Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Dunhill hizo una pausa y pareció pensar un poco.
Drake se rió mientras apagaba un cigarrillo y observó:
—A menos que usted esté contándonos esto con una ausencia total de malicia, cosa que no puedo creer de un novelista, esa
The Historians' History of the World
va a volver a aparecer.
Dunhill asintió con vigor.
—Tiene toda la razón. Hace pocos años, conocí a una persona; mi esposa y yo visitamos su casa y tuvimos allí una cena con otras personas. Después de cenar, me dirigí a sus estantes de libros y los estudié…, una mala costumbre que exaspera a mi esposa, pero de la cual no puedo curarme.
»Y allí, llenando todo el estante, estaba
The Historians' History of the World.
Yo no había pensado en aquella obra durante años; la había olvidado del todo. Sin embargo, en el momento en que la vi, todo volvió a inundarme. El recuerdo de haber leído aquellos volúmenes en una época terrible de la historia moderna, con evocaciones doradas y convertidas en maravillosas por el paso de los años, era dolorosamente dulce e intenso.
»Yo ya no era el muchacho sin recursos de hacía unas décadas. Estoy muy bien situado y puedo permitirme satisfacer mis caprichos. Me acerqué en seguida a mi anfitrión y le ofrecí comprarle su colección. Yo no podía creer que tuviera ningún atractivo para nadie que no fuera yo; y estaba dispuesto a pagar mucho más de lo que valía. Desgraciadamente mi anfitrión, por alguna razón nunca explicada, no quería venderla y se mantuvo muy firme en ello.
»Se lo digo, caballeros, si hubiera un millón de dólares sobre esta mesa y supiera que puedo cogerlo sin peligro de que se dieran cuenta, yo no lo tocaría, por un simple sentido de honradez. Pero la verdad es que pensé en
robar
aquellos volúmenes que mi amigo no quiso venderme. Lo único que me reprimió fue el temor a que me descubrieran si intentaba irrumpir en aquella casa. Mi sentido de la ética se hizo pedazos bajo la tensión, y terminé con aquella nueva amistad antes que exponerme a la amargura dé ver los libros en posesión de otra persona.
»Comencé a visitar todas las librerías de viejo que tenía al alcance, y a llamar a las que no lo estaban preguntándoles si tenían o podían conseguir una colección de aquellos volúmenes. Incluso puse un anuncio en el
New York Times Book Review,
en revistas de información general y en publicaciones periódicas de interés para los aficionados a la Historia. Cuanto más esperaba, más dispuesto estaba a pagar lo que fuera… Y esto me trae hasta el presente.
Halsted interrumpió:
—Espero que no vaya a decirnos que usted se quedó sin los libros y que ése es el fin de la anécdota.
Dunhill frunció el ceño, con las cejas dobladas hacia abajo, y dijo en tono amargo:
—Ojalá pudiera decirles exactamente eso. Puse un número de apartado en el anuncio, y todos los libreros tenían la dirección de mi casa. No conseguí nada. Nada. Cero.
»Hace una semana, sin embargo, recogí una carta en mi editorial. Yo los veo una vez a la semana y ellos me entregan las cartas destinadas a mí que les han enviado a su dirección.
Nunca son importantes. Por lo general, proceden de gente que critican mezquinamente algún punto histórico que establezco; es una cosa normal; pero que siempre me deprime.
»Estaba sosteniendo la carta en la mano mientras abandonaba mi editorial y caminaba calle abajo hacia la estación Grand Central. Con cierta pereza miré el sobre, vi que tenía la dirección escrita a mano, con rasgos embrollados, cosa que tomé como una mala señal. Decidí que procedía de un hombre mayor que expondría algún punto débil y quejumbroso referente a alguna teoría suya favorita. Con mal humor rasgué el sobre y saqué la hoja de papel que estaba dentro. En aquel instante pasé junto a un camión de basura y arrojé el sobre dentro de sus fauces abiertas, como buen ciudadano. Pero entonces tuve que cruzar la calle, cosa que reclama toda la concentración de uno en Manhattan, y metí la nota en el bolsillo.
»No me acordé de ella hasta que, tras hacer el transbordo, estuve en mi tren. Sacando la nota, la leí, y un acceso repentino de éxtasis me inundó… Aquí, aquí tengo la carta. Déjenme que se la lea.
Dunhill desplegó una carta y leyó su escritura intrincada en voz alta y cómodamente, como si la hubiera memorizado.
Querido Mr. Dunhill:
Soy un gran entusiasta de sus libros y he leído su anuncio.
Me complace decirle que tengo una colección completa de
The Historian's History of the World
y que estaría encantado de cedérsela. Mi padre me la compró cuando yo era muy joven y disfruté con ella. Todavía se encuentra en buen estado y, si usted está dispuesto a pagar un precio razonable, más los gastos de envío, se la mandaré por correo urgente certificado. Yo no había pensado nunca en vender la colección; pero soy ya muy viejo y voy a trasladarme a una casita cerca de mi hija. Allí no habrá espacio para tener tan voluminosa obra. Soy viudo y me temo que ya no puedo seguir viviendo solo. No me es posible hacer frente a los duros inviernos. Eso significa tener que vivir en una ciudad pequeña en lugar de en una grande. Y también abandonar mi apartamento de la playa, donde, en las noches claras, he observado a menudo ponerse el sol en la extensión infinita del agua, de modo que yo casi imaginaba que podía oír su silbido. He de desprenderme de estos libros; no puedo pensar en ningún otro a quien me guste más cederlos. Espero que usted pase muchos años de deleite con ellos. Por favor, envíeme sus noticias pronto.
Sinceramente, LUDOVIC BROADBOTTOM.
Rubin exclamó:
—Enhorabuena, Mr. Dunhill. ¿Está todo arreglado, o es ahí donde entran las trivialidades?
Dunhill respondió con tristeza:
—Aquí es donde entran las trivialidades. Miren, tomen esta carta, obsérvenla y díganme a dónde tengo que escribir.
Rubin cogió la carta y pasó la vista por la escritura que llenaba un lado de la hoja. La volvió y miró el otro lado, que estaba totalmente en blanco.
—No hay ningún remite en ella —observó.
—No, no lo hay —exclamó Dunhill indignado—. ¿Pueden ustedes imaginar la estupidez de la gente que no pone su dirección en sus cartas y luego esperan que les contesten?
—Pero pone el remite en el sobre —dijo Avalon, y de pronto recordó—. ¡Oh!
—Es cierto —continuó Dunhill—. Yo arrojé el maldito sobre.
Aquí están sus bagatelas. Aquí hay un tipo que lee un anuncio en el que aparece claramente un número de apartado. Sin embargo, él escribe a la dirección de mi editor, lo cual no sólo significa un retraso de varios días, sino que me priva de la oportunidad de saber en seguida que la carta es importante.
»Entonces, entre todos los lugares posibles, elijo abrir la carta en la calle y arrojar el sobre, sin haberlo mirado, en un camión de la basura que está al alcance. Sólo con que me hubiera fijado en el nombre de la ciudad, podría haber conseguido su dirección en la guía de teléfonos. No puede haber más que un Ludovic Broadbottom en cada ciudad. Y, para acabarlo de arreglar, él no incluye su remite en la carta. ¿Cuál es el resultado de todas estas trivialidades? Yo tengo una oferta de mi
The Historians' History of the World
y no puedo tender la mano y cogerla.
Gonzalo sugirió:
—Existe la solución de adquirir otros libros de consulta para sus historias y novelas.
Dunhill dijo con auténtica ansiedad:
—¿Conseguir otros libros? Ya
tengo
otros libros. Tengo dos habitaciones grandes atiborradas de material histórico de consulta de la mejor clase, por no hablar de los recursos de la Biblioteca Pública de Nueva York y de la Universidad de Columbia. Ustedes no captan la cuestión. Quiero un ejemplar de
The Historians' History of the World
para
mímismo,
por razones sentimentales, por lo que ha
hecho
por mí mismo, por lo que ha significado para mí. Y yo lo
tengo
y no puedo conseguirlo.
Durante un momento, lo que fue casi el sollozo de un niño entró en su voz profunda. Él debió darse cuenta, aunque un poco tarde, porque se reclinó hacia atrás en su silla, dio un profundo suspiro y exclamó:
—Perdónenme, caballeros, no es mi intención quejarme inútilmente del destino.
—¿Por qué no? —dijo Avalon—. Todos nosotros lo hacemos alguna vez. Pero pensemos; usualmente vemos más de lo que creemos. Usted miró el sobre el tiempo suficiente para ver que estaba dirigido a usted y notar que se trataba de la escritura de una persona mayor…
—Sí —reconoció Dunhill con vehemencia—. Otra bagatela.
La escritura me distrajo también, y reforzó mi convicción de que la carta no tenía importancia. Si él hubiera escrito el sobre a máquina, seguramente lo habría tratado con más respeto.
—Sí —insistió Avalon—; pero la cuestión es que usted debió haber mirado también el remite. Si usted se concentra con sosiego, puede ser que recuerde algo acerca de él.
—No —insistió Dunhill desesperanzado—. He estado intentándolo durante muchos días. Es inútil.
Trumbull sugirió:
—¿Por qué no trabajamos a partir de lo que dice en su carta?
Él vive en una ciudad grande a la orilla del mar, y ve el crepúsculo sobre el océano. Eso significa que está en la Costa Oeste, o «la Costa», como dice el entusiasta de Manny. Aquí en Nueva York podemos ver salir el sol por encima del agua, pero nunca ponerse tras ella. ¿Y si establecemos un punto de partida con eso?
Dunhill pareció haber recobrado el control y dijo serenamente:
—Caballeros, yo he sido químico y soy historiador. Estoy acostumbrado al proceso de razonamiento. Por favor, dense cuenta de que él habla de los crudos inviernos que sufre y que ya no puede soportar más. Ni Los Ángeles ni San Francisco pueden considerarse ciudades que tengan inviernos duros.
Ninguna ciudad de la Costa Oeste puede serlo.
—Seattle es bastante lluvioso —apuntó Gonzalo—. Yo estuve una vez allí y, pueden creerme, aquello era para poner enfermo a cualquiera.
—Entonces él hablaría de tiempo lluvioso. Nadie habla de inviernos duros a menos que quiera decir frío y nieve. Eso elimina la Costa Oeste, y Hawai también; pero…
—Espere —interrumpió Rubin—. ¿Cómo saben que procedía de los Estados Unidos? La carta está escrita en inglés, pero podría venir de Canadá, Escocia, Australia. Si es por eso, casi cualquier extranjero instruido, de habla no inglesa, puede escribir en inglés en los tiempos actuales.
Dunhill se sonrojó.
—Bien, pues yo me di cuenta de
algo
en el sobre. Tenía un sello norteamericano. Lo sé porque guardo sellos extranjeros para un amigo mío y en cuanto cojo un sobre automáticamente me fijo en el sello. Si hubiera sido del extranjero, yo lo habría desprendido antes de tirar el sobre. Creo que incluso me habría dado cuenta de un franqueo a máquina extranjero…
Como digo, podemos eliminar California, Oregón, Washington y Hawai. Nos queda Alaska.
—No había pensado en Alaska —murmuró Gonzalo.
—Yo sí —dijo Drake sonriendo—. Nací allí.
—En cualquier caso —continuó Dunhill—, la única ciudad de Alaska que incluso un habitante de allí consideraría grande es Anchorage. Está en la costa, perno no en el océano abierto. Se halla en la ría de Cook, la cual está situada al oeste de Anchorage. Quizá se pueda ver la puesta de sol en la ría. Quizá. Yo no tuve oportunidad. Llamé a la central de Teléfonos de Anchorage, y a la oficina de Correos. No hay ningún Ludovic Broadbottom en la ciudad. Sólo para asegurarme llamé también a Juneau y a Sitka. Juneau está situada sobre otra ría mucho más al Sur, y Sitka tiene una población de menos de diez mil almas.
Pero yo los llamé…, y no hubo nada que hacer.
Halstead dijo con aire pensativo:
—Si usted va a contar ciudades que estén situadas junto a rías, ¿qué decir de la Costa Este? El océano puede estar en el Este; pero hay muchas rías mirando al Oeste.
—Lo sé —contestó Dunhill—. Florida tiene una larga costa occidental, y cualquiera que viviera en la orilla de Tampa o Key West podría observar el crepúsculo sobre el agua cuando el sol se zambulle en el golfo de México. Sin embargo, ¿dónde encajamos los inviernos crudos?
»Existe una larga península que forma la orilla este de la bahía de Chesapeake. La ciudad mayor sobre la orilla occidental de aquella península es Cambridge. Tiene una población de unos once o doce mil habitantes, pero desde allí se puede observar la puesta de sol en el agua, dado que la bahía de Chesapeake es una extensión ancha. Así que llamé a la ciudad y tampoco conseguí nada.
»Además, los únicos inviernos crudos en la Costa Este pueden darse desde Filadelfia hacia el Norte…, Nueva Inglaterra en particular. Cualquier ciudad de la Costa Noreste, sin embargo, se encara con el océano en el Este o Sur. Incluso Princetown, en la punta de Cabo Cood, que podría enfrentarse con el océano mirando al Oeste, está puesta hacia el Sur. Falmouth está de cara al Oeste; pero es una ciudad pequeña. No hay ninguna ciudad que pueda ser considerada como grande y tenga una fachada occidental al océano.
Gonzalo dijo, más para sí mismo que para los demás:
—Desde Manhattan, uno puede ver el sol cayendo sobre el Hudson.
—No, no puede —se opuso Drake—. Se pone por Nueva Jersey.
Halsted se frotó su frente alta y rosada y añadió:
—Ustedes no creen que el autor de la carta tuviera las direcciones cambiadas, ¿verdad? No hace mucho tiempo un delegado norteamericano ante las Naciones Unidas invitó a cualquier extranjero que no estuviera satisfecho de la hospitalidad norteamericana a marcharse. Manifestó que estaría encantado de despedirlos mientras ellos zarpaban con el barco hacia poniente. No se preocupó de explicar cómo una persona podía navegar hacia poniente desde Nueva York.
Dunhill dio un ruidoso resoplido.
—Recuerdo ese incidente. Él estaba usando una metáfora simplemente estúpida. Además, no estamos hablando de ningún miembro de la Administración actual. Estamos hablando de un norteamericano medio de una inteligencia media, es de suponer.
—Además —dijo Avalon—, un hombre puede equivocar el Este y el Oeste; pero, si está describiendo los movimientos solares, no hay modo de que pueda confundir la salida y la puesta del sol. No, necesitamos una ciudad grande que tenga el océano a occidente y con un invierno crudo. Confieso que no puedo pensar en ninguna que cumpla los requisitos.