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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (188 page)

BOOK: Cuentos completos
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Strauss sabía muy bien a qué se refería Viluekis. Siempre existía la tendencia a ahorrar tiempo efectuando dos saltos en rápida sucesión, pero claro, si un salto implicaba incertidumbres inevitables, dos saltos las multiplicaban inmensamente y ni siquiera el mejor fusionista podría hacer gran cosa. El error multiplicado alargaba casi invariablemente el tiempo total de viaje.

Una regla estricta de la hipernavegación imponía como mínimo un día entero de navegación a velocidad de crucero entre un salto y otro (se prefería tres días enteros) para dar tiempo a preparar el siguiente salto con cautela. Para evitar la violación de esa regla, cada salto se efectuaba en unas condiciones que dejaban energía insuficiente para el segundo. Al menos durante un tiempo, las palas debían recoger y comprimir hidrógeno, fusionarlo y almacenar energía hasta que alcanzara para la ignición. Y habitualmente se necesitaba por lo menos un día para almacenar energía suficiente para un salto.

—¿Cuánta energía te falta, Viluekis? —preguntó Strauss.

—No mucha. Sólo esto. —Viluekis separó apenas unos milímetros el pulgar y el índice—. Pero es suficiente.

—Qué lástima —se lamentó Strauss. El suministro energético quedaba registrado y podía ser inspeccionado, pero aun así los fusionistas a veces embarullaban los datos y se dejaban margen para un segundo salto—. ¿Estás seguro? Supongamos que activaras los generadores de emergencia, que apagaras todas las luces…

—Y la circulación del aire y los aparatos y el jardín hidropónico. Lo sé, lo sé. He hecho los cálculos, pero no alcanza. ¿Ves para qué sirve esa estúpida regulación de la seguridad?

Strauss logró seguir conteniéndose. Sabía —todos lo sabían— que la Hermandad de Fusionistas fueron los que más impulsaron esa regulación. Un doble salto, a veces exigido por el capitán, a menudo dejaba mal parado al fusionista. Pero al menos había una ventaja: al existir una pausa obligatoria entre salto y salto, quedaba una semana hasta que los pasajeros empezaran a inquietarse y a entrar en sospechas, y en esa semana algo podía cambiar. De momento, no había transcurrido ni un día entero.

—¿Estás seguro de que no puedes hacer nada con el sistema? ¿No puedes filtrar algunas impurezas?

—¡Filtrar! No son impurezas, sino todo lo contrario. Aquí la única impureza es el hidrógeno. Escucha, necesitaré quinientos millones de grados para fusionar átomos de carbono y oxígeno, tal vez mil millones. Es imposible y no pienso intentarlo. Si intento algo y no funciona, sería culpa mía, y no voy a correr ese riesgo. De ti depende llevarme hasta el hidrógeno, así que encárgate de ello. Lleva esta nave hasta el hidrógeno. No me importa lo que tardes.

—No podemos ir más deprisa, Viluekis, teniendo en cuenta la densidad del medio. Y a velocidad semilumínica quizá tengamos que viajar durante dos años, tal vez veinte…

—Bien, pues encuentra una salida. O que la encuentre el capitán.

Strauss cortó la comunicación angustiado. No había modo de entablar una conversación racional con un fusionista. Había oído la teoría (postulada con toda seriedad) de que los saltos repetidos afectaban el cerebro. En el salto, cada tardión de materia común se transformaba en un taquión equivalente y, luego, se retransformaba en el tardión original. Sí la doble conversión adolecía de una mínima imperfección, sin duda el efecto se manifestaría primeramente en el cerebro, el fragmento de materia más complejo de esa transición. Nunca se habían demostrado efectos perniciosos experimentalmente, y los oficiales de las naves no parecían sufrir ningún deterioro que no pudiera atribuirse al mero envejecimiento. Pero quizá los cerebros de los fusionistas, que les permitían superar por mera intuición a los mejores ordenadores, fueran particularmente complejos y, por ende, particularmente vulnerables.

¡Qué diablos! ¡No tenía nada que ver! ¡Los fusionistas sólo eran niños malcriados!

Titubeó. ¿Debía tratar de comunicarse con Cheryl? Ella quizá limara las asperezas y, una vez que el nene Viluekis se repusiera de su berrinche, quizá se le ocurriera un modo de activar los tubos de fusión a pesar del hidroxilo.

¿Pero de veras creía que Viluekis podía hacerlo, o simplemente no toleraba la idea de surcar el espacio durante años? Sin duda, las hipernaves se hallaban preparadas para esa eventualidad, en principio, pero nunca se había presentado y los tripulantes (por no hablar de los pasajeros) no estaban preparados para ella.

Pero si hablaba con Cheryl ¿qué podría decirle sin que pareciera una orden para seducirlo? Sólo había pasado un día y aún no estaba dispuesto a hacer de alcahuete por un fusionista.

Esperaría. Un tiempo, por lo menos.

Viluekis frunció el ceño. Se sentía mejor después de darse un baño y le complacía haber sido severo con Strauss. No es que el hombre fuese un mal tipo, pero como todos ellos (capitán, tripulantes, pasajeros; todos los imbéciles del universo que no eran fusionistas) quería eludir la responsabilidad. Endósaselo al fusionista era una vieja cantinela, pero él no estaba dispuesto a escucharla.

Toda esa cháchara acerca de una travesía que podía durar varios años era un modo de intimidarlo. Si se pusieran a ello, podrían calcular los límites de la nube, y en alguna parte tenía que haber un borde más cercano. Sería demasiada mala suerte haber aparecido justo en el centro. Claro que si habían emergido cerca de un borde y enfilaban hacia el otro…

Viluekis se levantó y se desperezó. Era alto y las cejas le colgaban sobre los ojos como doseles.

¿Y si tardaban años? Ninguna hipernave había viajado durante años. La travesía más larga duró ochenta y ocho días y trece horas, cuando una nave se encontró en una posición desfavorable respecto de una estrella difusa y tuvo que retroceder a 0,9 a la velocidad de la luz antes de poder efectuar el salto.

Habían sobrevivido, aunque fueron tres meses de viaje. Claro que veinte años…

Pero era imposible.

La señal parpadeó tres veces antes de que él se diera cuenta de ello. Si era el capitán, que venía a verlo personalmente, se iba a ir a mayor velocidad que al venir.

—¡Anton!

Esa voz sedosa y apremiante lo tranquilizó. Activó la puerta deslizante, para que entrase Cheryl, y la cerró.

Cheryl tenía unos veinticinco años, ojos verdes, barbilla firme, cabello rojo y opaco y una figura despampanante.

—Anton, ¿ocurre algo malo?

Viluekis no se quedó tan sorprendido como para admitir una cosa así. Hasta un fusionista sabía que no debía hacer revelaciones prematuras a un pasajero.

—En absoluto. ¿Por qué lo preguntas?

—Lo dice uno de los pasajeros. Un hombre llamado Martand.

—¿Martand? ¿Qué cuernos sabrá él? —Y añadió con suspicacia—. ¿Y por qué escuchas a ese necio? ¿Qué pinta tiene?

Cheryl sonrió dócilmente.

—Es sólo alguien con quien conversaba en el salón. Es un sesentón inofensivo, aunque sospecho que preferiría no serlo. Pero eso no importa. No hay estrellas a la vista. Cualquiera se da cuenta de eso, y Martand dijo que era importante.

—¿Eso dijo? Estamos atravesando una nube, eso es todo. Hay muchas nubes en la galaxia y las hipernaves las atraviesan continuamente.

—Sí, pero Martand dice que habitualmente se ven estrellas, aun desde una nube.

—¿Qué cuernos sabrá él? —replicó Viluekis—. ¿Es un veterano del espacio profundo?

—No —admitió Cheryl—. Es su primer viaje, creo. Pero parece saber mucho.

—Seguro. Escucha, aconséjale que cierre el pico. Lo pueden encerrar en solitario por esto. Y no andes repitiendo esas historias.

Cheryl ladeó la cabeza.

—Francamente, Anton, hablas como si hubiera realmente problemas. Louis Martand es un tipo interesante. Es maestro de escuela, de Ciencias Generales de octavo curso.

—¡Un maestro de escuela! ¡Santo Cielo, Cheryl…!

—Pero deberías escucharle. Dice que enseñar a los niños es una de las pocas profesiones en las que debes saber un poco de todo porque los chicos hacen preguntas y huelen las respuestas falsas.

—Pues bien, tal vez tú también debieras especializarte en oler respuestas falsas. Ahora, Cheryl, vete a decirle que se calle o lo haré yo mismo.

—De acuerdo. Pero primero… ¿es verdad que atravesamos una nube de hidroxilo y que el tubo de fusión está apagado?

Viluekis abrió la boca y la volvió a cerrar, poco antes de preguntar:

—¿Quién te dijo eso?

—Martand. Ya me voy.

—¡No! —chilló Viluekis—. Espera. ¿A cuántos más les ha dicho eso?

—A nadie. Dice que no quiere sembrar el pánico. Me da la impresión de que yo estaba allí justo cuando él pensaba en ello y supongo que no pudo contenerse.

—¿Sabe que me conoces?

Cheryl frunció el ceño.

—Me parece que se lo mencioné.

Viluekis resopló.

—No creas que es a ti a quien ese viejo loco intenta apabullar con sus conocimientos. Trata de impresionarme a mí a través de ti.

—En absoluto. Más aún, me pidió que no te contara nada.

—Sabiendo muy bien que vendrías a mí de inmediato.

—¿Para qué iba a querer él que yo hiciera eso?

—Para ponerme en evidencia. ¿Sabes lo que pasa con los fusionistas? Todos nos tenéis rencor porque nos necesitáis, porque…

—¿Pero eso qué tiene que ver? Si Martand se equivoca, ¿en qué te perjudicaría? Y si está en lo cierto… ¿Está en lo cierto, Anton?

—Bien, ¿qué dijo exactamente?

—No sé si recuerdo todo —respondió Cheryl pensativamente—. Fue cuando emergimos del salto, algunas horas después. Todos comentaban que no había estrellas a la vista. En la sala todo el mundo decía que pronto habría otro salto porque de nada servía viajar por el espacio profundo sin una buena vista. Por supuesto, sabíamos que deberíamos seguir viaje por lo menos durante un día. Entonces entró Martand, me vio y se acercó para hablarme. Creo que le agrado.

—Y yo creo que él no me agrada —refunfuñó Viluekis—. Continúa.

—Le comenté que un viaje sin vistas resultaba bastante lúgubre y él dijo que seguiría así por un tiempo, y parecía preocupado. Le pregunté que por qué y me contestó que el tubo de fusión estaba apagado.

—¿Quién le dijo eso?

—Según él, en uno de los lavabos de hombres se oía un zumbido que había dejado de oírse, y que en ese armario de la sala de juegos donde guardan los tableros de ajedrez existía un punto en el que el tubo de fusión entibiaba la pared, y esa pared ahora estaba fría.

—¿Son ésas las pruebas que tiene?

Cheryl ignoró el comentario y continuó:

—Dijo que no se ven estrellas porque estábamos en una nube de polvo y que los tubos de fusión debían de estar parados porque no había hidrógeno suficiente, y que probablemente no hubiera energía suficiente para iniciar otro salto y que si buscábamos hidrógeno tendríamos que viajar durante años para salir de la nube.

. Viluekis se enfureció.

—Está sembrando el pánico. ¿Sabes qué…?

—Todo lo contrario. Me pidió que no se lo contara a nadie porque sembraría el pánico y aseguró que no pasaría nada, que sólo me lo contaba en un arranque de entusiasmo porque acababa de deducirlo y quería hablar con alguien, pero que existía una salida fácil y el fusionista sabría qué hacer y no había que preocuparse. Y como tú eres el fusionista se me ocurrió preguntarte que si era verdad lo de la nube y si ya habías solucionado el problema.

—Ese maestrito no sabe nada de nada. Aléjate de él… Oye, ¿te comentó cuál era esa salida fácil?

—No. ¿Tenía que habérselo preguntado?

—No. ¿Por qué ibas a preguntárselo? ¿Qué puede saber él? Pero… En fin, pregúntaselo. Me gustaría saber qué tiene en mente ese idiota. Pregúntale.

Cheryl asintió con la cabeza.

—Le preguntaré. ¿Estamos en apuros?

—¿Por qué no lo dejas en mis manos? No estamos en apuros mientras yo no lo diga.

Se quedó mirando a la puerta cuando ella se fue, furioso e inquieto. ¿Por qué ese tal Louis Martand, el maestro de escuela, andaba fastidiando con sus elucubraciones?

Si al final resultaba necesario efectuar una larga travesía, habría que explicárselo todo a los pasajeros, pues de lo contrario ninguno sobreviviría. Y Martand proclamaría a voz en cuello…

Viluekis tecleó exasperadamente el número del capitán.

El delgado y pulcro Martand parecía encontrarse siempre a punto de sonreír, aunque su semblante se hallaba marcado por una serena gravedad; una gravedad expectante, como si estuviese a la espera de que su interlocutor le dijese algo muy importante.

—Hablé con el señor Viluekis —le dijo Cheryl—. Es el fusionista. Le repetí lo que usted me dijo.

Martand sacudió la cabeza sobresaltado.

—¡Me temo que no debiste hacerlo!

—Parecía muy disgustado, sí.

—Desde luego. Los fusíonistas son muy especiales y no toleran que los extraños…

—Ya lo noté. Pero insistió en que no había nada de qué preocuparse.

—Claro que no —dijo Martand, tomándole la mano y palmeándola en un gesto confortante, pero luego no la soltó—. Te dije que existía una salida fácil. Tal vez ya la esté preparando. Aun así, supongo que tardará un rato en pensarlo.

—¿Pensar en qué? ¿Por qué no habría de pensarlo, si usted lo ha hecho?

—Pero él es un especialista, mi joven damisela. A los especialistas les cuesta salirse de su especialidad. Yo, en cambio, no puedo encajonarme. Cuando organizo una demostración en clase, casi siempre tengo que improvisar. Nunca he estado en una escuela donde haya micropilas protónicas disponibles, y he tenido que preparar un generador termoeléctrico de queroseno para salir de excursión.

—¿Qué es el queroseno?

Martand se rió con deleite.

—¿Ves? La gente olvida. El queroseno es un líquido inflamable. Y a menudo he debido usar una fuente de energía aún más primitiva, que es la madera prendida por fricción. ¿Alguna vez lo has visto? Coges una cerilla… —Cheryl puso cara de no entender y Martand decidió olvidar el tema—. Bien, no importa. Sólo trataba de explicarte que ese fusionista tendrá que pensar en algo más primitivo que la fusión y eso le llevará tiempo. Pero yo estoy habituado a trabajar con métodos primitivos. Por ejemplo, ¿sabes qué hay allá fuera?

Señaló la ventana, donde no se veía nada. Se veía tan poco que no había ningún pasajero frente a la ventana panorámica.

—Una nube. Una nube de polvo.

—Ah, pero ¿de qué clase? Lo único que se halla por doquier es el hidrógeno. Es el elemento original del universo y las hipernaves dependen de él. Ninguna nave puede transportar combustible suficiente para efectuar varios saltos o para acelerar y desacelerar repetidamente a la velocidad de la luz. Hay que usar palas para recoger combustible en el espacio.

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