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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (542 page)

BOOK: Cuentos completos
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Gonzalo intervino:

—Bien, esperemos. No hemos escuchado la opinión de Henry.

Trumbull protestó:

—No se lo encasquete a Henry. Si un enigma es insoluble, lo es incluso para Henry.

—¿Es cierto eso? —preguntó Gonzalo—. Bien, quiero oírselo decir a Henry… ¿Henry?

El camarero, que, desde el mostrador, había escuchado con atención todos los argumentos, les dirigió una leve sonrisa amable y familiar.

—La verdad, Mr. Gonzalo, es que no puedo dejar de pensar en que cabe sugerir una solución. No es necesario considerar que el objeto haya desaparecido de manera misteriosa.

Las cejas de Trumbull se alzaron.

—¿De veras, Henry? ¿Qué es lo que sugiere?

—Bien, señor, consideremos el comentario de Mr. Silverstein de que él había diseñado un bolso con truco gracias a la inspiración del que usaba Mrs. Freed, la mujer que hablaba tanto.

Silverstein se quedó mirando fijamente.

—¿Quiere decir que la
Lengua
poseía un bolso con trampa?

—No, señor; pero se me ocurrió que podían hacerse trucos incluso con un bolso normal si éste tenía siete cremalleras y siete compartimientos.

—Convendría que se explicase mejor, Henry, —dijo Drake.

Henry continuó:

—Esto es sólo una suposición, caballeros, pero imaginemos que Mrs. Freed hablara sin cesar con un propósito. Una persona que se gana el sobrenombre de
La Lengua,
tiene que parecer tonta a cualquiera que sea menos penetrante que Mr. Silverstein y puede dar por seguro que será infravalorada… lo cual es una ventaja para un espía.

»Supongamos que ella hubiera tenido noticias de la existencia del objeto y, por alguna razón, sospechase que estaba en posesión del muchacho, Maurice. Su ovillo de lana se cayó al suelo varias veces y, al menos una, según Mr. Silverstein, rodó en dirección al chico. Éste se precipitó a ayudarle; ella lo acarició; y, de este modo, lo distrajo al mismo tiempo que lo tocaba… Un viejo truco de carterista. Un momento después, el objeto no estaba en el bolsillo del muchacho, sino en la mano de Mrs. Freed.

»Seguidamente, ella buscó una pastilla de menta. Al hacerlo, el objeto fue dejado caer en el compartimiento que ya había abierto y que no contenía nada. Tuvo que mover las cremalleras en busca de las pastillas, y, cuando acabó de hacerlo, todos los compartimientos estaban cerrados, incluyendo el que guardaba el objeto.

»Entonces ella mostró lo seguro que era el bolso y con qué facilidad podía ser vaciado abriendo un compartimiento y volviendo el bolso al revés. Después de haber hecho esa demostración, intentó impresionar a todo el mundo, volvió a manipular las cremalleras, según Mr. Silverstein, como si estuviera buscando otro compartimiento con el cual hacer las demostraciones; pero, al parecer, con la intención contraria. Al terminar sus manipulaciones, todos los compartimientos se hallaban cerrados, excepto el que tenía el objeto. Ése estaba abierto.

Ella solamente tenía que esperar. Si no se daban cuenta de que el objeto se había perdido, estupendo. Si era notada la pérdida, estaba preparada.

»La desaparición fue descubierta, y la mirada de Winters cayó sobre el bolso. Ella en seguida se ofreció a vaciarlo y tiró de todas las cremalleras, contando ostentosamente del uno al siete a medida que lo hacía. Cuando terminó, los seis compartimientos que habían estado cerrados, se encontraban abiertos, y el único que estaba cerrado era el que tenía dentro el objeto, y nada más; porque había sido cerrado al correr la cremallera fingiendo que lo abría.

Entonces ella volcó el bolso y de él cayó hasta la última cosa que contenía
excepto
aquel objeto. Y como ella se había esforzado mucho en no parecer más que una charlatana, se cuidó mucho de establecer un ambiente adecuado y, además, se mostró de acuerdo, encantada, con la búsqueda, a nadie se le ocurrió la idea de investigar el bolso aparentemente vacío. Al final, por tanto, el objeto pareció haberse desvanecido en el aire.

Mr. Silverstein, cuya boca se había ido quedando abierta mientras Henry hablaba, la cerró con lo que pareció ser un esfuerzo y luego dijo:

—Pudo haber sucedido exactamente así. Parece estar perfectamente de acuerdo con lo que vi, y he explicado el relato tantas veces durante nueve años, que no hay duda de que no me he olvidado de lo que vi. Sin embargo, supongo que no podemos tenerlo nunca por cierto.

—No, —convino Trumbull—; pero yo apostaría por Henry y de ahora en adelante, creo que mi gente estará vigilante con las charlatanas inocentes que lleven bolsos intrincados.

—Solamente si tienen cremalleras, señor —puntualizó Henry—. Los bolsos con pasadores y cierres se abren suavemente; pero se cierran con un fuerte golpe. En cambio, el sonido de una cremallera que se abre no se puede distinguir del de una cremallera que se cierra, porque ambos son exactamente iguales.

POSTFACIO

Tal como he explicado en el post scriptum anterior, El amuleto fue comprado y remunerado; pero la revista que iba a publicarlo nunca apareció. La narración, por tanto, hace su primera aparición en este libro. Eso no me preocupa. En cada una de mis colecciones de los Viudos Negros, me las he arreglado para incluir algunos relatos que no han aparecido en ningún otro lugar. Yo lo considero como un premio para quienes tienen la generosidad de comprar estos libros.

De cuando en cuando, necesito incluir unos detalles gráficos de alguna faceta de la experiencia humana como parte del fondo de estas narraciones. En
El amuleto, por ejemplo, yo hablo de forma un poco extensa del negocio de las novedades.

Puede que ustedes hayan admirado la pulcritud de mi investigación en el asunto; pero, por favor, no lo hagan. Soy demasiado perezoso (y estoy demasiado ocupado escribiendo un millón de cosas más) para desperdiciar el tiempo en la investigación.

Cuando necesito detalles sobre el negocio de las novedades, me limito a sacarlos de mi imaginación siempre febril. Por tanto, si alguno de mis lectores lleva un negocio de novedades y cree que he cometido un error, le ruego que me escriba y me ilustre.

El triple diablo (1985)

“Triple Devil”

No era sorprendente que en este particular banquete de los Viudos Negros la conversación derivara hacia el tema de los hombres que se han hecho a sí mismos.

Después de todo, Mario Gonzalo, anfitrión de la noche, había traído como invitado al propietario retirado, muy conocido, de una cadena de librerías, Benjamín Manfred. Era también muy sabido que Manfred había vendido periódicos cuando era muchacho, hacía más de medio siglo, y era hijo de padres pobres, pero honrados… Muy honrados, y muy, muy pobres.

Y ahora él estaba aquí, no como un Getty o un Onassis; pero muy bien situado. Y con cuatro hijos y muchos nietos, todos ocupados en algún aspecto de la cadena. Él era el fundador de la dinastía, nada menos.

Manfred había telefoneado para decir, con muchas excusas, que se retrasaría un poco, pero que seguro que estaría allí antes de que el banquete hubiera comenzado. Eso significaba que el aperitivo tenía lugar sin su presencia, y la conversación se desarrollaba con toda libertad, sin la inhibición lógica que se produce cuando está delante quien es tema de la conversación.

Tampoco sorprendió que fuera Emmanuel Rubin el que pontificara más alto.

—Ya no quedan personas que se hayan hecho a sí mismas, ni hombres ni mujeres —dijo, con pasión.

Y cuando Rubin hablaba con pasión no había más remedio que escuchar. Si su metro sesenta de altura le hacía ser el más bajo de los Viudos Negros, su voz era, sin lugar a dudas, la más fuerte. Añadamos a eso la hirsutez de su barba gris y escasa y el brillo de sus ojos a través de sus espesas gafas, que servían para magnificarlos de modo casi amenazador, y resultaba imposible ignorarlo.

—Ben Manfred es un
self-made man
—dijo Gonzalo a la defensiva.

—Quizá lo sea —aceptó Rubin, reacio a hacer excepciones a cualquier generalización que hubiera lanzado—. Pero él se hizo a sí mismo en los años veinte y treinta. Estoy hablando de
ahora,
de la Norteamérica de después de la Segunda Guerra Mundial, que es próspera y con la mentalidad del bienestar.

Uno siempre puede encontrar ayuda abriéndose camino a través de la escuela, apoyándose en la protección del desempleo, consiguiendo beneficios de algún tipo para poder empezar.

Seguro que, si quieres, lo haces; pero no por ti mismo, nunca por ti mismo. Existe todo un aparato gubernamental que te respalda.

—Puede que tenga algo de razón en lo que dice, Manny —admitió Geoffrey Avalon.

Bajó la vista con aire de diversión algo distante. Su estatura de metro ochenta y cinco hacía de él el más alto de los Viudos Negros.

—Sin embargo —continuó—, ¿usted no se consideraría un
self-made man?
Nunca oí que usted heredase o se casara con una mujer de fortuna y no le veo a usted, de ningún modo, aceptando ayudas del Gobierno.

—Bien, yo no he conseguido nada con facilidad —manifestó Rubin—. Pero uno no puede ser un
self-made man
hasta que sus logros no sean totales. Aunque no tuve un padre rico ni tengo una esposa rica, tampoco soy yo mismo rico, lo que se dice rico. Puedo permitirme algunas de las cosas bonitas de la vida, pero
rico
no soy. Lo que tenemos que hacer es definir al hombre autorrealizado. No es suficiente que no se esté muriendo de hambre. No es suficiente que se halle en mejor posición de lo que acostumbraba a estar. Un
self-made man
es alguien que comienza siendo pobre, sin ningún dinero por encima de su nivel de subsistencia. Luego, sin que le vengan grandes tajadas de dinero del exterior, él se las arregla, por medio de un duro trabajo y de una aguda perspicacia para los negocios, o con un enorme talento para convertirse en millonario.

—¿Y dónde deja la suerte? —gruñó Thomas Trumbull—. Supongamos que apuesta en las carreras y gana un millón de dólares, o que está continuamente al lado de los ganadores en una pista de carreras.

—Ustedes saben que eso no cuenta —respondió Rubin—. En ese caso, se es una persona de suerte y nada más. Eso ocurre si uno saca a un anciano de debajo de un coche de caballos y él invoca la bendición del cielo sobre ti y te da un millón de dólares. Y tampoco tengo en cuenta a aquellas personas que se hacen ricas por medio de una actividad ilegal. Al Capone, partiendo de una base de cero, estaba haciendo sesenta millones al año antes de haber cumplido los treinta años, en el tiempo en que el dólar valía un dólar y no veintidós centavos.

Por otra parte, tampoco pagaba impuestos. Ustedes pueden llamarle
self-made man;
pero, según mi definición, no lo era.

—El problema que hay con usted, Manny —observó Roger Halsted—, es que quiere restringir el término a la gente que usted aprueba moralmente. Andrew Carnegie era un
self-made man
y fue un gran filántropo, después de que hubiera hecho sus millones, y, por lo que sé, nunca le metieron en la cárcel.

Sin embargo, en su camino hacia arriba, apostaría a que se metió en actividades empresariales cuestionables y que se las arregló para explotar a los pobres todo lo que pudo.

Rubin aclaró:

—Estar dentro de la ley es todo lo que pido. No espero que nadie sea un santo.

Gonzalo preguntó con un aire de inocencia nada convincente:

—¿Y qué pasa con su amigo, Isaac Asimov, Manny…?

Naturalmente, Rubin picó el anzuelo en seguida.

—¿Mi
amigo
? Sólo porque le presto unos pocos dólares de cuando en cuando para ayudarle a pagar el alquiler, dinero que no espero volver a ver, él va diciendo por ahí que es mi amigo.

—Vamos, Manny. Nadie va a creerse esa calumnia. Él está en buena posición. Y, según su autobiografía, comenzó sin nada. Trabajaba en la confitería de su padre y también repartió periódicos. Es un
self-made man.

—¿Es verdad eso? —inquirió Rubin—. Bien, en tal caso, todo lo que puedo decir es que él adora a su creador.

Rubin hubiera seguido improvisando, de forma interminable, variaciones sobre el tema; pero en ese momento llegó Benjamin Manfred y la conversación se detuvo en seguida, mientras Gonzalo hacía las presentaciones.

Manfred era de estatura media, muy delgado, con la cara arrugada pero agradable. Tenía el cabello escaso y blanco; y vestía de una manera pulcra, pero pasada de moda. Por ejemplo, llevaba un chaleco, y uno se sorprendía de que no llevara también una cadena de reloj que cruzara de un lado al otro. En lugar de esto, llevaba un reloj de pulsera, pero estaba tan anticuado que había que darle cuerda.

Recibió las presentaciones con una agradable sonrisa y, cuando Rubin y él se dieron la mano, dijo:

—Estoy muy complacido de conocerle, Mr. Rubin. Leo con gran placer sus narraciones de misterio.

—Gracias, señor —contestó Rubin, esforzándose por ser modesto.

—En mis librerías siempre puedo contar con buenas ventas de sus libros. Casi iguala a Asimov.

Se fue hacia otro lado para saludar a James Drake, mientras Rubin, lentamente, se volvía de un furioso color magenta y los otros cuatro Viudos Negros pasaban grandes apuros en sus esfuerzos desesperados para no reír.

Henry, el camarero perpetuo de los Viudos Negros, después de cerciorarse de que le habían servido al anciano un generoso Martini seco, anunció que la cena estaba servida.

Drake apagó el cigarrillo y miró con placer el pequeño montículo de caviar que había en su plato. Se sirvió él mismo de los condimentos que iba pasando Henry. Dudó con la cebolla picada y luego, con decisión, tomó dos porciones.

Después, susurró a Gonzalo:

—¿Cómo puede permitirse tomar caviar, Mario?

Mario le susurró a su vez:

—El viejo Manfred me paga muy bien por un retrato para el que está posando. Por eso lo conozco y puedo, al mismo tiempo, proporcionarle un buen rato con su dinero.

—Es bonito conocer a gente que todavía quiera que pinten retratos suyos.

—Algunas personas todavía tienen buen gusto —contestó Gonzalo.

Drake sonrió.

—¿Le importaría repetir eso en voz lo bastante alta como para que Manny lo oyese?

—No, gracias —repuso Gonzalo—. Yo soy el anfitrión y tengo la responsabilidad del decoro de la mesa.

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