Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Podría hacerse —dijo Halsted con suavidad—. Si el anfitrión propone la medida y se la somete a voto, pero los fumadores están en una mayoría de cuatro contra dos, Tom.
—Un momento —dijo Trumbull—. Queda Henry. Él es socio. ¿Qué dices, Henry?
Henry, el mozo perenne del club de los Viudos Negros, acababa de terminar de oredenar la mesa. Alzó su rostro suave y sin arrugas que, como siempre, desmentía el hecho de que tuviese sesenta años, y dijo:
—Por mi parte no fumo y recibiría con agrado una prohibición al respecto, pero no la exijo.
—Aunque lo hiciera —dijo Rubin— sería cuatro contra tres, aún una mayoría a favor del vicio.
—¿Y el invitado? —dijo Trumbull, tenaz—. Señor…
—Hilary Evans —dijo Avalon con severidad. Se tomaba muy a pecho no olvidar el nombre de un invitado, al menos durante la noche de la cena.
—¿De qué lado está, señor Evans? —dijo Trumbull.
Hilary Evans era bajo y rechoncho, de mejillas regordetas, rosadas y suaves. Tenía boca pequeña y ojos que se movían veloces detrás de los lentes levemente coloreados de sus gafas con montura metálica. Su cabello, sorprendentemente moreno si se tenía en cuenta la claridad de su tez, estaba peinado liso hacia atrás. Podía tener alrededor de cuarenta y cinco años.
Dijo con voz de tenor:
—De vez en cuando fumo y con frecuencia no me importa que los demás lo hagan, pero tengo motivos recientes para simpatizar con usted, señor. El acto de fumar ha sido causa de desdicha para mí.
Trumbull, con un ojo casi cerrado al alzar el costado de la boca en un gruñido, pareció a punto de insistir con el asunto, pero Rubin dijo de inmediato:
—Cinco contra tres. Asunto terminado —y Henry anunció imperturbable que la cena estaba servida.
Trumbull se las ingenió para sentarse junto a Gonzalo, el otro no fumador presente, y le preguntó en voz baja:
—¿Quién es este Evans?
—Es el encargado de personal de una firma en cuya campaña publicitaria trabajé —dijo Gonzalo—. Él me entrevistó y, aunque es un tipo medio raro, nos llevamos bien. Pensé que podía ser interesante.
—Eso espero —dijo Trumbull—, aunque no me cae muy bien un tipo que vota con el enemigo aunque simpatice conmigo.
—No conoces los detalles —dijo Gonzalo.
—Tengo la intención de averiguarlos —dijo Trumbull, hosco. Fue difícil apartar la conversación de la cena del tema del tabaco. Avalon, que había reducido su segunda copa a la mitad de costumbre y después la había dejado en paz con severidad, observó que fumar cigarrillos era el único vicio nuevo introducido por el hombre moderno.
—¿Y el LSD y las drogas alucinógenas? —dijo Gonzalo de inmediato y Avalon, una vez que lo pensó por un instante, reconoció la derrota.
Rubin exigió en alta voz la definición de “vicio”. Dijo:
—Cualquier cosa que a uno no le guste es un vicio. Si lo apruebas, no lo es. Más de un cruzado por la temperancia ha tenido una adicción tan feroz a la comida como la que cualquiera puede tenerla por la bebida. —Y Rubin, que era delgado, apartó la sopa a medio tomar, con una expresión de ostentosa virtud.
Halsted, que no era delgado, murmuró:
—No hay muchas calorías en la liviana sopa de tortuga.
—Escuchen —dijo Trumbull—, no me importa lo que hagan, o si se trata de un vicio o una virtud, mientras se lo guarden para ustedes y para los que también lo practiquen. Si beben whisky y yo no quiero hacerlo, no entra alcohol en mi sangre; si quieren pescar a una dama, no hay riesgo de que yo me pesque lo que la acompañe. Pero cuando chupan un cigarrillo yo huelo el humo, yo lo recibo en mis pulmones, yo corro el riesgo de cáncer.
—Muy cierto —dijo Evans de pronto—. Mala costumbre —y miró con rapidez a Drake, que estaba sentado junto a él y que cambió el cigarrillo a la otra mano, la más apartada de Evans.
Avalon carraspeó.
—Caballeros, no hay censura contra el tabaco que pueda considerarse nueva. Hace más de tres siglos y medio Jaime I de Inglaterra escribió un libro llamado Ataque al tabaco en el que repetía todos los puntos que Tom pudo presentar, si se tienen en cuenta los adelantos científicos adquiridos desde entonces.
—¿Y sabes qué tipo de persona era Jaime I? —dijo Rubín con un resoplido—. Sucio y estúpido.
—No realmente estúpido —dijo Avalon—. Enrique IV de Francia lo llamó el “tonto más sabio de la Cristiandad” pero eso sólo indicaba que carecía de juicio más que de ciencia.
—A eso yo le llamo estupidez —dijo Rubin.
—Si carecer de juicio fuese el criterio a seguir, pocos de nosotros escaparíamos —dijo Avalon.
—Tú encabezarías la lista, Avalon —dijo Trumbull, y después permitió que su expresión se suavizara cuando Henry ubicó una generosa tajada de pastel de pacana, cargada de helado, ante él. Había pocas cosas que Trumbull aprobara más que el pastel de pacana.
Cuando estaba terminando el café, Gonzalo dijo:
—¡Caballeros! ¡Caballeros! Creo que es ahora de que dejemos lo general para concentrarnos en lo específico. Ahora nuestro invitado es el tema y quisieras tú, Tom…
—No sólo deseo emprender el interrogatorio —dijo Trumbull con presteza—, insisto en ello. Hagamos silencio. Henry, puedes servir el brandy cuando gustes. Señor Evans, en esta organización se acostumbra plantear al invitado, como primera pregunta, cómo justifica su existencia. En este caso, le diré cómo puede usted justificar su existencia en lo que a mí se refiere. Por favor cuénteme por qué tiene motivos recientes para simpatizar con mi punto de vista sobre quienes fuman, aunque usted mismo fume a veces. ¿Ha sido engañado por la industria del tabaco?
Evans sacudió la cabeza y sonrió brevemente.
—No tiene nada que ver con la industria del tabaco. Me gustaría que así fuera. Trabajo para una firma inversora y mis motivos tienen que ver con las actividades que allí desempeño.
—¿En qué sentido?
Evans parecía bastante melancólico.
—Seria difícil explicarlo adecuadamente —dijo—. Podría decir que una cuestión relacionada con el acto de fumar arruinó bastante una foja mía hasta entonces perfecta en el sentido de Sherlock Holmes. Pero —y aquí suspiró—, para ser honestos, preferiría no hablar de eso.
—¿Sherlock Holmes? —dijo Gonzalo, encantado—. Henry, si…
Trumbull agitó un brazo Imperioso.
—Cállate, Mario. Señor Evans, creo que el precio de la comida es un intento honesto de su parte por explicar con exactitud a qué se refiere. Tenemos tiempo y escucharemos.
Evans suspiró otra vez. Se ajustó los anteojos y dijo:
—Señor Gonzalo, al invitarme usted me dijo que me interrogarían. Debo confesar que no pensaba que iban a poner el dedo en la llaga desde un principio.
—Señor —dijo Trumbull—, no hago más que continuar con su propia observación. Sólo usted tiene la culpa, por hacerla. Por favor no eche a perder nuestro juego.
—No se preocupe, señor Evans —dijo Gonzalo—. Le dije que nada de lo que se cuente en esta habitación se repetirá fuera de ella.
—¡Jamás! —dijo Trumbull con energía.
—No hay el menor elemento criminal o poco ético en lo que me pasó —dijo Evans—. Se trata simplemente de que me veré obligado a… disminuirme a mí mismo. Pienso que podría convertirse con facilidad en motivo de burla si se llega a conocer en general que…
—No se divulgará —dijo Trumbull y, adelantándose a la próxima observación con un gesto de cansada experiencia, prosiguió—: Tampoco nuestro estimado mozo será un problema para usted. De todos nosotros, Henry es el más confiable.
Evans carraspeó y sostuvo la copa de brandy entre el pulgar y el índice.
—Ocurre que soy encargado de personal. Mi tarea es ayudar a decidir si ésta o aquella persona debe ser contratada, despedida, ascendida o relegada. A veces llego a ser el tribunal supremo, porque he demostrado ser un experto en la tarea. Dado que me han asegurado el carácter confidencial de lo que afirme, puedo permitirme la auto-alabanza.
—Diga la verdad aunque sea auto-alabanza —dijo Trumbull—. ¿En qué sentido ha demostrado ser un experto?
—Cuando se contrata a un hombre para un puesto delicado —dijo Evans— y muchos de nuestros puestos son delicados porque por lo común manejamos enormes cantidades de dinero, nosotros, como es lógico, nos apoyamos en toda clase de datos de referencia que el solicitante, ya sea de afuera o esté por obtener un ascenso interno, tal vez no tenga en cuenta. Sabemos mucho sobre su medio ambiente, su carácter, su personalidad, su experiencia.
»Sin embargo eso no basta, como comprenderán. Saber que una persona se ha desempeñado bien en cierto puesto no es un augurio seguro de que se desempeñará bien en un cargo más responsable, o simplemente distinto. Saber que se ha desempeñado bien en el pasado no nos indica bajo qué tensiones está que pueden llevarlo a desempeñarse mal en el futuro. Podemos no saber hasta qué punto disimula. La mente humana es un misterio, caballeros.
»Puede ocurrir, entonces, que en ciertas ocasiones quede un margen de duda, a pesar de toda la información que tenemos, y es entonces que lo dejan librado a mi juicio. Durante muchos años mis juicios se han visto justificados por la experiencia subsiguiente con los elegidos para uno u otro puesto, y en muchos casos por experiencia indirecta con los que he rechazado. Al menos así fue hasta…
Evans se quitó los anteojos y se frotó los ojos como consciente de que la visión interna le había fallado…
—Mis superiores me estiman lo suficiente como para afirmar que un error en veintitrés años es perdonable, pero eso no ayuda. En el futuro no confiarán en mí como lo han hecho antes, y con razón, porque actué demasiado pronto, y basado en un prejuicio.
Gonzalo, que le estaba dando los toques finales al bosquejo del invitado, que lo hacía parecer extraordinariamente remilgado con la boca reducida a un lugar. Dijo:
—¿Contra quién o contra qué tenías prejuicios?
—Espero que contra los artistas —dijo Rubin.
—Dejen hablar al pobre hombre —dijo Trumbull—. ¿El prejuicio tenía algo que ver con fumar?
Evans se volvió a colocar los anteojos con cuidado y clavó los ojos en Trumbull.
—Tengo un sistema que es imposible describir en palabras, porque se basa en parte en la intuición y en parte en la experiencia. Soy un observador atento de las insignificancias del comportamiento humano. Me refiero a las cosas pequeñas. Elijo algo altamente característico de una persona en particular, basado en un sentido instintivo que parezco tener.
»Podría tratarse del modo de fumar, por ejemplo. Si es así, tomo en cuenta cómo maneja la persona el cigarrillo; cómo juguetea con él; el modo en que da las pitadas; el intervalo entre pitadas; hasta dónde fuma la colilla; cómo la apaga. Hay una complejidad infinita en la interacción entre una persona y su cigarrillo. O cualquier otra cosa: un broche de corbata, los dedos, la mesa que está ante ella. He estudiado la complejidad del comportamiento minúsculo durante toda mi vida adulta, primero por curiosidad y diversión y, muy pronto, con seria atención.
Drake sonrió apenas y dijo:
—¿Quiere usted decir que esas cositas le indican algo sobre la gente que entrevista?
—Sí, así es —dijo Evans enfáticamente.
—Está bien. Ahí es donde entra el ángulo típico de Sherlock Holmes. ¿Y qué puede decirnos de nosotros, entonces?
Evans sacudió la cabeza.
—He estado prestando poca atención profesional a cualquiera de ustedes. Aunque lo hubiese hecho las condiciones no son adecuadas aquí para mis propósitos y carezco del conocimiento auxiliar que investigaciones más comunes habrían colocado sobre mi escritorio. Puedo decir muy poco sobre ustedes.
—De todos modos esto no es un juego de salón, Jim —dijo Trumbull—. El señor Evans puede decir que eres un adicto al tabaco que deja caer ceniza en la sopa…
Evans pareció sorprenderse y dijo con rapidez:
—A decir verdad, el doctor Drake dejó caer ceniza en la sopa…
—Y yo también lo noté —dijo Trumbull—. ¿Cuáles son las condiciones adecuadas para que usted estudie a la víctima?
—Las condiciones que he ido uniformando con los años. La persona que voy a entrevistar entra a mi oficina sola. Se sienta en cierta silla bajo determinada luz. Está bajo determinada presión y no hago nada por aliviarla. Me lleva cierto tiempo elegir lo que observaré en detalle, y después empezamos.
—¿Qué pasa si no encuentra nada que observar? —preguntó Gonzalo—. ¿Qué pasa si la persona es un vacío completo?
—Eso nunca pasa. Siempre surge algo.
—¿Surgió algo cuando me entrevistó a mí?
Evans sacudió la cabeza.
—Nunca discuto ese tipo de cosas con los individuos implicados, pero puedo decirle algo. Había un espejo en la habitación.
Gonzalo soportó la risa general y dijo:
—Un hombre apuesto tiene sus problemas.
—Alguien tenía que decírtelo un día —dijo Trumbull—. Señor Evans, ¿podría ir al grano de su relato: sus dificultades?
Evans asintió y adquirió una expresión de infelicidad. Se volvió levemente y le dijo a Henry:
—¿Podría traerme otra taza de café, por favor?
—Claro que sí, señor —dijo Henry.
Evans bebió un sorbo y dijo pensativo:
—El problema es que he observado el modo de fumar con tanta meticulosidad en tantas ocasiones que he desarrollado un rechazo por los fumadores; un prejuicio, si quieren; aunque yo mismo fume a veces. No llega a ser tan intenso como le suyo, señor Trumbull, pero a veces estalla y en una ocasión lo hizo para mi desgracia.
»La historia tiene que ver con dos hombres que habían trabajado en una sucursal nuestra; podemos llamarlos… eh, Williams y Adams.
Avalon carraspeó y dijo:
—En su lugar, señor Evans, emplearía los nombres auténticos. Es muy probable que durante la conversación lo haga, de todos modos. Recuerde que aquí habla en confianza.
—Aún así intentaré la sustitución —dijo Evans—. Los dos hombres eran de aspecto muy distinto. Williams era un hombre grande, corpulento, un poco agachado de hombros y con un modo lento de hablar. Adams era más pequeño, más derecho, y podía llegar a ser muy elocuente.
»Los dos tenían alrededor de treinta años; los dos eran igualmente hábiles, según parecía, y habían desempeñado el empleo con la misma efectividad; los dos parecían tener cualidades para una vacante clave que se presentó en la oficina central. Los dos eran solteros, los dos bastantes retraídos. Ambos llevaban vidas tranquilas y no parecían demostrar elementos de inestabilidad en sus relaciones sociales…