Cuentos completos (91 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—En lo concerniente a los territorios de la Tierra, señor secretario, se ha ofrecido una limitación.

—Pero sin duda entienden que es insatisfactoria. Los límites entre la Tierra y sus territorios no están en contacto. Hasta ahora, ustedes no han hecho sino afirmar esta realidad. Aunque necesaria, una mera declaración no es suficiente.

—No comprendemos del todo. ¿Pretende que discutamos los límites existentes entre nosotros y los reinos humanos independientes, como, por ejemplo, Vega?

—Exactamente. Sí.

—No es posible. Sin duda se da usted cuenta de que cualquier relación entre nosotros y el reino soberano de Vega no es de la incumbencia de la Tierra. Sólo se puede discutir con Vega.

—O sea que entrarán en cien negociaciones con los cien mundos gobernados por humanos.

—Es necesario. De todos modos, cabe señalar que esta necesidad no la imponemos nosotros, sino la índole de la propia organización de los humanos.

—Pues eso reduce drásticamente los alcances de nuestra negociación. El secretario parecía distraído. No escuchaba a los diáboli que tenía enfrente, sino, más bien, algo lejano.

Y de pronto se oyó un débil alboroto fuera de la Secretaría. La algarabía de voces distantes, el vigoroso crepitar de pistolas energéticas, enmudecido por la distancia, y el presuroso chasquido de los brincadores policiales.

Los diáboli no dieron señales de haber oído nada, lo cual no era una muestra más de cortesía; aunque poseían una capacidad, para recibir ondas sonoras supersónicas, mucho más sensibles y agudas que cualquier producto del ingenio humano, su recepción de las ondas sonoras comunes resultaba limitada.

—Solicitamos autorización para manifestar nuestra sorpresa —continuó la conversación el diábolus—. Suponíamos que todo esto ya lo conocían ustedes.

Un hombre con uniforme de policía apareció en la puerta. El secretario se volvió hacia él; el policía hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y se marchó.

El secretario habló con repentina vivacidad:

—Perfecto. Sólo deseaba cerciorarme de que así era. Confío en que estén dispuestos a reanudar las negociaciones mañana.

—Por supuesto.

Uno a uno, lentamente, con una dignidad propia de los herederos del universo, los diáboli fueron saliendo de la estancia.

—Me alegra que se negaran a comer con nosotros —comentó un terrícola.

—Sabía que no aceptarían —dijo pensativamente el secretario—. Son vegetarianos. Se descomponen ante la sola idea de comer carne. Les he visto comer, que es algo que no han visto muchos humanos. Se parecen a nuestros bovinos en ese aspecto. Engullen los alimentos y, luego, permanecen solemnemente de pie, en círculos y mascando los bolos, en una gran comunidad de pensamiento. Tal vez se intercomunican mediante algún método que desconocemos. Su enorme mandíbula inferior gira en sentido horizontal, en un proceso lento y triturador…

El policía reapareció en la puerta. El secretario le preguntó:

—¿Los tenéis a todos?

—Sí, señor.

—¿Tenéis a Altmayer?

—Sí, señor.

—Bien.

La muchedumbre se había vuelto a reunir cuando los cinco diáboli salieron de la Secretaría. El horario era estricto. A las tres de la tarde de cada día abandonaban la suite y pasaban cinco minutos caminando hacia la Secretaría. A las cuatro menos veinticinco salían de allí para regresar a la suite, mientras la policía despejaba el camino. Recorrían impasibles, casi como autómatas, la ancha avenida.

A medio camino se oyeron gritos. La mayor parte de los presentes no entendió las palabras, pero se oyó el sonido de una pistola energética y la fluorescencia azulada hendió el aire. Los policías se pusieron en movimiento, desenfundaron sus pistolas, saltaron un par de metros en sus brincadores, aterrizaron entre grupos de personas, sin tocar a nadie, y saltaron de nuevo al instante. La gente se dispersó y sus voces se sumaron a la algarabía general.

Entre tanto, los diáboli, por sus defectos auditivos o por exceso de dignidad, continuaron la marcha mecánicamente.

Al otro lado de la muchedumbre, casi en el extremo opuesto del alboroto, Richard Sayama Altmayer se acariciaba la nariz con satisfacción. La estricta cronología de los diáboli había permitido un plan relámpago. El primer disturbio pretendió únicamente distraer la atención de la policía. Era el momento…

Disparó una inofensiva cápsula sonora al aire.

Al instante, desde cuatro puntos distintos, balas de verdad rasgaron el aire. Los francotiradores disparaban desde los tejados de los edificios alineados a lo largo del camino.

Los diáboli, destrozados por las balas, temblaban y estallaban a medida que las cápsulas detonaban en su interior. Uno a uno se desplomaron.

Y de pronto unos policías aparecieron junto a Altmayer. Los miró sorprendido y manifestó afablemente (pues en veinte años había perdido la furia y aprendió a mostrarse amable):

—Os movéis con rapidez, pero aun así llegáis demasiado tarde.

Señaló a los diáboli destrozados.

La muchedumbre era presa del pánico. Nuevos escuadrones de policía, llegados en tiempo récord, la encauzaban hacia lugares donde no pudieran sufrir daño.

El policía que sujetaba a Altmayer le arrebató la pistola sonora y lo cacheó. Era un capitán. Le dijo en tono conminatorio:

—Creo que cometió un error, señor Altmayer. Notará que no ha derramado sangre.

Y también señaló a los diáboli que yacían inmóviles.

Altmayer se volvió desconcertado. Las criaturas estaban tumbadas; algunas destrozadas, con la piel desgarrada en jirones y el cuerpo deformado y arqueado. Pero el capitán de policía decía la verdad: no había sangre ni carne. Altmayer movió los labios pálidos, sin decir palabra.

El capitán de policía interpretó correctamente aquel movimiento de labios.

—Está usted en lo cierto. Son robots.

Y por las grandes puertas de la Secretaría de Defensa salieron los verdaderos diáboli. Policías con porras despejaron el camino, pero siguiendo otra ruta, para que no tuvieran que pasar por delante de los destrozados remedos de plástico y aluminio que durante tres minutos actuaron como criaturas vivientes.

—Le pido que me acompañe sin resistirse, señor Altmayer —dijo el policía—. El secretario de Defensa desea verle.

—Muy bien, señor —contestó.

Empezaba a invadirlo un impresionante sentimiento de frustración.

En el despacho del secretario, Geoffrey Stock y Richard Altmayer se enfrentaron por primera vez en un cuarto de siglo. Era un despacho austero: un escritorio, una butaca y dos sillas; todo en un tono marrón apagado y las sillas revestidas de espumilla, también marrón y mullida, pero no lujosa. Sobre el escritorio había un micro-proyector y una pequeña vitrina, en la que cabían varias docenas de bobinas ópticas, y enfrente una vista tridimensional de la vieja Intrépida, la primera nave que comandó el secretario.

—Es ridículo encontrarse así al cabo de tantos años —dijo Stock—. Lo lamento.

—¿Qué lamentas, Jeff? —Altmayer forzó una sonrisa—. Yo no lamento nada, salvo que me hayas engañado con esos robots.

—No fue difícil engañarte, y era una excelente oportunidad para desbaratar tu partido. Sin duda quedará en descrédito después de esto. El pacifista trata de provocar la guerra, el apóstol de la dulzura intenta asesinar.

—La guerra contra el verdadero enemigo —replicó Altmayer con tristeza—. Pero tienes razón. Me vi forzado a actuar así por desesperación. ¿Cómo te enteraste de mis planes?

—Sigues sobreestimando a la humanidad, Dick. En cualquier conspiración, los puntos más débiles los conforman las personas que la componen. Tenías veinticinco cómplices; ¿no se te ocurrió que por lo menos uno podía ser un soplón o incluso un empleado mío?

Los altos pómulos de Altmayer enrojecieron.

—¿Cuál de ellos? —preguntó.

—Lo siento. Podríamos necesitarlo de nuevo.

Altmayer se reclinó fatigosamente en la silla.

—¿Qué has ganado?

—¿Qué has ganado tú? Eres tan poco práctico ahora como el último día en que te vi, el día que decidiste ir a la cárcel en vez de presentarte para el servicio. No has cambiado.

Altmayer sacudió la cabeza.

—La verdad no cambia.

—Si es la verdad, ¿por qué fracasa siempre? —le espetó Stock—. Tu estancia en la cárcel no sirvió de nada. La guerra continuó. No se salvó una sola vida. A partir de entonces fundaste un partido político, y todas las causas que respaldaste fracasaron. Tu conspiración ha fracasado. Tienes casi cincuenta años, Dick, ¿y qué has logrado? Nada.

—Y tú fuiste a la guerra, obtuviste el mando de una nave y luego un puesto en el Gabinete. Dicen que serás el próximo coordinador. Has logrado muchísimo. Pero el éxito y el fracaso no existen por sí solos. ¿Éxito en qué? Éxito en conseguir la ruina de la humanidad. ¿Fracaso en qué? ¿En salvarla? No quisiera estar en tu lugar. Recuerda esto, Jeff: en una buena causa no hay fracasos, sólo éxitos postergados.

—¿Aunque te ejecuten por lo que has hecho hoy?

—Aunque me ejecuten. Alguien me sucederá, y su éxito será el mío.

—¿En qué consiste ese éxito? ¿De veras puedes imaginar una unión de los mundos, una Federación Galáctica? ¿Quieres que Santanni administre nuestros asuntos? ¿Quieres que alguien de Vega te diga qué tienes que hacer? ¿Quieres que la Tierra decida su propio destino, o estar a merced de cualquier posible combinación de potencias?

—No estaríamos a su merced más de lo que ellos lo estarían a la nuestra.

—Excepto que nosotros somos más ricos. Nos saquearían en nombre de los deprimidos mundos del sector de Sirio.

—Y pagaríamos ese saqueo con lo que ahorraríamos en guerras, que ya no estallarían.

—¿Tienes respuestas para todas las preguntas, Dick?

—En veinte años nos han planteado todas las preguntas, Jeff.

—Entonces, responde a ésta. ¿Cómo impondrías esta unión a una humanidad reacia a ella?

—Por eso quería matar a los diáboli. —Por primera vez, Altmayer demostró emoción—. Eso significaría la guerra con ellos, pero toda la humanidad se uniría contra el enemigo común. Nuestras diferencias políticas e ideológicas perderían relevancia.

—¿De veras lo crees? ¿Aunque los diáboli jamás nos hayan causado daño? Ellos no pueden vivir en nuestros mundos; deben permanecer en sus mundos, con atmósfera de sulfuro y océanos que son soluciones de sulfato de sodio.

—La humanidad sabe que no es así, Jeff. Se están esparciendo de mundo en mundo como una explosión atómica. Obstruyen el viaje espacial a zonas donde hay mundos de oxígeno desocupados, los mundos que nosotros podríamos usar. Planifican con vistas al futuro, creando espacio para un sinfín de generaciones de diáboli, mientras que nosotros nos quedamos confinados a un rincón de la galaxia y nos desangramos en nuestras guerras. Dentro de mil años seremos sus esclavos, y dentro de diez mil estaremos extinguidos. Pues claro que sí, son el enemigo común. La humanidad lo sabe. Tal vez lo descubras antes de lo que crees.

—Los miembros de tu partido hablan mucho de la antigua Grecia de la era preatómica. Nos dicen que los griegos eran un pueblo maravilloso, la cultura más avanzada de su tiempo y tal vez de todos los tiempos. Ellos imprimieron a la humanidad un curso que nunca ha abandonado del todo. Sólo cometieron un error: no fueron capaces de unirse. Acabaron siendo conquistados y con el tiempo se extinguieron. Y nosotros seguimos sus pasos, ¿verdad?

—Te has aprendido bien la lección, Jeff.

—¿Y tú, Dick?

—¿A qué te refieres?

—¿Acaso los griegos no tenían un enemigo común contra el que unirse? —Altmayer guardó silencio. Stock prosiguió—: Los griegos lucharon contra Persia, su gran enemigo común. ¿No es verdad que una buena parte de los Estados griegos se pusieron del lado de Persia?

—Sí. Porque pensaban que la victoria persa era inevitable y querían estar con los ganadores.

—Los seres humanos no han cambiado, Dick. ¿Por qué crees que los diáboli están aquí? ¿Qué estamos negociando?

—Yo no soy miembro del Gobierno.

—¡Tú no, pero yo sí! La Liga de Vega se ha aliado con los diáboli.

—No te creo. No puede ser.

—Puede ser y es. Los diáboli han acordado suministrarles quinientas naves cada vez que estén en guerra con la Tierra. A cambio, Vega renuncia a cualquier reclamación sobre el grupo de estrellas de Nigel. Si hubieras liquidado a los diáboli habrías desatado una guerra, pero con media humanidad peleando del lado de tu presunto enemigo común. Estamos tratando de impedir algo semejante.

—Estoy preparado para que me juzguen —murmuró Altmayer—. ¿O me ejecutarán sin celebrar ningún juicio?

—Sigues siendo un tonto. Si te ejecutamos, Dick, te convertirás en un mártir. Si te mantenemos con vida y sólo ejecutamos a tus subordinados, serás sospechoso de haberlos delatado. Resultarás inofensivo en el futuro, por presunto traidor.

Y así, el 5 de septiembre de 2788, a Richard Sayama Altmayer, tras un brevísimo juicio secreto, lo sentenciaron a cinco años de prisión. Cumplió toda la sentencia. El año en que Altmayer salió de la cárcel, Geoffrey Stock fue elegido coordinador de la Tierra.

21 de diciembre de 2800

Simon Devoire no las tenía todas consigo. Era un hombre menudo, de cabello rubio rojizo y rostro pecoso y rubicundo.

—Lamento haber venido a verte, Altmayer. A ti no te servirá de nada y para mí será perjudicial.

—Soy un anciano —dijo Altmayer—. No podría hacerte daño.

Y, en efecto, era un anciano. El final del siglo lo sorprendía con más de sesenta años de edad, pero parecía más viejo, tanto por dentro como por fuera. La ropa le quedaba grande, como si él se estuviera encogiendo. Sólo la nariz no había envejecido; seguía siendo esa nariz fina, aristocrática y puntiaguda de Altmayer.

—No es a ti a quien temo —replicó Devoire.

—¿Por qué no? Tal vez crees que traicioné a mis hombres en el 88.

—No, claro que no. Nadie con sentido común creería semejante cosa. Pero los tiempos de los federalistas han llegado a su fin, Altmayer.

Procuró sonreír. Sentía hambre, pues ese día no había comido, por falta de tiempo. ¿De modo que los tiempos de los federalistas habían llegado a su fin? Tal vez otros lo creyeran así. El movimiento murió en medio de una oleada de burlas. Una conspiración frustrada, una «causa perdida», resulta a menudo romántica, se la recuerda con simpatía durante generaciones, siempre que la pérdida sea digna al menos; pero disparar contra criaturas supuestamente vivas y descubrir que son robots, ser vencido con rapidez y astucia, ser ridiculizado…, eso es fatal. Es más fatal que la traición, el error y el pecado. No mucha gente se creyó que Altmayer hubiera comprado su vida traicionando a sus cómplices, pero la carcajada general fue igual de eficaz para acabar con el federalismo.

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