Cuentos completos (535 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Gonzalo frunció el ceño.

—¿Está intentando ser gracioso, Roger?

—¿Quién? ¿Yo?

Trumbull intervino:

—Como anfitrión de esta noche, me gustaría recomendar que cambiáramos de tema.

Nadie mostró señal alguna de haberle escuchado.

Avalon sentenció:

—Los homónimos suelen ser consecuencia de accidentes de la historia del lenguaje. Por ejemplo,
night
(noche), palabra por la cual significo lo contrario de día, es análoga a la alemana
Nacht
(noche); mientras que
knight,
por la cual quiero decir un caballero de la Tabla Redonda, es afín a la alemana
Knecht.
En inglés, las vocales cambiaron y la
k
es invariablemente silenciosa en una inicial
kn,
de modo que se termina con dos palabras pronunciadas de modo idéntico.

—Las iniciales
kn
no dan invariablemente una
k
silenciosa —objetó Rubin—. Existen algunas palabras que no están suficientemente anglificadas. Tengo un amigo judío que se casó con una señorita de fe no judía. Deseosa de complacer a su reciente marido, compró algunas delicadezas étnicas para él, que ella exhibió con orgullo. Enumerando sus compras, dijo: «Y también te he comprado este
nish».
Se quedó muy aturdida cuando él rompió en una risa histérica.

Drake observó:

—No lo he captado.

Rubin explicó con un punto de impaciencia:

—La palabra es
knish,
con la
k
fuertemente pronunciada. Es una bola de pasta en cuyo interior se ponen patatas machacadas con especias, o algún otro relleno, y luego se fríen o se asan. Cualquier neoyorquino debería saberlo.

Trumbull suspiró y dijo:

—Bien, si no puedes vencerlos, únete a ellos. ¿Alguien es capaz de decirme un grupo de cuatro homónimos, cuatro palabras que se pronuncien igual, con deletreo y significado distinto en cada caso? Les daré cinco minutos en los cuales espero un bendito silencio.

Los cinco minutos transcurrieron de forma bastante agradable, con el único sonido de las crujientes cascaras de langosta golpeando en los tímpanos, y entonces Trumbull continuó:

—Les daré una de las palabras:
right,
que significa lo contrario de izquierdo. ¿Cuáles son las otras tres?

Halsted contestó, con la boca todavía llena de patas de langosta:

—Existe
write,
que significa escribir palabras y
rite,
que es un procedimiento religioso determinado; pero no creo que haya una cuarta.

Avalon afirmó:

—Sí, la hay. Es
wright, w-r-i-g-h-t,
que significa mecánico.

—Eso es arcaico —protestó Gonzalo.

—No del todo —dijo Avalon—; todavía hablamos de
playwright
refiriéndonos a alguien que escribe comedias.

Brant intervino:

—Mi amigo Tom ha mencionado
right
definiéndolo como lo contrario de izquierda. ¿Qué opinan de
right,
que es lo contrario de
wrong
(equivocado) y
right,
significando perpendicular?

¿Serían un quinto y un sexto homónimos?

—No —observó Gonzalo—, el deletreo tiene que ser distinto para que las palabras sean homónimos, al menos mientras se siga este juego mío.

Avalon opinó:

—No siempre, Mario. Dos palabras pueden ser deletreadas del mismo modo, pero tener diferentes significados y distintos orígenes etimológicos; y se contarían como homónimos. Por ejemplo,
bear
(oso), que se refiere al animal y
bear
que quiere decir llevar, tienen el mismo deletreo y pronunciación; pero diferentes orígenes, de modo que yo les llamaría homónimos; además de
bare,
desnudo, naturalmente. Sin embargo, los diferentes usos de
right,
como en
right hand
(mano derecha),
right answer
(respuesta correcta) y
right angle
(ángulo recto), proceden todas de la misma raíz con el mismo significado, de modo que no serían homónimos.

Hubo quince minutos adicionales antes de que Trumbull se creyera justificado para golpear con su cuchara el vaso de agua y detener la conversación.

—Nunca he estado tan contento —manifestó— en ninguno de los banquetes de los Viudos Negros en el momento de poner fin a una conversación. Si tuviera poder absoluto como anfitrión castigaría a Mario con una multa de cinco dólares por haberla comenzado.

—Usted ha tomado parte en ella, Tom —observó Gonzalo.

—En defensa propia… Y a callar —dijo Trumbull—. Me gustaría presentar a mi invitado, Nicholas Brant. Jeff, usted parece civilizado aunque esté más homonimizado que ningún otro, de modo que, ¿me haría el honor de comenzar las preguntas?

Las formidables cejas de Avalon se levantaron al decir:

—Apenas creo que
homonimizado
sea inglés, Tom —y, volviéndose hacia el invitado preguntó—: Mr. Brant, ¿a qué se dedica usted?

Brant sonrió con tristeza.

—No creo que pueda decir «a hacer-de abogado». Usted conoce quizás el viejo chiste del tiempo en que Dios amenazó con poner un pleito a Satán y éste le contestó: «¿Cómo podrás?

Tengo a todos los abogados». En mi defensa, sin embargo, he de decir que no soy de la clase de abogado que hace trucos delante de un juez y un jurado. La mayoría de las veces estoy sentado en mi despacho e intento escribir documentos que se proponen decir lo que se supone que dicen.

—Yo mismo soy un abogado manifiesto —declaró Avalon—, de modo que hago la siguiente pregunta sin mala intención.

¿Alguna vez intenta escribirlos de modo que
no
digan lo que se supone que dicen? ¿Trata de establecer argucias?

—Naturalmente —contestó Brant—, intento diseñar un documento que deje a mi cliente toda la libertad de acción posible y a la otra parte la menor que esté en mi mano. Pero la otra parte también tiene un abogado que está trabajando duramente para lo contrario, y el resultado suele ser que el contrato termine razonablemente para ambos.

Avalon hizo una pausa y luego dijo:

—En la discusión anterior sobre homónimos, usted afirmó, si recuerdo bien, que los homónimos eran ambigüedades que podían causar dificultades. ¿Significa eso que usted, profesionalmente, hizo uso de algún homónimo en la preparación de contratos y trajo consigo complicaciones inesperadas?

Brand levantó ambas manos.

—No, no, nada de eso. Lo que tenía en la cabeza cuando hice esa afirmación no tiene nada que ver con el tema que discutimos ahora.

Avalon pasó el dedo alrededor del borde de su vaso de agua.

—Tiene que entender, Mr. Brant, que esto no es un interrogatorio legal. No hay un tema particular en discusión y todo tiene que ver. Repito mi pregunta.

Brant permaneció un momento silencioso y luego continuó:

—Es algo que tuvo lugar hace poco más de veinte años y acerca de lo cual he pensado muy pocas veces desde entonces.

El juego de los homónimos de Mr. Gonzalo me lo trajo a la mente; pero no es…, nada. No implica ningún problema legal ni complicación de ningún tipo. Es tan sólo…, un enigma. Se trata de un asunto insoluble que no vale la pena discutir.

—¿Es confidencial? —preguntó Gonzalo—. Porque si es…

—No hay nada confidencial en ello —respondió Brant—.

Nada secreto, nada delicado…, y por tanto nada interesante.

Gonzalo intervino:

—Cualquier cosa que sea insoluble es interesante. ¿No está de acuerdo, Henry?

Henry, que estaba llenando los vasos de brandy, contestó:

—Creo que es así cuando existe al menos terreno posible para la especulación, Mr. Gonzalo.

—Bien —comenzó Gonzalo—, entonces, si…

—Mario, déjeme continuar, por favor… —interrumpió Avalon—. Mr. Brant, me pregunto si podría usted darnos detalles de este enigma insoluble suyo. Agradeceríamos mucho oírlo.

—Tendrán una gran decepción.

—Es un riesgo que querernos correr.

—Está bien —aceptó Brant—; si me dan sólo una oportunidad de recordar…

Apoyó la cara sobre la mano, pensando, mientras los seis Viudos Negros lo observaban expectantes. Henry ocupó su lugar habitual junto al aparador.

Brant explicó:

—Comencemos con Alfred Hunzinger. Era un pobre muchacho de una familia de inmigrantes y no poseía ninguna educación digna de mención. Estoy bastante seguro de que nunca fue a un colegio medio. Cuando tenía catorce años, estaba trabajando. Eran las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial, y la educación no se consideraba en absoluto como un derecho innato ni siquiera particularmente deseable para los que acostumbraban a llamarse trabajadores. Sin embargo, Hunzinger no era un trabajador corriente. Era industrioso e inteligentísimo. La inteligencia y la educación no van siempre de la mano, ya lo saben.

Rubin dijo de modo un tanto forzado:

—En verdad no lo hacen. He conocido a algunos idiotas educados con mucho esmero.

—Hunzinger era lo contrario —continuó Brant—. Era un genio de los negocios; sin educación ninguna. Tenía capacidad para hacer prosperar una empresa. Cualquier cosa que tocaba marchaba bien y llegó a poseer un negocio formidable. Pero eso no era bastante para él. Siempre sintió vivamente su falta de instrucción, y se embarcó en un programa de estudio en casa. No era continuo, porque su negocio constituía su principal preocupación, y había períodos en los que disponía de poco tiempo. Además, era incoherente, porque leía con promiscuidad y sin que nadie lo guiase. Tener una conversación con él era exponerse a una mezcla curiosa de pedantería e ingenuidad.

—Lo conocía usted personalmente, supongo —quiso saber Avalon.

—En realidad, no —contestó Brant—. No íntimamente. Hice algún trabajo para él. El más importante fue preparar su testamento. Esto, si se hace bien y hay que considerar asuntos de negocios complejos, requiere mucho tiempo y da como resultado un documento largo. Periódicamente debe ser puesto al día o revisado, y las palabras han de elegirse con cuidado a la luz de las leyes fiscales, que cambian sin cesar. Créanme, era virtualmente una carrera por sí mismo y me vi forzado a pasar muchas horas de reunión con él y a entrar en una extensa correspondencia. Sin embargo, fue una relación muy limitada y especializada. Llegué a conocer la naturaleza de sus finanzas bastante a fondo; pero a él, como persona, sólo de un modo superficial.

—¿Tenía hijos? —preguntó Halsted.

—Sí, los tenía —contestó Brant—. Se casó en una época tardía de su vida; a la edad de cuarenta y dos años, si no recuerdo mal. Su esposa era bastante más joven. El matrimonio, aunque no idílicamente feliz, fue bien. No hubo divorcio, ni perspectiva de ello en ningún momento, y Mrs. Hunzinger murió hace tan sólo unos cinco años. Tuvieron cuatro hijos, tres chicos y una niña. La chica se casó bien; sigue casada, tiene sus hijos y está, y ha estado, en muy buena posición.

Apenas aparecía en el testamento. Algunas inversiones pasaron a ella en vida de Hunzinger y eso fue todo. El negocio se transmitió sobre una base igualitaria, un tercio a cada uno de los tres hijos cuyos nombres eran Frank, Mark y Luke.

—¿En ese orden de edad? —inquirió Drake.

—Sí. El mayor, para usar su firma legal, es B. Franklin Hunzinger. El mediano es Mark David Hunzinger. El más joven es Luke Lynn Hunzinger. Naturalmente, yo le hice la observación a Hunzinger de que dejar su negocio por partes iguales a sus tres hijos iba a causar dificultades. El producto podía dividirse por igual; pero el poder directivo, el de tomar decisiones, tenía que ser puesto en manos de uno solo. Pero él se mostró muy tercamente reacio a eso. Dijo que había educado a sus hijos de acuerdo con los ideales de la antigua república romana; que todos ellos tenían confianza en él, el paterfamilias (utilizó este término, para gran sorpresa mía) y también la tenían ellos entre sí. No habría ninguna dificultad en absoluto, según afirmó. Me tomé la libertad de observar que podía darse muy bien que fueran hijos ideales mientras él estuviera vivo y con su fuerte personalidad dirigiendo los asuntos. Después de que se hubiera ido, sin embargo, era posible que aparecieran rivalidades ocultas. Nunca, insistió él, nunca. Yo pensé que estaba ciego y me sorprendí de que una persona que era tan viva ante cualquier asomo de trampa en los asuntos de negocios, tan realista en las cosas del mundo, pudiera ser tan locamente romántico en lo que se refería a su propia familia.

Drake interrumpió:

—¿Cómo se llamaba la hija?

—Claudia Jane —contestó Brant—. En este momento, no recuerdo su nombre de casada. ¿Por qué lo pregunta?

—Por simple curiosidad. Ella podía haber tenido también ambiciones, ¿no?

—No lo creo. Al menos no con respecto al negocio. Ella dejó claro que no esperaba ni quería ninguna participación en él.

Su marido era rico… Fortuna antigua…, posición social…, esa clase de cosas. Lo último que ella quería era ser identificada con lo que, por decirlo de alguna manera, era un almacén gigante de ferretería.

—Bien, ya entiendo —dijo Drake.

—Debo admitir que la familia parecía estar en armonía total —continuó Brant—. Yo me encontré con los hijos alguna vez que otra, juntos y por separado, y parecían jóvenes agradables, que se llevaban muy bien, y por supuesto, muy apegados a su padre. Entre una cosa y otra llegó un momento en el que a ellos les pareció apropiado invitarme a las fiestas que se organizaron para celebrar el octogésimo cumpleaños del anciano.

Y, en aquella ocasión, fue cuando Hunzinger tuvo el ataque de corazón que le llevó a la muerte. No era del todo inesperado.

Estuvo enfermo del corazón durante años; pero fue una desgracia total para él que sucediera en su cumpleaños. La fiesta se interrumpió, como es lógico, lo colocaron suavemente sobre el sofá más cercano y se llamó a los médicos. Hubo una especie de silencioso pandemónium. La confusión fue suficiente para que yo pudiera quedarme. Puede parecer macabro, pero imaginé que tenía un trabajo que hacer. Él todavía no había designado a ningún hijo para ser el jefe de la empresa.

Era demasiado tarde para hacer nada por escrito; pero, si él dijera cualquier cosa, podía tener alguna fuerza. Supongo que los hijos no sabían lo que yo tenía en la mente. Estaban allí, claro. Su madre, medio presa de un shock, había sido llevada a otra parte. Nadie parecía darse cuenta de que yo estaba presente. Me incliné, me acerqué al oído del anciano y le pregunté: ¿Cuál de sus hijos tiene que ser el jefe de la empresa, Mr. Hunzinger? Era demasiado tarde. Sus ojos estaban cerrados, su respiración se había convertido en un estertor. Me pregunté si me habría oído. Un médico se aproximó. Supe que me detendría, así que lo intenté de nuevo rápidamente. Esta vez las pestañas del moribundo parpadearon y sus labios hicieron un movimiento como si intentara hablar. Sin embargo, solamente salía un sonido. Parecía ser la palabra
to
(a). No oí nada más. Él duró una hora más; pero no dijo ninguna otra palabra y murió, sin recobrar la conciencia, en el sofá en que había sido colocado… Y eso fue todo.

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