Cuentos completos (95 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Pero en la vida real yo era tu mujer. En esta ocasión debías haberlo derramado sobre Georgette. ¿No resulta curioso? —Pero ella pensaba en el hecho de que Norman la persiguiera; sus manos sobre sus hombros…

Lo miró y dijo con cálida satisfacción:

—No estaba casada.

—No, ciertamente. Pero, ¿era con ese Dick Reinhardt con el que estabas saliendo?

—Sí.

—¿No estabas planeando casarte con él, Livvy?

—¿Celoso, Norman?

—¿De qué? —Norman parecía confuso—. ¿De una plancha de vidrio? Claro que no.

—No creo que me hubiera casado con él.

—¿Sabes? La escena terminó justo cuando menos lo deseaba yo. Había algo que estaba a punto de ocurrir, lo sé. —Se detuvo, y luego añadió lentamente—: Era mientras pensaba que hubiera preferido hacérselo a cualquier otro en la sala. ¿A Georgette incluso?

—Ni me hubiera molestado en pensar en ella entonces. Supongo que no me crees.

—Quizá sí. —Lo miró—. He sido una tonta, Norman. Vivamos… vivamos nuestra vida real. No juguemos con cuantas cosas que pudieron haber sido y no fueron.

Sin embargo, Norman insistió y cogiéndole las manos dijo:

—No, Livvy. Una última ocasión. Veamos lo que hubiéramos hecho en aquel momento, Livvy. Ese minuto decisivo… si yo hubiera estado casado con Georgette.

Livvy estaba un poco asustada.

—No, por favor, Norman. —Pensaba en los ojos de Norman, sonriéndole ampliamente mientras, al lado de una Georgette a la que no había dedicado una sola mirada, sostenía la fatídica coctelera. No quería saber lo que ocurrió después. No quería aquella vida potencial, sino ésta presente.

New Haven vino y pasó de largo.

—Quiero intentarlo, Livvy —insistió Norman. Como tú quieras, Norman —dijo ella. Se esforzó en asegurarse que no tenía importancia. Que nada tenía importancia. Cruzó las manos frente a su pecho y se apretó los brazos. Mientras hacía esto, pensó:

—Ninguna fantasía proyectada podrá separarlo de mí.

Norman se dirigió de nuevo al hombrecillo.

—Por favor…

Bajo la amarillenta luz del vagón el proceso pareció tomar más tiempo. La superficie del cristal fue aclarándose paulatinamente, como si un puñado de nubes fuera disperso por el soplo de algún tranquilo viento.

—Hay algo que no funciona —dijo Norman—. Somos nosotros, pero tal y como nos encontramos ahora.

Era cierto. Las dos figuras aparecían en un tren, sentadas en un departamento de asientos enfrentados. El campo de visión aumentaba ahora. La voz de Norman sonaba en la distancia y se desvanecía.

—Es el mismo tren —decía—. La ventana trasera está agrietada como…

Livvy era enormemente feliz. Dijo:

—Ojalá estemos en Nueva York.

—No será antes de una hora, querida —dijo Norman. Luego añadió—: Voy a besarte. —Hizo un movimiento como si fuera a hacerlo.

—¡Aquí no! Oh, Norman, la gente nos mira. Norman se echó atrás.

—Deberíamos haber tomado un taxi —dijo.

—¿De Boston a Nueva York?

—Claro. Allí no te hubieras negado. —Livvy se echó a reír.

—Te pones la mar de divertido cuando intentas actuar ardientemente.

—No es una actuación. —Su voz se tornó repentinamente sombría—. Ni tampoco una hora lo que nos queda. Siento como si hubiera estado esperando cinco años.

—Yo también.

—¿Por qué no pude encontrarte primero? ¡Cuánto tiempo perdido!

—Pobre Georgette —gimió Livvy.

—No lo sientas por ella, Livvy —dijo Norman con impaciencia—. Nunca tuvimos éxito en nuestro matrimonio. Estará contenta de verse libre de mí.

—Sabía eso. Por eso dije «Pobre Georgette». Estoy apenada por ella por no haber sido capaz de apreciar lo que tenía.

—Bueno, aprécialo ahora que lo tienes tú —dijo él—. Aprécialo, ya que sabes darte cuenta tan inmensa e infinitamente… o, más que eso, aprécialo al menos la mitad de lo que yo aprecio lo que he conseguido.

—¿Te divorciarás también de mí, si no?

—Antes pasarás por encima de mi cadáver —dijo Norman.

—Es todo tan extraño… —dijo Livvy—. A menudo pienso: ¿Qué hubiera ocurrido si no hubieras derramado sobre mí aquella coctelera? No hubieras venido tras de mí; no me hubieras dicho lo que me dijiste; yo no hubiera sabido jamás lo que supe. Hubiera sido tan diferente… todo.

—Absurdo. Habría sido exactamente lo mismo. Hubiera ocurrido en cualquier otra ocasión.

—Me gustaría saberlo —dijo Livvy suavemente.

Las luces de la ciudad estallaron en el exterior y la atmósfera de Nueva York los envolvió. El pasillo del vagón se lleno de viajeros preparados para descender con sus equipajes.

Livvy se sintió como una isla en el tumulto hasta que Norman la cogió del brazo.

—Las piezas del rompecabezas encajan, después de todo —dijo mirándolo.

—Naturalmente —dijo él.

Puso una mano sobre la de Norman.

—Estaba equivocada. Yo pensaba que puesto que nos teníamos el uno al otro, también poseíamos todos los posibles del uno y del otro. Pero no todas las posibilidades nos afectan. Con lo real tenemos suficiente. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Norman afirmó con la cabeza.

—Hay millones de alternativas. No quiero saber qué ocurriría con cualquiera de ellas. Nunca más diré «¿qué hubiera pasado si…?» nuevamente.

—Tranquilízate, querida —dijo Norman—. Toma tu abrigo. —Lo buscó en su valija.

—¿Dónde está el señor Alternativa? —preguntó Livvy de súbito.

Norman se volvió lentamente y contempló el asiento vacío frente a ellos. Juntos se pusieron a mirar el resto del vagón que la gente apiñada les permitía observar.

—Quizá —dijo Norman— se haya ido a otro vagón.

—¿Por qué? Además, no se hubiera olvidado su sombrero. —Y fue a recogerlo.

—¿Qué sombrero? —dijo Norman.

Livvy se detuvo y sus dedos se cerraron en torno al vacío.

—Estaba ahí… Estaba casi tocándolo y… —Lo miró sorprendida y añadió—: Oh, Norman, ¿qué hubiera pasado si…?

Norman puso un dedo sobre los labios de Livvy.

—Querida… —dijo.

—Lo siento. Bueno, ayúdame con el equipaje.

El tren penetró en el túnel bajo Park Avenue y el ruido de las ruedas se convirtió en un estrepitoso fragor.

Sally (1953)

“Sally”

Sally bajaba por la carretera que conducía al lago, de modo que le hice una seña con la mano y la llamé por su nombre. Siempre me ha gustado ver a Sally. Me gustan todos, entiendan, pero Sally es la más hermosa del lote. Indiscutiblemente.

Aceleró un poco cuando le hice la seña con la mano. Nada excesivo. Nunca perdía su dignidad. Tan sólo aceleraba lo suficiente como para indicarme que se alegraba de verme, nada más.

Me volví hacia el hombre que estaba de pie a mi lado.

—Es Sally —dije.

Me sonrió y asintió con la cabeza.

Lo había traído la señora Hester. Me había dicho:

—Se trata del señor Gellhorn, Jake. Recordarás que te envió una carta pidiéndote una cita.

Puro formulismo, realmente. Tengo un millón de cosas que hacer con la Granja, y una de las cosas en las que no puedo perder el tiempo es precisamente el correo. Por eso tengo a la señora Hester. Vive muy cerca, es buena atendiendo a todas las tonterías sin molestarme con ellas, y lo más importante de todo, le gustan Sally y todos los demás. Hay gente a la que no.

—Encantado de conocerle, señor Gellhorn —dije.

—Raymond J. Gellhorn —dijo, y me tendió la mano; se la estreché y se la devolví.

Era un tipo más bien corpulento, media cabeza más alto que yo y casi lo mismo de ancho. Tendría la mitad de mi edad, unos treinta y algo. Su pelo era negro, pegado a la cabeza, con la raya en el centro, y exhibía un fino bigotito muy bien recortado. Sus mandíbulas se engrosaban debajo de sus orejas y le daban un aspecto como si siempre estuviera mascullando… En vídeo daba el tipo ideal para representar el papel de villano, de modo que supuse que era un tipo agradable. Lo cual demuestra que el vídeo no siempre se equivoca.

—Soy Jacob Folkers —dije—. ¿Qué puedo hacer por usted?

Sonrió. Era una sonrisa grande y amplia, llena de blancos dientes.

—Puede hablarme un poco de su Granja, si no le importa.

Oí a Sally llegar detrás de mí y tendí la mano. Ella se deslizó hasta establecer contacto, y sentí el duro y lustroso esmalte de su guardabarros cálido en mi palma.

—Un hermoso automatóvil —dijo Gellhorn.

Es una forma de decirlo. Sally era un convertible del 2045 con un motor positrónico Hennis-Carleton y un chasis Armat. Poseía las líneas más suaves y elegantes que haya visto nunca en ningún modelo, sea el que sea. Durante cinco años ha sido mi favorita, y la he dotado de todo lo que he podido llegar a soñar. Durante todo ese tiempo, nunca ha habido ningún ser humano sentado tras su volante.

Ni una sola vez.

—Sally —dije, palmeándola suavemente—, te presento al señor Gellhorn.

El rumor de los cilindros de Sally ascendió ligeramente. Escuché con atención en busca de algún golpeteo. últimamente había oído golpetear los motores de casi todos los coches, y cambiar de combustible no había servido de nada. El sonido de Sally era tan suave y uniforme como su pintura.

—¿Tiene nombres para todos sus vehículos? —preguntó Gellhorn.

Sonaba divertido, y a la señora Hester no le gusta la gente que parece burlarse de la Granja. Dijo secamente:

—Por supuesto. Los coches tienen auténticas personalidades, ¿no es así, Jake? Los sedanes son todos masculinos, y los convertibles femeninos.

Gellhorn seguía sonriendo.

—¿Y los mantienen ustedes en garajes separados, señora?

La señora Hester le lanzó una llameante mirada.

—Me pregunto si podría hablar con usted a solas, señor Folkers —dijo Gellhorn, volviéndose hacia mí.

—Eso depende —dije—. ¿Es usted periodista?

—No, señor. Soy agente de ventas. Cualquier conversación que sostengamos aquí no será publicada, se lo aseguro. Estoy interesado en una absoluta intimidad.

—Entonces sigamos un poco carretera abajo. Hay un banco que nos servirá.

Echamos a andar. La señora Hester se alejó. Sally se pegó a nuestros talones.

—¿Le importa que Sally venga con nosotros? —pregunté.

—En absoluto. Ella no puede repetir nada de lo que hablemos, ¿verdad? —Se echó a reír ante su propio chiste, tendió una mano y acarició la parrilla de Sally.

Sally embaló su motor y Gellhorn retiró rápidamente la mano.

—No está acostumbrada a los desconocidos —expliqué.

Nos sentamos en el banco debajo del enorme roble, desde donde podíamos ver a través del pequeño lago la carretera privada. Era el momento más caluroso del día, y un buen número de coches habían salido, al menos una treintena de ellos. Incluso a aquella distancia podía ver que Jeremiah se estaba dedicando a su juego favorito de situarse detrás de un modelo algo más antiguo, luego acelerar bruscamente y adelantarlo con gran ruido, para recuperar luego su velocidad normal con un deliberado chirrido de frenos. Dos semanas antes había conseguido sacar al viejo Angus de la carretera con este truco, y había tenido que castigarlo desconectando su motor durante dos días.

Lo cual me temo que no sirvió nada, puesto que al parecer su caso es irremediable. Jeremiah es un modelo deportivo, y los de su clase tienen la sangre caliente.

—Bien, señor Gellhorn —dije—. ¿Puede decirme para qué desea usted la información?

Pero él estaba simplemente mirando a su alrededor. Dijo:

—Éste es un lugar sorprendente, señor Folkers.

—Preferiría que me llamara Jake. Todo el mundo lo hace.

—De acuerdo, Jake. ¿Cuántos coches tiene usted aquí?

—Cincuenta y uno. Recogemos uno o dos cada año. Hubo un año que recogimos cinco. Todavía no hemos perdido ninguno. Todos funcionan perfectamente. Incluso tenemos un modelo Mat-O-Mot del 2015 en perfecto estado de marcha. Uno de los primeros automáticos. Fue el primero que acogimos aquí. El buen viejo Matthew. Ahora se pasaba casi todo el tiempo en el garaje, pero era el abuelo de todos los coches con motor positrónico. Eran los días en los que tan sólo los veteranos de guerra ciegos, los parapléjicos y los jefes de estado conducían vehículos automáticos. Pero Samson Harridge era mi jefe y era lo bastante rico como para permitirse uno. Yo era su chofer por aquel entonces.

Aquel pensamiento me hizo sentirme viejo. Puedo recordar los tiempos en los que no había en el mundo ningún automóvil con cerebro suficiente como para encontrar su camino de vuelta a casa. Yo conducía máquinas inertes que necesitaban constantemente el contacto de unas manos humanas sobre sus controles. Máquinas que cada año mataban a centenares de miles de personas.

Los automatismos arreglaron eso. Un cerebro positrónico puede reaccionar mucho más rápido que uno humano, por supuesto, y a la gente le salía rentable mantener las manos fuera de los controles. Todo lo que tenías que hacer era entrar, teclear tu destino y dejar que el coche te llevara.

Hoy en día damos esto por sentado, pero recuerdo cuando fueron dictadas las primeras leyes obligando a los viejos coches a mantenerse fuera de las carreteras principales y limitando éstas a los automáticos. Señor, vaya lío. Se alzaron voces hablando de comunismo y de fascismo, pero las carreteras principales se vaciaron y eso detuvo las muertes, y cada vez más gente empezó a utilizar con mayor facilidad la nueva ruta.

Por supuesto, los coches automáticos eran de diez a cien veces más caros que los de conducción manual, y no había mucha gente que pudiera permitirse un vehículo particular de esas características. La industria se especializó en la construcción de omnibuses automáticos. En cualquier momento podías llamar a una compañía y conseguir que uno de esos vehículos se detuviera ante tu puerta en cuestión de unos pocos minutos y te llevara al lugar donde deseabas ir. Normalmente tenías que ir junto con otras personas que llevaban tu mismo camino, pero ¿qué había de malo en ello?

Samson Harridge tenía su coche privado, sin embargo, y yo fui el encargado de ir a buscarlo apenas llegó. El coche no se llamaba Matthew por aquel entonces, ni yo sabía que un día iba a convertirse en el decano de la Granja. Solamente sabía que iba a hacerse cargo de mi trabajo, y lo odié por ello.

—¿Ya no me necesitará usted más, señor Harridge? —pregunté.

—¿Qué tonterías estás diciendo, Jake? —dijo él—. Supongo que no creerás que voy a confiar en un artefacto como ése. Tú seguirás a los controles.

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