creyendo que en el chico nadie pensaría.

Avalon gruñó con desaprobación.

—Una cosa un tanto cruel para que la haga un padre.

—No, en absoluto —le contradijo Rubin—. Winters seguiría siendo el único expuesto a ser atacado si es que había peligro de una cosa así. Pero entonces no se le encontraría el objeto encima. Si no se sospechaba de que el chico era el portador, éste no estaría en peligro en ningún momento. Al menos, ésa debió haber sido la esperanza del padre. Y si
hubiera
peligro para el muchacho, podría ser que él fuera de la clase de patriotas que creen que su país y su obligación están en primer lugar.

»Cuando resultó que el objeto había desaparecido, el primer pensamiento de Winters debió haber sido que se había caído de forma accidental; pero, al no ser hallado en seguida, llegó sin duda a la conclusión aterradora de que había sido robado por un enemigo. Entonces, llevó a cabo una búsqueda importante con la esperanza de que su adversario, quienquiera que resultase serlo, fuera descubierto en el momento en que se encontrara el objeto. Naturalmente, él tenía que hacer ver que era una cosa trivial la que estaba buscando. Pero, dado que no se encontró, se vio obligado a abandonar, con su misión destruida y su personalidad desvelada. Y con su enemigo seguro.

No envidio su situación. Y no me extraña que su hijo estuviera asustado, si era lo bastante inteligente como para poder entender lo que estaba pasando.

Los Viudos Negros no mostraron un entusiasmo particular respecto a esto. Drake movió la cabeza con aire solemne.

Rubin manifestó indignación.

—¿Qué es lo que piensa, Tom? Esto es una especie de hijo suyo.

Trumbull se encogió de hombros.

—Yo no sé todo lo que pasa. Esto sucedió hace nueve años, ¿no, Silverstein?

—Sí, señor.

—Puede ser que hubiera algo entonces que implicara a Sudáfrica y a sus intentos de desarrollar una bomba nuclear…

Sin embargo, el Gobierno norteamericano no estaba implicado en ese asunto.

—No tenía que estarlo —contestó Rubin—, por lo que sabemos. Pero considero, Tom, que mi interpretación es posible.

—Posible, sin duda, pero no pasa de ahí.

Gonzalo intervino.

—Se están saliendo del tema. Están hablando de motivaciones, y de por qué un niño tendría que parecer asustado, y de por qué un tipo tendría que registrar como un loco a las personas. Nadie parece tener el menor interés por el enigma auténtico. ¿Cuál es la diferencia entre que sea un amuleto o la llave de una bomba nuclear? ¿Qué le sucedió? ¿A dónde fue a parar?

Avalon declaró con aire sereno:

—No veo ningún misterio ahí. Para empezar, la única manera de que el objeto pudiera desaparecer en la nada era que no hubiera sido llevado a aquel lugar. A pesar de la negativa del joven, él debió de haberlo perdido antes de entrar en la habitación, y tenía miedo de admitirlo… Eso, si aceptamos en primer lugar que existió. Después de todo, fuera o no inteligente, tenía doce años. No pudo resistirse a jugar con él y tal vez lo dejo caer en cualquier sitio inaccesible. Él, entonces, no se atrevió a decir nada acerca de ello, porque sabía que era importante para su padre. Luego, en la habitación, su padre le pregunta si está seguro. Él tiene que admitir que se ha perdido; pero no puede confesar que lo ha perdido antes. No se atreve.

—¡No! —gritó Silverstein en tono violento—. Él no era de esa clase de jóvenes. Si ustedes lo hubieran visto, se hubieran dado cuenta de que había sido educado para cumplir con una rigidez de conducta propia de adultos. El padre no le preguntó por el objeto de la suerte. El muchacho fue hasta él para comunicarle que había desaparecido. Si él lo hubiera perdido anteriormente, le habría informado entonces. Estoy seguro de eso.

Drake propuso:

—Supongamos que la pérdida fuera accidental. Él podía haber sacado un pañuelo del bolsillo una hora antes en algún lugar y el objeto salirse y caer en la hierba, por ejemplo. Podía no haber notado la pérdida hasta que estuvo en la habitación.

—¡No! —protestó de nuevo Silverstein—. El muchacho dijo que él lo tenía cuando entró en la habitación y su padre le creyó sin dudarlo ni un momento. Conocía a su hijo.

Avalon inquirió:

—Bien, Mr. Silverstein, si usted insiste en que el objeto existió de verdad y se perdió en la sala, ¿tiene alguna idea de a dónde fue a parar?

Silverstein se encogió de hombros.

—No lo sé. Quizá cayó por una grieta al sótano. Quizás estaba en un sitio normal y, por alguna razón, todo el mundo lo pasó por alto. Muchas veces he registrado mi apartamento en busca de alguna cosa que parecía haberse desvanecido, y luego, cuando la encontré, resultó que había estado a la vista todo el tiempo.

—Sí, después de que usted la
encontrara
—puntualizó Avalon—. Uno siempre lo encuentra. Incluso sin una búsqueda tan prolongada e intensa como la de Winters.

Se hizo un momentáneo silencio y luego Trumbull continuó:

—Parece que estamos en un callejón sin salida. El enigma es interesante; pero no veo que se pueda resolver. No tenemos suficiente información.

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