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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (184 page)

BOOK: Cuentos completos
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—¿Cómo puedo estar tan segura…? No sé, llámela intuición femenina.

El mayor patrimonio (1972)

“The Greatest Asset”

La Tierra era un gran parque domesticado.

Lou Tansonia la veía en expansión mientras observaba con el ceño fruncido desde el transbordador lunar. Su nariz prominente le dividía el rostro enjuto en dos delgadas mitades y ambas parecían siempre tristes, pero esa vez constituían un fiel reflejo de su estado de ánimo.

Nunca había estado fuera tanto tiempo —casi un mes— y preveía un ingrato periodo de aclimatación bajo el tirón inclemente de la potente gravedad de la Tierra.

Pero eso vendría después. No era la causa de la tristeza que sentía al contemplar cómo la Tierra aumentaba de tamaño.

Mientras el planeta era un círculo con espirales blancas que relucían al Sol, aún poseía su belleza prístina. Cuando los retazos de marrón y verde asomaron entre las nubes, seguía pareciendo el planeta que había sido durante trescientos millones de años, desde que la vida emergió del mar para propagarse por la tierra seca y cubrir los valles de verdor.

Pero a menor altura, a medida que descendía la nave, la docilidad era evidente.

No había tierras agrestes. Lou nunca había visto parajes agrestes en la Tierra, sólo los conocía por haber leído sobre ellos o haberlos visto en viejas películas.

Los bosques formaban hileras ordenadas, con cada árbol clasificado por su especie y posición. Los cereales crecían en parcelas en sistemática rotación, fertilizados y desbrozados de forma intermitente y automática. Los pocos animales domésticos que aún existían estaban numerados, y Lou tenía la amarga sospecha de que lo mismo sucedía con las hojas de hierba.

Los animales eran tan raros que constituían una atracción. Hasta los insectos habían desaparecido, y ningún animal grande podía verse fuera de los parques zoológicos.

Incluso los gatos escaseaban, pues era mucho más patriótico tener un hámster, si uno necesitaba una mascota.

¡Precisemos! Sólo la población animal y no humana de la Tierra había disminuido. El conjunto de la población animal era tan grande como siempre, pero la mayor parte, unas tres cuartas partes del total, pertenecía a una sola especie: Homo sapiens. Y, a pesar de todos los esfuerzos del Departamento Terrícola de Ecología, esa fracción aumentaba lentamente año tras año.

Lou pensó en ello, como de costumbre, con una agobiante sensación de pérdida. La presencia humana no era sofocante. No se veían indicios de ella desde las órbitas finales del transbordador, y Lou no vería indicios de ella ni siquiera cuando descendiese mucho más.

Las proliferantes ciudades de los caóticos días preplanetarios habían desaparecido. Las viejas carreteras se avistaban desde el aire por la impronta que aún dejaban en la vegetación, pero resultaban invisibles desde cerca. Rara vez se veían hombres trabajando en la superficie, pero estaban allí, bajo tierra. Miles de millones de seres humanos, con sus fábricas, sus plantas de procesamiento de alimentos, sus plantas energéticas, sus túneles de vacío.

Ese mundo domesticado se alimentaba de energía solar y estaba libre de conflictos, y a Lou le resultaba detestable.

Pero por el momento casi podía olvidarlo, pues al cabo de meses de fracaso vería en persona a Adrastus. Para ello había tenido que mover todas sus influencias.

Ino Adrastus era secretario general de Ecología. No se trataba de un puesto electivo ni muy conocido. Era simplemente el puesto más importante de la Tierra, pues lo controlaba todo.

jan Marley dijo exactamente esas palabras, con un aire desmañado y somnoliento que hacía pensar que habría estado gordo sí la dieta humana no estuviese tan controlada como para impedir la obesidad.

—Por supuesto, éste es el puesto más importante de la Tierra y nadie parece enterarse. Quiero escribirlo.

Adrastus se encogió de hombros. Su figura corpulenta, con su mechón de pelo entrecano y sus descoloridos ojos azules y rodeados de arrugas, desempeñaba un papel discreto en la escena administrativa desde hacía una generación. Era secretario general de Ecología desde que los consejos ecológicos regionales se habían fusionado en el Departamento Terrícola. Quienes lo conocían no concebían la ecología sin él.

—Lo cierto es no tomo decisiones —dijo—. Las directivas que firmo no me pertenecen. Las firmo porque sería psicológicamente perturbador que las firmaran los ordenadores. Pero sólo los ordenadores pueden realizar esa tarea. Este departamento ingiere una increíble cantidad de datos al día, datos que llegan desde todos los rincones del globo y que no sólo se refieren a nacimientos, muertes, cambios demográficos, producción y consumo entre los seres humanos, sino, sobre todo, a los cambios tangibles en la población vegetal y animal, por no mencionar la medición de los principales segmentos del medio ambiente: aire, mar y suelo. La información es desmenuzada, absorbida y asimilada en bancos de memoria de tremenda complejidad, y esa memoria nos da las respuestas a nuestras preguntas.

—¿Respuestas a todas las preguntas? —preguntó Marley, con expresión pícara.

Adrastus sonrió.

—Aprendemos a no molestarnos en hacer preguntas que no tienen respuesta.

—Y el resultado es el equilibrio ecológico.

—En efecto, pero un equilibrio ecológico especial. A lo largo de la historia del planeta, el equilibrio se ha mantenido siempre, pero invariablemente a costa de una catástrofe. Después de un desequilibrio transitorio, el equilibrio se restaura mediante hambrunas, epidemias o drásticos cambios climáticos. Ahora lo mantenemos sin catástrofes por medio de cambios y modificaciones diarias, sin permitir nunca que el desequilibrio se acumule peligrosamente.

—Eso dijo usted una vez: «El mayor patrimonio del género humano es la ecología equilibrada.»

—Eso dicen que he dicho.

—Está en esa pared, a sus espaldas.

—Sólo las primeras palabras —replicó secamente Adrastus.

La inscripción parpadeaba en una larga placa de plástico brillante: «El mayor patrimonio del género humano…»

—No es preciso completar la frase.

—¿Qué más puedo decirle?

—¿Puedo pasar un tiempo con usted para ver cómo trabaja?

—Sólo vería a un escribiente glorificado.

—No lo creo. ¿Hay alguna cita a la que yo pueda asistir?

—Hoy tengo una. Un joven llamado Tansonia. Uno de nuestros hombres de la Luna. Puede usted asistir.

—¿Hombres de la Luna? ¿Se refiere…?

—Sí, de los laboratorios lunares. Gracias a Dios, tenemos la Luna. De lo contrario, realizarían todos esos experimentos en la Tierra, y ya nos cuesta bastante equilibrar la ecología.

—¿Se refiere a los experimentos nucleares y a la contaminación radiactiva?

—Me refiero a muchas cosas.

Lou Tansonia combinaba un mal disimulado entusiasmo con una mal disimulada aprensión.

—Me alegra tener esta oportunidad de verle, señor secretario —dijo entrecortadamente, resollando a causa de la gravedad de la Tierra.

—Lamento que no haya podido ser antes —contestó afablemente Adrastus—. Tengo excelentes informes sobre su labor. Este caballero es jan Marley, escritor científico, y es hombre de confianza.

Lou miró de soslayo al escritor, le saludó con un movimiento de cabeza y se volvió hacia Adrastus.

—Señor secretario…

—Siéntese —dijo Adrastus.

Lou se sentó con la torpeza que cabía esperar en alguien que se estaba aclimatando a la Tierra, pero dando la sensación de que no quería perder un solo instante, ni siquiera en sentarse.

—Señor secretario, apelo a usted personalmente en relación con mi solicitud de proyecto núme…

—Lo conozco.

—¿Lo ha leído?

—No, pero los ordenadores sí. Lo han rechazado.

—¡Sí! Pero yo recurro a usted, no a los ordenadores.

Adrastus sonrió y sacudió la cabeza.

—Es una reclamación difícil. No tendría el coraje suficiente para anular una decisión del ordenador.

—Pero debe hacerlo —protestó el joven, con vehemencia—. Mi especialidad es la ingeniería genética.

—Sí, lo sé.

—Y la ingeniería genética —agregó Lou, pasando por alto la interrupción— es la sierva de la medicina, pero no debería serlo. No del todo, al menos.

—Es raro que piense así. Usted es médico y ha realizado importantes trabajos en genética médica. Me han dicho que dentro de dos años su labor puede conducir a la eliminación total de la diabetes mellitus.

—Sí, pero no me importa. No quiero continuar con eso; que lo haga otro. Curar la diabetes es apenas un detalle que sólo reducirá la tasa de mortalidad y alentará más el crecimiento demográfico. No me interesa lograr eso.

—¿No valora la vida humana?

—No infinitamente. Hay demasiadas personas en la Tierra.

—Sé que algunos piensan así.

—Usted es uno de ellos, señor secretario. Usted ha escrito artículos expresando esa opinión. Y para cualquier hombre que piense, para usted más que para ningún otro, las consecuencias son evidentes. El exceso de población significa incomodidad, y para reducir la incomodidad hay que eliminar la intimidad. Si apiñamos muchas personas en un campo, sólo podrán sentarse haciéndolo todas al mismo tiempo. Si tenemos una muchedumbre, sólo puede desplazarse rápidamente marchando en formación. En eso se están transformando los hombres, en una muchedumbre que marcha a ciegas sin saber adónde ni por qué.

—¿Cuánto tiempo ha estado ensayando este discurso, señor Tansonia?

Lou se sonrojó.

—Y las demás formas de vida están disminuyendo, tanto en especies como en individuos, excepto las plantas que comemos. La ecología se vuelve más simple cada año.

—Se mantiene equilibrada.

—Pero pierde color y variedad, y ni siquiera sabemos si ese equilibrio es realmente bueno. Aceptamos el equilibrio sólo porque es lo único que tenemos.

—¿Qué haría usted?

—Pregúntele al ordenador que rechazó mi propuesta. Quiero iniciar un programa de ingeniería genética en una amplia gama de especies, desde los gusanos hasta los mamíferos. Quiero crear una nueva variedad a partir del cada vez más menguado material de que disponemos, antes de que desaparezca.

—¿Con qué objeto?

—Para organizar ecosistemas artificiales. Para organizar ecosistemas basados en plantas y animales totalmente distintos de los existentes.

—¿Qué se ganaría con ello?

—No lo sé. Si supiera exactamente qué ganaríamos no sería preciso investigar. Pero sé qué deberíamos ganar. Deberíamos aprender más acerca del funcionamiento de un ecosistema. Hasta ahora sólo hemos tomado lo que nos dio la naturaleza, y luego lo destrozamos y destruimos y nos las apañamos con sus maltrechas sobras. ¿Por qué no construir algo y estudiarlo?

—¿Construir a ciegas? ¿Al azar?

—No sabemos lo suficiente para hacerlo de otro modo. La fuerza impulsora básica de la ingeniería genética es la mutación aleatoria. En medicina, el azar se debe reducir a toda costa, pues se busca un efecto específico. Quiero tomar el componente aleatorio de la ingeniería genética y aprovecharlo.

Adrastus frunció el ceño.

—¿Y cómo piensa organizar semejante ecosistema? ¿No interferirá en el ecosistema existente y provocará un desequilibrio? No podemos permitirnos ese lujo.

—No me propongo realizar los experimentos en la Tierra. Claro que no.

—¿En la Luna?

—Tampoco en la Luna. En los asteroides. He pensado en ello desde que mi propuesta fue introducida en el ordenador que la rechazó. Tal vez esto cambie las cosas. Podemos ahuecar asteroides, uno por ecosistema. Destinaríamos varios asteroides a este propósito. Los preparamos adecuadamente, los equipamos de fuentes energéticas y de transductores, los poblamos de conjuntos de formas de vida que integren un ecosistema cerrado. Y a ver qué ocurre. Si no funciona, averiguamos por qué y sustraemos un elemento, o tal vez sumamos un elemento, o cambiamos las proporciones. Desarrollaremos una ciencia de la ecología aplicada o, si lo prefiere, una ciencia de la ingeniería ecológica; una ciencia más compleja y decisiva que la ingeniería genética.

—Pero no sabe cuáles serían los beneficios.

—Los beneficios específicos no, claro. Pero es inevitable que haya algunos. Incrementará nuestros conocimientos en el campo que más lo necesitamos. —Señaló las letras que parpadeaban a la espalda de Adrastus—. Usted mismo lo ha dicho: «El mayor patrimonio del género humano es una ecología equilibrada.» Le ofrezco un modo de investigar un ecosistema experimental, algo que jamás se ha hecho.

—¿Cuántos asteroides necesitará?

Lou titubeó.

—¿Diez? —sugirió en un tono interrogativo—. Para empezar.

—Tome cinco —dijo Adrastus, mientras firmaba el informe que anulaba la decisión del ordenador.

Marley observó más tarde:

—¿Insiste en que es un escribiente glorificado? Anula usted la decisión del ordenador y dispone de cinco asteroides. Así de simple.

—El Congreso deberá aprobarlo antes. Estoy seguro de que lo hará.

—Entonces, ¿cree que la sugerencia de este hombre es buena?

—No, no lo creo. No dará resultado. A pesar de su entusiasmo, el asunto es tan complicado que serían necesarios muchos más hombres de los disponibles, durante muchos más años de los que ese joven vivirá, para llegar a un punto satisfactorio.

—¿Está seguro?

—Lo dice el ordenador. Por eso rechazó el proyecto.

—¿Y por qué ha anulado usted su decisión?

—Porque yo, y el Gobierno en general, estamos aquí para preservar algo mucho más importante que la ecología.

—No le entiendo.

—Porque usted cita erróneamente lo que dije hace mucho tiempo; porque todo el mundo lo cita erróneamente. Yo dije dos frases, y las fusionaron en una y nunca he podido separarlas de nuevo. Supongo que la raza humana se resiste a aceptarlas tal como yo las pronuncié.

—¿Quiere decir que no dijo que «el mayor patrimonio del género humano es una ecología equilibrada»?

—Claro que no. Dije: «La mayor necesidad del género humano es una ecología equilibrada.»

—Pero en su placa pone: «El mayor patrimonio del género humano…»

—Así comienza la segunda frase, la que todos se niegan a citar, pero que yo jamás olvido: «El mayor patrimonio del género humano es una mente inquieta.» No he anulado la decisión del ordenador en aras de la ecología, pues ésta sólo es necesaria para vivir; la anulé para salvar una mente valiosa y mantenerla activa, una mente inquieta. Es lo que necesitamos para que el género humano sea humano, lo cual es más importante que la mera supervivencia.

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