Cuentos completos (92 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Sólo que él se había mantenido impasible en su tenacidad.

—Los tiempos de los federalistas nunca pasarán mientras viva la raza humana.

—Palabras —rezongó Devoire—. Significaban mucho para mí cuando era joven. Ahora estoy un poco cansado.

—Simon, necesito acceder al sistema sub-etéreo.

El rostro de Devoire se endureció.

—Y pensaste en mí. Pues lo lamento, Altmayer, pero no puedo dejarte usar mis emisiones para tus propósitos.

—En un tiempo fuiste federalista.

—Olvídalo. Eso pertenece al pasado. Ahora soy…, no soy nada. Sólo un «devoirista». Quiero vivir.

—¿Sometido a los diáboli? ¿Quieres vivir cuando ellos están dispuestos, morir cuando están preparados?

—¡Palabras!

—¿Apruebas la conferencia galáctica?

Devoire enrojeció, como si su cuerpo contuviera más sangre de la necesaria.

—¿Por qué no? —vociferó—. ¿Qué importa el modo en que fundemos la Federación del Hombre? Si aún eres federalista, ¿por qué te opones a una humanidad unida?

—¿Unida bajo los diáboli?

—¿Cuál es la diferencia? La humanidad no es capaz de unirse por sí sola. Que nos lo impongan con tal de que se consiga. Estoy harto, Altmayer, harto de tu estúpida historia. Estoy harto de tratar de ser un idealista sin ningún objetivo al que dirigir mi idealismo. Los seres humanos son seres humanos y eso es lo lamentable del asunto. Tal vez necesitemos unos azotes para que nos lleven al orden. Estoy dispuesto a permitir que los diáboli empuñen el látigo.

—Eres un necio, Devoire —murmuró Altmayer—. No será una verdadera unión, y lo sabes. Los diáboli convocaron a esta conferencia para poder actuar como árbitros en todas las actuales rencillas interhumanas, sacar partido de ellas y erigirse así en nuestro tribunal supremo a partir de ahora. Sabes que no tienen intenciones de establecer un verdadero Gobierno central de humanos. Será una especie de mandato interconectado: cada Gobierno humano administrará sus asuntos como antes y defenderá sus intereses como antes; sólo que nos acostumbraremos a acudir a los diáboli con nuestros problemitas.

—¿Cómo sabes cuál va a ser el resultado?

—¿Piensas seriamente que hay otro resultado posible?

Devoire se mordió el labio inferior.

—¡Tal vez no!

—Pues ahí tienes una hoja de vidrio por la que mirar, Simon. Toda la independencia que hoy poseemos se perderá.

—La independencia no nos ha servido de mucho… Además, es inútil. No podemos impedirlo. Probablemente el coordinador Stock rechace esta conferencia tanto como tú, pero ¿de qué le sirve? Si la Tierra decide no asistir, la unión se formará sin nosotros, y entonces nos enfrentaremos a una guerra con el resto de la humanidad y con los diáboli. Y esto vale para cualquier otro Gobierno que se mantenga al margen.

—¿Y si todos los Gobiernos se mantuviesen al margen? ¿La conferencia no se disolvería?

—¿Alguna vez has visto que todos los Gobiernos de la humanidad hagan algo juntos? Nunca aprendes, Altmayer.

—Disponemos de nuevos datos.

—¿Por ejemplo? Sé que es tonto preguntarlo, pero dime.

—Durante veinte años, la mayor parte de la galaxia ha permanecido cerrada a las naves humanas. Lo sabes. Ninguno de nosotros tiene la menor idea de lo que ocurre dentro de la esfera de influencia de los diáboli. Y, sin embargo, existen algunas colonias humanas dentro de esa esfera.

—¿Y qué?

—Pues que, de vez en cuando, algunos seres humanos se escapan a la pequeña porción de la galaxia que sigue siendo humana y libre. El Gobierno de la Tierra recibe informes, aunque no se atreve a publicarlos. Pero no todos los funcionarios gubernamentales pueden soportar eternamente tamaña cobardía. Uno de ellos ha venido a verme. No puedo revelarte quién, desde luego… Así, que tengo documentos, Devoire. Oficiales, fidedignos, veraces.

Devoire se encogió de hombros.

—¿Sobre qué?

Giró con cierta ostentación el cronómetro del escritorio para que Altmayer viera la parte de reluciente metal donde resaltaban con intensidad las brillantes cifras rojas. Figuraban las veintidós horas y treinta y un minutos y, nada más girarlo, el uno se desvaneció y apareció en su lugar un dos resplandeciente.

Altmayer continuó hablando:

—Existe un planeta al que sus colonos pusieron el nombre de Chu Hsi. No poseía una gran población, tal vez dos millones. Hace quince años, los diáboli ocuparon los mundos cercanos y durante esos quince años ninguna nave humana aterrizó en el planeta. El año pasado lo hicieron los propios diáboli. Llevaron consigo enormes naves de carga, repletos de sulfato sódico y de cultivos bacterianos originarios de sus mundos.

—¿Qué…? No puedo creerlo.

—Inténtalo —ironizó Altmayer—. No es difícil. El sulfato de sodio se disuelve en los océanos de cualquier mundo. En un océano de sulfato, sus bacterias crecen, se multiplican y generan sulfuro de hidrógeno en tremendas cantidades que llenan los océanos y la atmósfera. Luego, pueden introducir sus plantas y sus animales y, con el tiempo, ir ellos mismos. Otro planeta resulta así habitable para los diáboli… e inhabitable para los humanos. Lleva tiempo, por supuesto, pero los diáboli disponen de mucho. Son un pueblo unido y…

—Oye —objetó Devoire, agitando la mano—, eso no se sostiene. Los diáboli tienen tantos mundos que no saben qué hacer con ellos.

—Para sus propósitos actuales, sí; pero son criaturas que tienen en cuenta el futuro. Su índice de natalidad es elevado y, a la larga, llenarán la galaxia. Y se sentirían mucho más cómodos si fueran la única inteligencia del universo.

—Pero eso es imposible por puras razones físicas. ¿Sabes cuántos millones de toneladas de sulfato de sodio se necesitarían para llenar los océanos y adaptarlos a sus requerimientos?

—Obviamente, el abastecimiento de un planeta entero.

—¿Y crees que despojarían uno de sus propios mundos para crear uno nuevo? ¿Qué ganarían con ello?

—Simon, Simon; hay millones de planetas en la galaxia que, por sus condiciones atmosféricas, por su temperatura o por su gravedad, serán siempre inhabitables para los humanos o para los diáboli. Muchos de ellos son muy ricos en azufre.

Devoire reflexionó.

—¿Y qué pasa con los seres humanos del planeta?

—¿Con los de Chu Hsi? Eutanasia; excepto para los que escaparon a tiempo. Sin dolor, supongo. Los diáboli no son innecesariamente crueles; sólo eficientes. —Altmayer esperó un poco. Devoire abría y cerraba una mano—. Publica la noticia —le dijo—. Difúndela por la red sub-etérea interestelar. Envía los documentos a los centros de recepción de los diversos mundos. Puedes hacerlo, y cuando lo hagas la conferencia galáctica se disgregará.

Devoire movió la silla y se puso de pie.

—¿Dónde están tus pruebas?

—¿Lo harás?

—Quiero ver las pruebas.

Altmayer sonrió.

—Ven conmigo.

Lo estaban esperando cuando regresó a la habitación amueblada donde vivía. Al principio no los vio. No se dio cuenta del pequeño vehículo que lo seguía con lentitud y a prudente distancia, pues caminaba con la cabeza gacha, calculando el tiempo que tardaría Devoire en comunicar la información a los confines del espacio, cuánto tardarían las emisoras receptoras de Vega, de Santanni y de Centauro en lanzar la noticia, cuánto tardaría en difundirse por toda la galaxia. Y así pasó, distraído, entre los dos policías de paisano que flanqueaban la entrada de la casa de huéspedes.

Sólo cuando abrió la puerta del cuarto se paró en seco y dio media vuelta para escapar, pero los policías de paisano estaban ya a sus espaldas. No intentó una fuga violenta, sino que entró en la habitación y se sentó, sintiéndose muy viejo. Sólo necesito distraerlos una hora y diez minutos, pensó febrilmente.

El hombre que aguardaba en la oscuridad tendió la mano hacia el interruptor de las luces de la pared. Con aquella suave iluminación, el rostro redondo y la calva mechada de canas aparecían asombrosamente nítidos.

—Conque el coordinador mismo me honra con su visita —murmuró Altmayer.

—Tú y yo somos viejos amigos, Dick —dijo Stock—. Nos encontramos de cuando en cuando. Altmayer no respondió.

—Tienes en tus manos ciertos papeles del Gobierno, Dick. —Si eso crees, Jeff, tendrás que encontrarlos. Stock se levantó con aire de fastidio.

—Sin heroísmos, Dick. Te diré qué contenían esos papeles. Eran informes detallados sobre el sulfatado del planeta de Chu Hsi. ¿Es cierto?

Altmayer se limitó a mirar su reloj.

—Si lo que pretendes es hacernos perder tiempo, echarnos el anzuelo como si fuéramos peces, sufrirás una desilusión —le advirtió Stock—. Sabemos dónde has estado, sabemos que Devoire tiene los papeles, sabemos qué piensa hacer con ellos.

Altmayer se puso tenso. Sus mejillas apergaminadas temblaron.

—¿Cuánto hace que lo sabes?

—Tanto como tú, Dick. Eres un hombre previsible. Por eso decidimos utilizarte. ¿Crees que el archivero hubiera ido a verte sin que nos enteráramos?

—No comprendo.

—El Gobierno de la Tierra, Dick, no desea la continuación de la conferencia galáctica. Sin embargo, no somos federalistas; sabemos cómo es la humanidad. ¿Qué crees que ocurriría si el resto de la galaxia descubriera que los diáboli transformaron un mundo de sal-oxígeno en un mundo de sulfato-sulfuro? No, no respondas. Eres Dick Altmayer y sin duda me dirás que en un fiero arrebato de indignación abandonarían la conferencia, se unirían en una amorosa confraternidad, se arrojarían contra los diáboli y los arrasarían.

Hizo una pausa, tan larga como si no pensara hablar más. Luego, continuó en un susurro:

—Pamplinas. Los otros mundos dirían que el Gobierno de la Tierra, con propósitos específicos, inició un fraude y falsificó documentos en un intento de boicotear la conferencia. Los diáboli lo negarían todo, y la mayoría de los mundos humanos hallarían conveniente creerse esa negativa. Se concentrarían en las iniquidades de la Tierra y olvidarían las de los diáboli. Así que, como ves, no podíamos respaldar una revelación como ésa.

Altmayer se sintió agotado, inútil.

—Entonces, detendrás a Devoire. Siempre estás muy seguro del fracaso, con antelación; siempre crees lo peor de tus congéneres…

—¡Espera! No he hablado de detener a Devoire; sólo dije que el Gobierno no podía respaldar semejante revelación, y no lo haremos. Pero se hará público igualmente, y luego os arrestaremos a Devoire y a ti y denunciaremos todo el asunto con tanta vehemencia como los diáboli. Entonces todo cambiará. El Gobierno de la Tierra se habrá disociado de esas afirmaciones. Los demás Gobiernos humanos pensarán que por motivos egoístas nos proponemos ocultar los actos de los diáboli, que quizá tenemos algún entendimiento con ellos. Le temerán a ese entendimiento y se unirán contra nosotros. Pero estar contra nosotros significará estar contra los diáboli. Insistirán en creer que la denuncia es cierta y que los documentos son reales; y la conferencia se disolverá.

—Eso supondrá una nueva guerra —indicó Altmayer, con desesperanza— y no contra el verdadero enemigo. Supondrá luchas entre los humanos y una mayor victoria para los diáboli cuando todo termine.

—No habrá guerra. Ningún Gobierno atacará a la Tierra estando los diáboli de nuestra parte. Los otros gobiernos se distanciarán de nosotros y darán a su propaganda un matiz antidiáboli. Posteriormente, en el caso de una guerra entre nosotros y los diáboli, al menos los demás permanecerán neutrales.

Parece muy viejo. Somos hombres viejos y moribundos, pensó Altmayer.

—¿Por qué crees que los diáboli respaldarán a la Tierra? —preguntó—. Puedes engañar al resto de la humanidad fingiendo que intentas ocultar datos concernientes al planeta de Chu Hsi, pero no engañarás a los diáboli. Ellos no creerán ni por un instante que la Tierra es sincera al afirmar que considera que los documentos son fraudulentos.

—Oh, claro que lo creerán. —Geoffrey Stock se levantó—. Verás, es que los documentos son realmente fraudulentos. Tal vez los diáboli tengan pensado sulfatar planetas en un futuro, pero, que nosotros sepamos, aún no lo han intentado.

El 21 de diciembre de 2800, Richard Sayama Altmayer entró en prisión por tercera y última vez. No hubo juicio ni sentencia definitiva y apenas hubo encarcelamiento en el sentido literal del término. Sus movimientos fueron restringidos, y sólo algunos funcionarios podían comunicarse con él; pero, por otra parte, se procuraba mantenerlo cómodo. Dado que no tenía acceso a las noticias, no se enteró de que en el segundo año de su tercer encarcelamiento estalló la guerra entre la Tierra y los diáboli cuando, en las inmediaciones de Sirio, un escuadrón terrícola atacó por sorpresa a varias naves de la flota alienígena.

En el año 2802, Geoffrey Stock visitó a Altmayer en la cárcel. El preso se levantó para saludarlo.

—Tienes buen aspecto, Dick —le dijo Stock.

Él, en cambio, no tenía muy buen aspecto. La tez se le había vuelto gris. Seguía llevando el uniforme de capitán, pero se le había encorvado un poco el cuerpo. Moriría pocos meses después y, en cierto modo, lo presentía. No le preocupaba demasiado. He vivido los años que debía vivir, pensaba a menudo.

A Altmayer, que parecía más viejo, le quedaban más de nueve años de vida por delante.

—Un placer inesperado, Jeff, pero esta vez no puedes venir a encarcelarme. Ya estoy en la cárcel.

—He venido a liberarte, si te parece bien.

—¿Con qué propósito, Jeff? Pues sin duda, tienes algún propósito, un astuto modo de utilizarme.

La sonrisa de Stock fue una mueca fugaz.

—Un modo de utilizarte, sí, pero esta vez lo aprobarás… Estamos en guerra.

—¿Con quién? —preguntó Altmayer, sobresaltado.

—Con los diáboli. Hace seis meses que estamos en guerra.

Altmayer juntó sus manos y entrelazó los dedos nerviosamente.

—No he oído hablar de ello.

—Lo sé. —El coordinador se apretó las manos a la espalda y se sorprendió vagamente al notar que temblaban—. Ha sido una larga travesía para ambos, Dick. Teníamos la misma meta, tú y yo… No, déjame hablar. Muchas veces quise explicarte mi punto de vista, pero jamás lo habrías comprendido. No eras hombre capaz de entender, a menos que te presentara los resultados… Yo tenía veinticinco años cuando visité uno de los mundos de los diáboli, Dick. Supe entonces que se trataba de ellos o nosotros.

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