Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Yo iba en la nave en una misión que no tenía nada que ver con este problema. El capitán acudió a mí porque tenía que acudir a alguien. Yo le parecía suficientemente humano como para escuchar y suficientemente robot como para ser un confidente discreto. Me contó la historia y me preguntó que qué haría yo. Me di cuenta de que el siguiente salto nos podía llevar tanto a la Tierra como a nuestro destino. Le dije al capitán que, aunque me costaba tanto como a él resolver el problema del reflejo simétrico, en la Tierra había alguien que podía ayudarnos.
—¡Por Josafat! —murmuró Baley.
—Ten en cuenta, amigo Elijah, que resolver este problema sería beneficioso para tu carrera y hasta la Tierra misma sacaría provecho. El asunto no gozaría de publicidad, desde luego, pero el capitán es un hombre muy influyente en su mundo nativo y quedaría muy agradecido.
—Con eso sólo me pones más tenso.
—Confío plenamente en que ya tienes alguna idea del procedimiento a seguir.
—¿Ah, sí? Supongo que el procedimiento obvio consiste en entrevistar a los dos matemáticos, uno de los cuales parece ser un ladrón.
—Me temo, amigo Elijah, que ninguno de los dos vendrá a la ciudad. Y ninguno aceptará que vayas a verlos.
—Y no hay modo de lograr que la gente del espacio se ponga en contacto con un terrícola, sea cual fuere la emergencia. Sí, lo entiendo, Daneel… Pero estaba pensando en una entrevista por circuito cerrado de televisión.
—Tampoco. No se prestarán a ser interrogados por un terrícola.
—Entonces, ¿qué quieren de mí? ¿Puedo hablar con los robots?
—Tampoco permitirán que los robots vengan aquí.
—¡Por Josafat, Daneel! Tú has venido.
—Fue por decisión propia. Mientras estoy a bordo de una nave, cuento con autorización para tomar esas decisiones sin veto de ningún ser humano, excepto del capitán, y él ansiaba establecer el contacto. Conociéndote a ti, decidí que contactar por televisión sería insuficiente. Deseaba estrecharte la mano.
Lije Baley se ablandó.
—Te lo agradezco, Daneel, pero ojalá no hubieras pensado en mí. ¿Puedo al menos hablar por televisión con los robots?
—Creo que eso puede arreglarse.
—Algo es algo. Eso significa que estaré realizando la labor propia de un robopsicólogo, de un modo tosco.
—Pero tú eres detective, amigo Elijah, no robopsicólogo.
—Bien, olvídalo. Pero antes de verlos pensemos un poco. Dime, ¿es posible que ambos robots estén diciendo la verdad? Tal vez la conversación entre los dos matemáticos fue equívoca. Tal vez fuese de tal índole que cada uno de los robots está convencido sinceramente de que la idea era de su amo. O quizás uno de ellos oyó una parte de la coversación y el otro oyó otra parte, de modo que cada uno pudo suponer que su amo era el dueño de la idea.
—Imposible, amigo Elijah. Ambos robots repiten la conversación de un modo idéntico. Y las dos repeticiones son contradictorias.
—¿Entonces es seguro que uno de los robots está mintiendo?
—Sí.
—¿Podré ver la transcripción de todas las pruebas presentadas hasta ahora al capitán?
—Supuse que las pedirías y he traído copias.
—Otra ventaja. ¿Habéis interrogado a los robots y el interrogatorio está incluido en la transcripción?
—Los robots se han limitado a repetir su historia. Un verdadero interrogatorio sólo podría realizarlo un robopsicólogo.
—¿O yo?
—Tú eres detective, amigo Elijah, no…
—De acuerdo, Daneel. A ver si entiendo la psicología de la gente del espacio. Un detective sirve porque no es robopsicólogo. Vayamos más lejos. Un robot no suele mentir, pero lo hace si es necesario para respetar las Tres Leyes. Puede mentir para proteger, legítimamente, su existencia, de acuerdo con la Tercera Ley. Puede mentir también si es necesario para obedecer una orden legítima impartida por un ser humano, de acuerdo con la Segunda Ley. Y más aún, puede mentir si es necesario salvar una vida humana o impedir que se cause daño a un ser humano, de acuerdo con la Primera Ley.
—Sí.
—Y en este caso cada uno de los robots estaría defendiendo la reputación profesional de su amo, y mentiría si fuera preciso. Dadas las circunstancias, la reputación profesional sería casi el equivalente de la vida, y la mentira supondría una urgencia casi equivalente a la impuesta por la Primera Ley.
—Pero, mediante la mentira, cada uno de ellos estaría dañando la reputación profesional del amo del otro, amigo Elijah.
—En efecto, pero también cada uno de ellos podría tener una concepción más clara del valor de la reputación de su propio amo y considerarla sinceramente superior a la del otro, y pensaría, por consiguiente, que causa menor daño con una mentira que con la verdad. —Guardó silencio un instante y añadió—: Muy bien, ¿me pones en comunicación con uno de los robots? Con R. Idda, por ejemplo.
—¿El robot del profesor Sabbat?
—Sí, el robot del joven.
—Sólo me llevará unos minutos. Tengo un microrreceptor equipado por un proyector. Sólo necesito una pared limpia, y creo que ésta servirá si me permites correr algunos de estos archivadores de películas.
—Adelante. ¿Tendré que usar micrófono?
—No, puedes hablar normalmente. Disculpa, amigo Elijah, si tienes que esperar un poco. Tendré que comunicarme con la nave y pedir la entrevista con R. Idda.
—Si vas a tardar, Daneel, ¿por qué no me pasas las transcripciones de las pruebas reunidas hasta ahora?
Lije Baley encendió la pipa, mientras R. Daneel preparaba el equipo, y examinó las hojas que le habían dado. Pasaron varios minutos.
—Si estás preparado amigo Elijah —dijo R. Daneel—, R. Idda también lo está. ¿O prefieres disponer de unos minutos más para leer la transcripción?
—No —contestó Baley, soltando un suspiro—. No me he enterado de nada nuevo. Ponme con él y encárgate de que la entrevista sea grabada y transcrita.
R. Idda, irreal en la proyección bidimensional reflejada en la pared, tenía una estructura básicamente metálica y no era una criatura humanoide como R. Daneel. Muy pocos rasgos de su cuerpo, alto, pero macizo, lo diferenciaban de los muchos robots que Baley había visto, salvo unos pocos detalles en su estructura.
—Salud, R. Idda —lo saludó Baley.
—Salud, señor —contestó R. Idda, con una voz apagada que parecía asombrosamente humana.
—Eres el criado personal de Gennao Sabbat, ¿verdad?
—Así es.
—¿Cuánto tiempo hace de eso, muchacho?
—Veintidós años, señor.
—¿Y la reputación de tu amo es valiosa para ti?
—Sí, señor.
—¿Considerarías importante proteger esa reputación?
—Sí, señor.
—¿Tan importante como proteger su vida física?
—No, señor.
—¿Y sería tan importante proteger su reputación como la reputación de otro?
R. Idda titubeó.
—En esos casos se debe decidir según el mérito individual de cada uno —respondió—. No hay modo de establecer una norma general.
Baley vaciló a su vez. Esos robots de los mundos del espacio hablaban con mayor soltura y refinamiento que los modelos terrícolas. No sabía si podría ganarle en ingenio.
—Si decidieras que la reputación de tu amo es más importante que la de otra persona, como, por ejemplo, la de Alfred Barr Humboldt, ¿mentirías para proteger la de tu amo?
—Mentiría, señor.
—¿Mentiste en tu testimonio concerniente a la controversia de tu amo con el profesor Humboldt?
—No, señor.
—Pero si hubieras mentido negarías que mentiste y así encubrirías esa mentira, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Pues bien, considéralo así. Tu amo, Gennao Sabbat, es un matemático de gran reputación, pero es joven. Si en esta controversia con el profesor Humboldt él hubiera sucumbido a la tentación de actuar antiétícamente, su reputación se eclipsaría un tanto, pero como es joven tiene tiempo de sobra para recobrarse. Lo aguardarían muchos triunfos intelectuales y la gente, a la larga, recordaría el intento de plagio como el error de un joven impulsivo y con poco criterio. Sería algo de lo que se podría recuperar en el futuro. En cambio, si el profesor Humboldt hubiera sucumbido a esa tentación, el asunto sería mucho más grave. Es un anciano cuyas grandes obras se extienden por siglos. Su reputación es impecable hasta ahora. Sin embargo, todo eso se olvidaría a la luz de esta fechoría de sus últimos años, y no tendría oportunidades de recuperarse en el tiempo relativamente breve que le queda. No podría realizar muchas cosas ya. En el caso de Humboldt se tirarían por la borda muchos más años de trabajo que en el caso de tu amo, y él tendría menos oportunidades de recobrar su posición. ¿Entiendes, pues, que Humboldt se enfrenta a la peor situación y que merece la mayor consideración?
Hubo una larga pausa.
—Mi testimonio fue una mentira —dijo al fin R. ldda, en un tono de voz imperturbable—. El trabajo pertenecía al profesor Humboldt, y mí amo ha intentado apropiarse injustamente del mérito.
—Muy bien, muchacho. Tienes órdenes de no hablar de esto con nadie hasta que el capitán de la nave te autorice a ello. Puedes retirarte.
La pantalla quedó en blanco, y Baley le dio una chupada a su pipa.
—¿Crees que lo habrá oído el capitán, Daneel?
—Sin duda. Es el único testigo, con excepción de nosotros.
—Bien. Ahora trae al otro.
—¿Pero tiene sentido, amigo Elijah, puesto que R. Idda ya ha confesado?
—Claro que sí. La confesión de R. Idda no significa nada.
—¿Nada?
—Nada en absoluto. Le he hecho ver que el profesor Humboldt se encontraba en la peor situación. Naturalmente, si estaba mintiendo para proteger a Sabbat, pasaría a confesar la verdad, tal como afirma haber hecho. Por otra parte, si estaba diciendo la verdad, mentiría para proteger a Humboldt. Sigue siendo un reflejo simétrico y no hemos ganado nada.
—¿Y qué ganaremos con interrogar a R. Preston?
—Nada, si el reflejo simétrico fuera perfecto; pero no lo es. A fin de cuentas, uno de los robots dice la verdad y otro miente, y ahí se da una asimetría. Déjame ver a R. Preston. Y si ya tienes la transcripción del interrogatorio de R. Idda dámela.
El proyector se puso en marcha de nuevo. R. Preston era idéntico a R. Idda en todo, excepto en un minúsculo detalle del pecho.
—Salud, R. Preston —dijo Baley, teniendo a la vista la transcripción de las respuestas de R. Idda.
—Salud, señor —contestó R. Preston. Su voz era idéntica a la de R. Idda.
—Eres el criado personal de Alfred Barr Humboldt, ¿verdad?
—Así es.
—¿Cuánto tiempo hace de eso, muchacho?
—Veintidós años, señor.
—¿Y la reputación de tu amo es valiosa para ti?
—Sí, señor.
—¿Considerarías importante proteger esa reputación?
—Sí, señor.
—¿Tan importante como proteger su vida física?
—No, señor.
—¿Y sería tan importante proteger su reputación como la reputación de otro?
R. Preston titubeó.
—En esos casos se debe decidir según el mérito individual de cada uno —respondió—. No hay modo de establecer una norma general.
—Si decidieras que la reputación de tu amo es más importante que la de otra persona, como, por ejemplo, la de Gennao Sabbat, ¿mentirías para proteger la de tu amo?
—Mentiría, señor.
—¿Mentiste en tu testimonio concerniente a la controversia de tu amo con el profesor Humboldt?
—No, señor.
—Pero si hubieras mentido negarías que mentiste y así encubrirías esa mentira, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Pues bien, considéralo así. Tu amo, Alfred Barr Humboldt, es un matemático de gran reputación, pero es anciano. Si en esta controversia con el profesor Sabbat él hubiera sucumbido a la tentación de actuar antiéticamente, su reputación se eclipsaría un tanto, pero su ancianidad y sus siglos de logros le permitirían superar la situación. La gente recordaría su intento de plagio como el error de un hombre achacoso, cuyo juicio se tambalea. En cambio, si el profesor Sabbat hubiera sucumbido a esa tentación, el asunto sería mucho más grave. Es un joven con una reputación mucho menos sólida. Normalmente, contaría con siglos por delante para acumular conocimientos y realizar grandes logros. Pero el error de su juventud se lo impediría. Tiene un futuro mucho más extenso que perder que tu amo. ¿Entiendes, pues, que Sabbat se enfrenta a la peor situación y que merece la mayor consideración?
Hubo una larga pausa.
—Mi testimonio fue tal como yo lo… —dijo al fin R. Preston, en un tono de voz impertubable, y se interrumpió.
—Continúa, por favor, R. Preston.
No hubo respuesta.
—Me temo, amigo Elijah —intervino R. Daneel—, que R. Preston se ha paralizado. Está fuera de servicio.
—Pues bien —dijo Baley—, al fin hemos ocasionado una asimetría. Ello nos permite descubrir al culpable.
—¿En qué sentido, amigo Elijah?
—Piénsalo. Supongamos que fueras una persona inocente y tu robot personal fuese testigo de ello. No sería preciso que hicieras nada, ya que tu robot diría la verdad y respaldaría tu testimonio. Sin embargo, si fueses la persona culpable, tendrías que depender de la mentira de tu robot. Sería una situación más arriesgada, pues, aunque el robot mentiría en caso de ser necesario, se sentiría más inclinado a decir la verdad, de modo que la mentira resultaría menos firme que la verdad. Para impedirlo, la persona culpable tendría que ordenarle al robot que mintiera. De este modo, la Primera Ley quedaría fortalecida por la Segunda, de un modo sustancial.
—Eso parece razonable —admitió R. Daneel.
—Supongamos que tenemos un robot de cada tipo. Uno de ellos pasaría de una verdad no reforzada a la mentira y podría hacerlo sin problemas serios, tras algún que otro titubeo. El otro robot pasaría de una mentira muy reforzada a la verdad, pero tendría que hacerlo a riesgo de quemar varias sendas positrónicas de su cerebro y quedar paralizado.
—Y como R. Preston ha quedado paralizado…
—El amo de R. Preston, el profesor Humboldt, es el culpable del plagio. Si le comunicas esto al capitán y le sugieres que interrogue al profesor, tal vez obtenga una confesión. En tal caso, espero que me lo digas de inmediato.
—Por supuesto. ¿Me excusas, amigo Elijah? He de hablar en privado con el capitán.
—Faltaría más. Utiliza la sala de conferencias. Está protegida.