Cuentos completos (537 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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POSTFACIO

Varios de los enigmas de mis Viudos Negros dependen de las vaguedades de la lengua inglesa. No puedo evitarlo, porque tengo un gran interés y admiración por el lenguaje.

Debo admitir, sin embargo, que me doy cuenta, con desagrado, de que siempre que dependa demasiado del inglés, pongo grandes barreras a los traductores y puedo disminuir mis oportunidades de conseguir ediciones extranjeras. El problema no es sólo que las ediciones extranjeras aportan dinero (es bien conocido que mi carácter es demasiado refinado y noble para que yo esté interesado en el dinero), sino que las traducciones presentan mi obra a públicos que, de otro modo, serían incapaces de leerme. Y ser ampliamente leído si me interesa.

Sin embargo, debo admitir que, cuando en un punto del lenguaje hallo un truco útil, como en la historia que acaban de leer, nunca puedo resistirme.

El relato apareció por primera vez en la edición de marzo de 1985, del Ellery Queen's Mystery Magazine.

Que sea único depende de cómo se mire (1985)

“Unique Is Where You Find It”

Emmanuel Rubin hubiera peleado hasta la muerte antes que reconocer que la sonrisa de su cara era fatua. Sin embargo, lo era. Aunque hiciese todo lo posible por intentarlo, no podía esconder el orgullo en su voz o el brillo de complacencia en su mirada.

—Compañeros Viudos —anunció—, ahora que incluso Tom Trumbull está aquí, déjenme presentar a mi invitado de la noche. Es mi sobrino, Horace Rubin, hijo mayor de mi hermano menor y luz resplandeciente de la nueva generación.

Horace sonrió débilmente ante esa introducción. Era más alto que su tío (le sacaba toda la cabeza) y un poco más delgado. Tenía el cabello oscuro y rizado, la nariz prominente, arqueada y una ancha boca. No era guapo en absoluto, y Mario Gonzalo, el artista de los Viudos Negros se estaba esforzando mucho para no exagerar las facciones. La precisión fotográfica era suficiente caricatura. Lo que no entraba en el dibujo, naturalmente, era la luz inequívoca de una inteligencia rápida en los ojos del joven.

—Mi sobrino —explicó Rubin—, está trabajando para conseguir su doctorado en Columbia. En química. Y lo está haciendo ahora, Jim, no en mil novecientos, cuando usted lo hizo.

James Drake, el único Viudo Negro con un doctorado legítimo (aunque todos tenían derecho a que se les dieran el tratamiento de «doctor» según las reglas del club), respondió:

—Bravo por él… Y mi doctorado fue ganado justo antes de la guerra; la Segunda Guerra Mundial quiero decir. —Sonrió, con cierta reticencia a través de la fina columna de humo que subía girando desde su cigarrillo.

Thomas Trumbull que, según su costumbre, había llegado tarde a la hora del aperitivo, miró ceñudo por encima de su bebida y dijo:

—Manny, ¿estoy soñando o es costumbre sacar estos detalles durante la sesión de preguntas después de la comida? ¿Por qué está comenzando la actuación antes de tiempo?

Ondeó la mano con aire petulante a través del humo del cigarrillo y se alejó de Drake de un modo ostensible.

—No estoy más que estableciendo las bases —protestó Rubín, indignado—. Lo que espero que usted pregunte a Horace es el tema de su próxima disertación. No existe razón alguna por la que los Viudos Negros no puedan ganar un poco de educación.

Gonzalo añadió:

—¿Va usted a hacernos reír, Manny, diciéndonos que entiende lo que su sobrino está haciendo en su laboratorio?

La corta barba de Rubin se erizó.

—Entiendo de química mucho más de lo que usted cree.

—Seguro que sí, porque creo que usted no entiende de nada. —Gonzalo se volvió hacia Roger Halsted y dijo—: Supe por casualidad que Manny se especializó en cerámica babilónica en algún curso por correspondencia.

—No es verdad —negó Rubin—; pero tengo todavía un grado por encima de su especialización en cerveza y
pretzels.

Geoffrey Avalon, que escuchaba con desprecio este intercambio de chanzas, apartó su atención y le preguntó al joven estudiante:

—¿Qué edad tiene, Mr. Rubin?

—Sería mejor que me llamara Horace —respondió el joven con una voz de barítono inesperado— o el tío Manny contestará y nunca conseguiré romper el monólogo.

Avalon sonrió ceñudo.

—En verdad él es nuestro monopolizador de la conversación cuando se lo permitimos. Pero, ¿qué edad tiene, Horace?

—Veintidós años, señor.

—¿No es usted un poco joven para ser un doctorando? ¿O empieza nada más?

—No. Debería estar comenzando mi tesis ahora y espero acabarla en medio año. Soy bastante joven; pero no insólitamente joven. Robert Woodward obtuvo su doctorado en química cuando tenía veinte años. Naturalmente casi fue echado del colegio a los diecisiete.

—Pero veintidós no está mal.

—Cumpliré veintitrés el mes que viene. Lo conseguiré a esa edad… o nunca.

Se encogió de hombros y pareció desanimado.

La suave voz de Henry, el perenne e irremplazable camarero de todos los banquetes de los Viudos Negros se hizo oír.

—Caballeros, la cena está servida. Vamos a tener cordero al curry y me temo que nuestro chef cree que el curry fue hecho para ser notado, así que, si alguno de ustedes prefiere algo más suave, que me lo diga ahora y procuraré que quede contento.

Halsted respondió:

—Henry, si algún corazón delicado prefiere huevos revueltos, tráigame su porción de cordero al curry además de la mía.

No debemos desperdiciarla.

—Tampoco debemos contribuir a su problema de exceso de peso, Roger —gruñó Trumbull—. Tomaremos todos el curry, Henry, y traiga los condimentos de acompañamiento, en especial la salsa picante y el coco. Yo mismo tengo intención de ser generoso.

—Y procure que el bicarbonato esté a mano, Henry —añadió Gonzalo—. Los ojos de Tom son más optimistas que el forro de su estómago.

Henry estaba sirviendo el brandy cuando Rubin golpeó el vaso de agua con la cuchara y anunció:

—Al asunto, señores, al asunto. Mi sobrino, según he observado, se ha ensañado con la comida y es hora de que se le haga pagar por ello en la sesión de preguntas… Jim, tú serás naturalmente quien dirija el interrogatorio, dado que eres una especie de químico; pero no quiero que Horace y tú os metáis en una discusión privada de minucias químicas. Roger, usted es un simple matemático, lo cual lo coloca suficientemente fuera del tema. ¿Nos haría el honor?

—Encantado —aceptó Halsted, tomando suaves sorbos de curaçao—. Joven Rubin. Bueno, Horace si lo prefiere: ¿qué es lo que pretende usted en la vida?

Horace contestó:

—Cuando consiga mi graduación y encuentre una posición en una buena Facultad, estoy seguro de que el trabajo que haga será una dedicación amplia. De otro modo…

Se encogió de hombros.

—Parece que duda, joven. ¿Cree que tendrá dificultades para conseguir un trabajo?

—No es una cosa de la que se pueda estar seguro, señor; pero he sido entrevistado en diversos sitios y, si todo va bien, me parece que se materializará algo deseable.

—Si todo va bien, dice. ¿Es que hay algún tropiezo en su investigación?

—No, no; en absoluto. Tuve el suficiente buen sentido para escoger un problema sin riesgos. Sí, no, o quizás… cualquiera de las tres respuestas posibles… me harían conseguir una graduación. Tal como va, parece que será sí, que es la mejor de las alternativas y yo me considero situado.

Drake dijo de repente:

—¿Para quién está trabajando, Horace?

—Para el doctor Kendall, señor.

—¿El hombre de la cinética?

—Sí, señor. Estoy trabajando sobre la cinética de la reproducción del ADN. No es ninguna cosa a la cual se hayan aplicado rigurosamente las técnicas fisicoquímicas hasta el momento, y yo puedo ahora realizar gráficos computadorizados del proceso que…

Halsted interrumpió.

—Ya llegaremos a eso, Horace. Más adelante. Por ahora todavía estoy intentando averiguar lo que le preocupa. Usted tiene perspectivas de un trabajo. Su investigación ha ido bien.

¿Qué pasa con su trabajo de curso?

—Nunca he tenido ningún problema en él. Excepto…

Halsted aguantó la pausa durante un momento y luego inquirió:

—¿Excepto qué?

—Yo no lo hice muy bien en mis cursos de laboratorio, en particular en laboratorio de orgánica. No soy… hábil. Soy un teórico.

—¿Suspendió?

—No, naturalmente que no. Sólo que no me cubrí de gloria.

—Bien, pues ¿qué es lo que le preocupa? Durante la cena oí que le decía a Jeff que conseguirá su doctorado cuando tenga veintitrés años… o nunca. ¿Por qué nunca? ¿Cuál es la razón de esa posibilidad?

El joven vaciló.

—No es la clase de cosa…

Rubin, claramente aturdido, frunció el ceño y observó:

—Horace, nunca me habías dicho a mí que tenías problemas.

Horace miró a su alrededor como si buscase un agujero por el que poder huir.

—Bien, tío Manny, tú tienes
tus
problemas y no me vienes
a mí
con ellos. Los solucionaré por mí mismo… o no lo conseguiré.

—¿Qué tienes que solucionar? —preguntó Rubin con la voz cada vez más elevada.

—No es la clase de cosa… —volvió a decir Horace.

—Primero —dijo Rubin con energía—: cualquier cosa que digas aquí es
totalmente
confidencial. Segundo: ya te dije que en la sesión de preguntas se esperaba que las contestases todas.

Tercero: si no paras de actuar sin seriedad, te machacaré hasta convertirte en mermelada de frambuesa.

Horace suspiró.

—Sí, tío Manny. Sólo quería decir —miró alrededor de la mesa— que él me ha amenazado de este modo desde que tenía dos años, y nunca me ha puesto la mano encima. Mi madre lo haría picadillo si se atreviera.

—Siempre hay una primera vez, y yo no le tengo miedo a tu madre. Puedo manejarla —replicó Rubin.

—Muy bien, tío Manny… Pues mi problema es el profesor Richard Youngerlea.

—Oh, oh —exclamó Drake suavemente.

—¿Le conoce usted, Mr. Drake?

—¿Es amigo suyo?

—Bueno, no. Es un buen químico; pero, de hecho, no le tengo aprecio.

La cara bondadosa de Horace rompió en una amplia sonrisa y dijo:

—¿Entonces, puedo hablar libremente?

—Podrías de todas maneras —respondió Drake.

—Pues ahí va —soltó Horace—. Estoy seguro de que Youngerlea va a estar en el tribunal que me examinará. No dejará pasar la ocasión y tiene peso suficiente para salirse con la suya si se lo propone.

Avalon observó con su voz profunda:

—Supongo, Horace, que no le gusta a usted.

—En absoluto —respondió el joven con tono sincero.

—Y me imagino que usted no le gusta a él.

—Me lo temo. Yo pasé mi curso de laboratorio de orgánica bajo su autoridad y, como he dicho, no fui brillante.

Avalon comentó:

—Me imagino que un cierto número de estudiantes no brillan. ¿Le desagradan todos ellos?

—Bueno, creo que no le gustan.

—Infiero que usted sospecha que él quiere estar en el tribunal que le examine con objeto de cargárselo. ¿Es ésa su manera de reaccionar con todos los estudiantes que no brillan en su laboratorio?

—Bien; él parece convencido de que el trabajo de laboratorio es como la maternidad, o como el pastel de manzana, o como cualquier cosa noble y sublime; pero no, no es sólo que yo no fuera brillante.

—Bueno, pues entonces —dijo Halsted continuando el interrogatorio—, estamos llegando al asunto. Yo doy clases en un colegio de enseñanza media y lo sé todo acerca de los estudiantes fastidiosos. Estoy seguro de que el profesor le encontró a usted fastidioso. ¿Por qué razón?

Horace frunció el ceño.

—Yo no soy desagradable. Youngerlea sí lo es. Mire, es un perdonavidas. Siempre hay algunos profesores que sacan ventaja del hecho de que están en una situación incuestionable.

Ellos desuellan a los estudiantes; los tratan groseramente de palabra; los ponen en ridículo. Hacen esto porque saben muy bien que los estudiantes no se atreven a defenderse por miedo a sacar una mala nota. ¿Quién puede discutir con Youngerlea si él puede dar un simple aprobado o incluso un suspenso?

¿Quién osará contradecirle si él, luego, expresa su muy influyente opinión en una reunión del claustro de la Universidad, y dice que tal estudiante no tiene lo que hay que tener para ser un buen químico?

—¿Le puso a usted en ridículo? —preguntó Halsted.

—Él puso a
todo el mundo
en ridículo. Hubo un pobre chico que era inglés y cuando él se refería al cloruro de aluminio, que se usa como catalizador en la reacción de Friedel-Crafts, se refería a él como cloruro de «aluminio» con la pronunciación inglesa. Youngerlea lo machacó. El profesor clamó contra esa mierda, ésta era su expresión, de añadir una sílaba extra innecesaria, cinco en lugar de cuatro, y contra la estupidez de hacer cualquier nombre químico más largo de lo necesario, y cosas así. No era nada; sin embargo humilló al pobre hombre, que no se atrevió a decir ni una palabra en su propia defensa. Y todos los malditos pelotilleros de la clase se rieron.

—Bien, ¿y qué es lo que hace que sea usted peor que los demás?

Horace se ruborizó, pero hubo una nota de orgullo en su voz cuando confesó:

—Yo contesto. Cuando comienza a meterse conmigo, no me quedo sentado allí y lo acepto. En realidad, yo le interrumpí en este asunto del aluminio. Dije con una voz clara y alta: El nombre de un elemento es una convención humana, profesor, y no una ley de la naturaleza. Esto le paró; pero dijo con su voz burlona: Ah, Rubin, ¿se dedica a ir derramando las probetas últimamente?

—Y la clase se rió, supongo —adelantó Halsted.

—Claro que lo hicieron, los muy papanatas. Yo había derramado una probeta. ¡Una nada más! Y fue porque alguien me empujó… Y luego, una vez me encontré con Youngerlea en la biblioteca de química mirando una fórmula en el Beilstein…

Gonzalo preguntó:

—¿Qué es el Beilstein?

—Es un libro de referencia, de unos setenta y cinco volúmenes, que enumera muchos miles de compuestos orgánicos, con referencias al trabajo efectuado sobre cada uno, todos ellos relacionados ordenadamente de acuerdo con su sistema, lógico pero muy complicado. Youngerlea tenía un par de volúmenes en su mesa y estaba pasando las hojas del primero y luego del otro. Yo tenía curiosidad y le pregunté qué compuesto estaba buscando. Él me lo dijo y me sentí abrumado por el éxtasis cuando me di cuenta de que en realidad estaba buscando en volúmenes equivocados por completo. Me acerqué con suavidad a los estantes del Beilstein, bajé un volumen, encontré el compuesto que quería Youngerlea, en lo que tardé treinta segundos, volví a su mesa y puse el volumen delante de él, abierto por la página correcta.

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