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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (477 page)

BOOK: Cuentos completos
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Avalon alzó la mano en un gesto impresionante para detenerlo.

—Un momento, señor Stellar. Confío en que no va a contarle al director de esa revista lo que aquí hemos dicho. En primer término todo es estrictamente confidencial, y sería difamación, en segundo término, usted no podría probarlo y podría verse en serios problemas.

Stellar dijo con impaciencia:

—Me gustaría que todos ustedes dieran por sentado que un escritor experimentado tiene conciencia de lo que son la calumnia y la difamación. ¿Hay un teléfono a mano, Henry?

—Sí, señor —dijo Henry—. Puedo traer uno a la mesa. ¿Puedo también sugerir cautela?

—No se preocupe —dijo Stellar mientras discaba. Esperó un momento, después dijo—: Hola, ¿señora Bercovich? Habla Mort Stellar, uno de los escritores de la revista de su esposo. ¿Puedo hablar con Joel? Oh, por supuesto, esperaré. —No alzó los ojos del teléfono mientras esperaba—. Hola, Joel disculpa que te llame a casa pero he estado revisando la nota sobre la formalidad. Aún no tiene fecha de publicación, ¿verdad? Bueno, de acuerdo, no quiero esperar con esto para que no se debilite. Puedes cortarla si quieres. Oh, seguro, de acuerdo. No, Joel, aguarda un minuto, no. No quiero que tú lo hagas. Tengo algunas cosas que deseo cortar y tal vez eso te satisfaga. Por ejemplo esa línea acerca de comer la sal en vez de la carne no es graciosa ahora que lo pienso. Sí, eso es. Supón que corto esa parte sobre la mujer que rechaza la carne salada. ¿La publicarías si elimino eso?

En ese momento hubo una pausa y entonces Stellar alzó los ojos hacia los demás, sonriendo. Después dijo:

—De acuerdo, Joel. Por supuesto que puedo. ¿Qué te parece a las once de la mañana? Perfecto, te veo entonces.

Stellar parecía complacido.

—Le di justo entre los ojos. Me repitió la línea. No van a decirme que recordaba ese pasaje, en un artículo que compró hace dos años, de memoria y en seguida, a menos que tenga un significado especial para él. Apostaría a que después de todo tiene usted razón, Henry. Bueno, lo cortaré. Lo importante es que conseguiré que impriman el artículo.

Avalon frunció el entrecejo y dijo con pesada dignidad:

—Yo diría que, desde el punto de vista de la moral pública, lo que importa realmente es que un hombre puede haber tratado de matar a su esposa y que puede incluso haberlo hecho y se saldrá con la suya.

—No te sientas virtuosamente agraviado, Jeff. Si Henry tiene razón, entonces no hay modo de demostrar que él hizo algo, o que si se metió con la sal contribuyó realmente a la muerte de ella, así que, ¿qué queda por hacer? En verdad, ¿qué podemos hacer? Lo que importa realmente es que Stellar lo ha hecho todo. Le ha brindado a este hombre dos años de agonía, primero por escribir el artículo y después por estar continuamente tras él para que fuera publicado.

—Lo que importa realmente, señor —dijo Henry—, puede ser que el señor Bercovich, como resultado de esto, se sienta desalentado para intentar experimentos similares en el futuro. Después de todo, ahora tiene una segunda esposa, y puede cansarse también de ella.

POSTFACIO

A veces me preguntan si alguno de los miembros regulares del club de los Viudos Negros me toma como modelo. La respuesta es ¡No! ¡Decididamente no!

Algunas personas han pensado que el locuaz sabelotodo de Manny Rubin es el autor disfrazado. ¡En absoluto! En realidad recuerda a otra persona, que es un muy querido (locuaz y sabelotodo) amigo mío.

En “Aunque nadie los persiga” (que apareció por primera vez en el número de marzo de 1974 del
Ellery Queen's Mystery Magazine
) me tomé la libertad de presentarme como el invitado. Mortimer Stellar es lo más próximo que puedo conseguir a mí mismo en aspecto, profesión, actitudes, y demás detalles.

Le mostré el relato a mi esposa, Janet, después de escribirlo y le pregunté hasta qué punto pensaba que había captado mi verdadero yo.

—Pero el personaje que dibujaste es arrogante… vano, desagradable, mezquino, y completamente egocéntrico —dijo.

—Ya ves lo bien que me salió —dije.

—Pero tú no eres como Mortimer Stellar en ningún sentido. Tú eres… —y desgranó una ristra de hermosos adjetivos con los que no voy a aburrirlos.

—¿Quién creería eso? —dije, y dejé el relato como estaba.

Entre paréntesis, dado que me presenté yo mismo en el relato, es mejor asegurarse de que no se extraigan conclusiones apresuradas. He sobrevivido a algunos banquetes abominables y, por sugerencia del director de una revista, escribí un artículo titulado: “La peor comida”, pero ese director es una amabilísima persona que publicó el artículo prontamente y que no se parece a Bercovich en ningún sentido: ni en palabra, ni en pensamiento, ni en obra.

Más rápido que la vista (1974)

“Quicker Than the Eye”

Thomas Trumbull, que trabajaba como criptólogo para el gobierno, estaba evidentemente inquieto. Tenía el rostro tostado y arrugado fijo en una expresión tallada de preocupación.

—Es un hombre del despacho —dijo—; mi superior, para ser exactos. Es algo condenadamente importante, pero no quiero que Henry sienta la presión.

Susurraba y no pudo resistir el impulso de dirigirle una rápida mirada por sobre el hombro a Henry, el mozo del banquete mensual del club. Henry mayor que Trumbull por varios años, tenía un rostro sin arrugas y, mientras preparaba con rapidez la mesa, parecía tranquilo e inconsciente por completo del hecho de que cinco de los Viudos Negros estuviesen agrupados con tranquilidad en el extremo opuesto de la habitación. O, si no inconsciente, entonces por cierto impasible.

A Geoffrey Avalon, el abogado alto especializado en patentes, le resultaba difícil, incluso en las mejores condiciones, hablar en voz baja. Sin embargo, mientras agitaba su bebida con el dedo medio sobre el cubo de hielo, logró comunicarle a la voz el tono ronco necesario.

—¿Cómo podemos impedirlo, Tom? Henry no es tonto.

—No estoy seguro de que alguien perteneciente a la administración pública cumpla las condiciones de un invitado, Tom —dijo Emmanuel Rubin, en una conclusión inesperada, tangencial. Su barba rala se había erizado truculenta y los ojos relampagueaban tras los gruesos vidrios de los anteojos—. Y lo afirmo aunque tú entres en la categoría. El ochenta por ciento del dinero que pago a Washington en impuestos se gasta en cosas que desapruebo mucho.

—Puedes votar, ¿verdad? —dijo Trumbull, irritado.

—Linda ventaja, si se tiene en cuenta la manipulación… —empezó Rubin, olvidándose por completo de hablar en voz baja. Extrañamente, fue Roger Halsted, el profesor de matemáticas, cuya voz serena ya tenía suficientes dificultades en controlar una clase de alumnos secundarios, quien logró detener a Rubin a medio rugido. Lo hizo colocando con firmeza su mano sobre la boca del hombre más pequeño.

—No se te ve muy feliz de que tu patrón nos visite, Tom —dijo.

—Así es —dijo Trumbull—. Es un asunto espinoso. Lo que ocurre es que recibí un considerable reconocimiento en dos ocasiones distintas por sugerencias que en realidad se debían a la agudeza de Henry, maldición tuve que aceptar el reconocimiento, ya que lo que decimos en esta habitación es confidencial. Ahora se ha presentado algo y se dirigen a mí, y yo estoy tan clavado como los demás. Tuve que invitar a Bob a que viniera sin explicarle realmente por qué.

James Drake, el químico orgánico, tosió sobre su cigarrillo y jugueteó con su alfiler de corbata en forma de cabeza de morsa.

—¿Estuviste hablando demasiado de nuestras cenas, Tom?

—Supongo que podría tomárselo de ese modo. Lo que me molesta es Henry. Sin embargo, sé que él disfruta del juego, cuando es un juego, pero si hay verdadera presión y él no quiere, o no puede, bajo esa presión…

—Entonces te las verás mal ¿eh, Tom? —dijo Rubin, tal vez con apenas un matiz de malicia.

Avalon dijo con tono helado:

—Ya he dicho antes y volveré a repetirlo que lo que empezó como una amable reunión social se está convirtiendo en un esfuerzo para todos nosotros. ¿No podemos tener una sesión en la que sólo conversemos?

—Me temo que esta vez no —dijo Trumbull—. Muy bien, ahí llega mi patrón. Ahora soportemos toda la carga que podamos y que a Henry le toque la mínima posible.

Pero no era más que Mario Gonzalo que subía con estrépito las escaleras, desacostumbradamente tarde, y refulgente con su largo cabello, una chaqueta carmesí, y una camisa rayada que hacía juego sutilmente, para no hablar de una bufanda flotante dispuesta meticulosamente para brindar un efecto de informalidad.

—Lamento llegar tarde, Henry… —pero la bebida justa estuvo en su mano antes de que pudiera seguir—. Gracias, Henry. Perdón, muchachos, problemas para conseguir un taxi. Eso me puso de mal humor y cuando el conductor empezó a disertarme sobre los crímenes y fechorías del alcalde discutí con él.

—Dios nos libre —dijo Drake.

—Siempre discuto a la décima vez que oigo ese tipo de basura. Después se las ingenió para perderse. Y yo no lo noté y nos llevó un buen tiempo salir del enredo. Oigan, me estaba dando el típico discurso acerca de que los beneficiarios de las leyes sociales son una pandilla de alborotadores perezosos, descarados y de cómo ninguna persona decente tendría que esperar una limosna en vez de trabajar por lo que reciben y ganarse hasta el último centavo. Yo le dije qué pensaba él entonces de la gente enferma o anciana y de las madres con hijos chicos y él empezó a contarme qué vida dura había llevado él y que él nunca había recurrido a nadie por una limosna.

»De todos modos, salí y la tarifa sumaba $ 4.80 y era un buen medio dólar más de lo que habría sido si no se hubiese perdido, así que conté cuatro billetes y después pasé cierto tiempo hasta que junté los ochenta centavos exactos y se los entregué. Los contó, pareció sorprendido, y le dije, con la mayor suavidad posible: “Eso es lo que usted se ganó, conductor. ¿O acaso también espera una limosna?”

Gonzalo rompió a reír, pero nadie lo acompañó. Drake dijo:

—Le jugaste un truco sucio a un pobre tipo sólo porque lo irritaste hasta llevarlo a discutir.

Avalon bajó los ojos con una expresión austera desde su flaca estatura y dijo:

—Te podría haber dado una paliza, Mario, y yo no lo habría culpado.

—La actitud que están tomando es endemoniada —dijo Gonzalo, agraviado. Y en ese momento llegó el patrón de Tom.

Trumbull presentó al recién llegado, con una actitud excepcionalmente sometida mientras lo hacía. El invitado se llamaba Robert Alford Bunsen y era tan pesado como grande. Era de rostro rosado y tenía el cabello canoso alisado hacia atrás gracias a una anticuada raya central.

—¿Qué se sirve, señor Bunsen? —dijo Avalon, con una leve y cortés inclinación. Era el único de los presentes que superaba en altura al recién llegado.

Bunsen carraspeó.

—Encantado de conocerlos a todos. No… no, hoy ya he consumido mis calorías alcohólicas. Alguna bebida dietética. —Hizo tronar los dedos hacia Henry—. Una cola dietética, mozo. Si no tiene, cualquier bebida dietética.

Gonzalo abrió los ojos y Drake, susurrando filosóficamente a través del humo enroscado del cigarrillo que sostenía entre los dedos manchados de tabaco, dijo:

—Oh, bueno, es del gobierno.

—Aún así —murmuró Gonzalo—, hay algo que se llama cortesía. No se debe llamar tronando los dedos. Henry no es un peón.

—Tú eres grosero con los conductores de taxi —dijo Drake—. Este tipo es grosero con los mozos.

—Es distinto —dijo Gonzalo con vehemencia, alzando la voz—. Aquello era una cuestión de principios.

Henry, que no había mostrado señales de rencor porque lo llamaran tronando los dedos, había regresado con una botella de gaseosa sobre una bandeja y la sometió a examen con solemnidad.

—Eso es, eso es —dijo Bunsen, y Henry la abrió y sirvió la mitad del contenido en un vaso con hielo y dejó que se asentara la espuma. Bunsen lo tomó y Henry dejó la botella.

La cena fue menos cómoda que muchas anteriores. El único que no parecía subyugado por el hecho de que el visitante fuese un alto, si no muy conocido, funcionario del gobierno era Rubin. De hecho, aprovechó la ocasión para atacar al gobierno en la persona de su representante proclamando en voz afta que las bebidas dietéticas eran uno de los mayores motivos del exceso de peso en Norteamérica.

—¿Por qué uno bebe muchas y la caloría única de cada botella se va sumando? —preguntó Halsted, con toda la burla que pudo encerrar en su voz incolora.

—Ahora que los ciclamatos han sido eliminados sobre la base de engañosos experimentos animales tienen más de una caloría por botella —dijo Rubin con tono ardiente—, pero no es eso lo que importa. Cualquier cosa dietética es psicológicamente mala. Cualquiera con exceso de peso que toma una bebida dietética, se ve abrumado por la virtud. Ha ahorrado doscientas calorías, así que lo celebra sirviéndose otra porción de manteca y consume trescientas calorías. El único modo de perder peso es quedarse con hambre. El hambre nos indica que estamos adquiriendo menos calorías que las que gastamos…

Halsted, que sabía muy bien que había cierta blandura en su zona abdominal, murmuró:

—Oh, vamos.

—Sin embargo tiene razón —dijo Bunsen, mientras atacaba la ternera a la Marengo con gusto—. Las bebidas dietéticas no me hacen ningún bien, pero me gusta el sabor. Y estoy de acuerdo en encarar las cosas desde un ángulo psicológico.

Gonzalo frunció el entrecejo y no mostró señales de haber oído. Cuando Henry se inclinó sobre él para llenarle el pocillo de café, dijo:

—¿Qué piensas tú, Henry? Quiero decir sobre el conductor del taxi. ¿No tenía razón yo?

—Una propina no es una limosna, señor Gonzalo —dijo Henry—. Se acostumbra recompensar el servicio personal en breve escala y equiparar eso con la beneficencia social tal vez no sea del todo justo.

—Sólo lo dices porque tú… —empezó Gonzalo, y se detuvo bruscamente.

—Sí —dijo Henry—, yo me beneficio del mismo modo que el conductor del taxi, pero a pesar de eso creo que mi afirmación es correcta.

Gonzalo se echó hacia atrás en la silla y se acaloró visiblemente.

—Caballeros —dijo Trumbull, dando unos golpecitos sobre el vaso de agua vacío con un tenedor, mientras Henry servía el licor—, ésta es una oportunidad interesante. El señor Bunsen, que es mi superior en el despacho, tiene un pequeño acertijo que presentarnos. Veamos qué podemos sacar en limpio. —Una vez más, lanzó una rápida mirada a Henry, que había vuelto a colocar la botella en el copero y ahora estaba parado plácidamente, un poco apartado.

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