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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (179 page)

BOOK: Cuentos completos
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Priss parecía paralizado ante la mesa. ¿Sorpresa? ¿Desconcierto? No lo sé. Nunca lo sabré. ¿Intentó interrumpir el discurso de Bloom, o sólo sufría por el angustioso disgusto de tener que desempeñar el ignominioso papel que le imponía su adversario?

Se volvió hacia la mesa de billar. Miró a la mesa y, luego, a Bloom. Todos los periodistas estaban de pie, apiñándose para tener una buena vista. Sólo Bloom permanecía sentado, sonriente y aislado. No miraba a la mesa ni a la bola ni al campo de gravedad cero. Por lo que me permitían distinguir las gafas, estaba mirando a Priss.

Priss dejó la bola en la mesa. Él sería el agente del espectacular y definitivo triunfo de Bloom, convirtiéndose (él, el hombre que había dicho que era imposible) en un hazmerreír.

Tal vez pensó que no había escapatoria. O tal vez…

Manejando el taco con firmeza, puso la bola en movimiento. La bola se desplazó lentamente, seguida por todos los ojos. Chocó contra el borde de la mesa y rebotó. Iba cada vez más despacio, como si Priss aumentara la tensión para dar mayor esplendor al triunfo de Bloom.

Yo lo veía perfectamente, pues estaba del lado de la mesa opuesto al de Priss. Veía la bola desplazándose hacia el resplandor del campo de gravedad cero y, más allá, la parte de Bloom que no quedaba oculta por ese resplandor.

La bola se aproximó al volumen de gravedad cero, se demoró un instante en el borde y, de pronto, desapareció con un relampagueo, un estruendo, un repentino olor a ropa quemada.

Gritamos. Todos gritamos.

He visto la escena en televisión después, junto con el resto del mundo. Me veo a mí mismo en esos quince segundos de desbocada confusión, pero no me reconozco el rostro.

¡Quince segundos!

Y luego descubrimos a Bloom. Aún estaba sentado en la silla, cruzado de brazos, pero tenía un agujero del tamaño de una bola de billar en el antebrazo, en el pecho y en la espalda. La autopsia reveló posteriormente que la bola le había arrancado la mayor parte del corazón.

Apagaron el aparato. Llamaron a la policía. Se llevaron a Priss, que parecía la viva imagen del desconsuelo. Yo no me sentía mucho mejor, a decir verdad, y cualquiera de los periodistas que afirme que presenció la escena sin conmoverse es un embustero descarado.

No volví a ver a Priss sino al cabo de unos meses. Había perdido un poco de peso, pero su aspecto era bastante bueno. Tenía color en las mejillas y mostraba un cierto aire de decisión. Iba mejor vestido que nunca.

—Ahora sé qué sucedió —me dijo—. Si hubiera tenido tiempo para pensarlo, lo habría sabido entonces. Pero pienso con lentitud, y el pobre Ed Bloom estaba tan empecinado en presentar un gran espectáculo y hacerlo bien que me arrastró con su entusiasmo. Naturalmente, he procurado reparar parte del daño que causé involuntariamente.

—No puede resucitar a Bloom —señalé con calma.

—No, no puedo —contestó él, igual de tranquilo—. Pero todavía queda su empresa. Lo que sucedió en la demostración, a plena vista del mundo entero, fue la peor publicidad para la gravedad cero, y es importante que esa historia se aclare. Por eso he querido verle a usted.

—¿Sí?

—Si yo hubiera pensado con mayor rapidez, habría sabido que Ed decía un disparate al afirmar que la bola de billar se elevaría lentamente en el campo de gravedad cero. ¡Era imposible! Si Bloom no hubiera despreciado tanto la teoría, si no se hubiera empeñado tanto en enorgullecerse de su ignorancia de la teoría, lo habría sabido. El movimiento de la Tierra no es el único movimiento a tener en cuenta, joven. El Sol se desplaza en una amplia órbita en torno del centro de la galaxia de la Vía Láctea. Y la galaxia también se desplaza, de un modo aún no definido con claridad. Si la bola de billar estuviera sujeta a la gravedad cero, cualquiera diría que no se ve afectada por estos movimientos y, por lo tanto, queda en un estado de reposo absoluto; pero no existe el reposo absoluto. —Sacudió lentamente la cabeza—. El problema de Ed era que él pensaba en la gravedad cero que se obtiene en una nave espacial en caída libre, cuando la gente flota. Esperaba que la bola flotara. Sin embargo, en una nave espacial, la gravedad cero no es resultado de la ausencia de gravitación, sino del hecho de que dos objetos, la nave y su tripulante, caen a la misma velocidad, respondiendo del mismo modo a la gravedad, de modo que cada uno de ellos está inmóvil respecto del otro. En el campo de gravedad cero generado por Ed se dio un aplanamiento del universo de caucho, lo cual significa una pérdida de masa. Todo lo que estaba contenido en ese campo, incluídas las moléculas de aire apresadas en su interior y la bola de billar que yo impulsé, carecía de masa mientras permaneciera en él. Un objeto sin masa sólo se puede mover de un modo.

Hizo una pausa, invitándome a que preguntara.

—¿De qué modo?

—A la velocidad de la luz. Todo objeto sin masa, como un neutrino o un fotón, debe viajar a la velocidad de la luz mientras exista. La luz se mueve a esa velocidad sólo porque está constituida por fotones. En cuanto la bola de billar entró en el campo de gravedad cero y perdió su masa, alcanzó la velocidad de la luz y salió disparada.

Sacudí la cabeza.

—¿Pero no recobró su masa en cuanto dejó el volumen de gravedad cero?

—Por supuesto, y de inmediato se vio afectada por el campo gravítatorio y perdió velocidad a causa de la fricción del aire y de la superficie de la mesa de billar. Pero imagine cuánta fricción se necesitaría para desacelerar un objeto que, con la masa de una bola de billar, se desplazara a la velocidad de la luz. Atravesó nuestros ciento cincuenta kilómetros de atmósfera en una milésima de segundo, y dudo que haya aminorado su velocidad más allá de unos pocos kilómetros por segundo, sólo unos pocos de esos casi trescientos mil kilómetros por segundo. Por el camino, calcinó la superficie de la mesa, perforó el borde y atravesó al pobre Ed y también la ventana, en la que abrió círculos impecables porque los atravesó antes de que los fragmenos contiguos de algo tan quebradizo como el vidrio tuvieran la oportunidad de hacerse añicos. Y fue una suerte que estuviéramos en el último piso de un edificio situado en una zona rural; de haber estado en la ciudad, habría atravesado varios edificios y matado a varias personas. Ahora, esa bola de billar se encuentra en el espacio, allende el sistema solar, y continuará viajando eternamente, a casi la velocidad de la luz, hasta que choque con un objeto de tamaño suficiente para detenerla. Y, entonces, le abrirá un buen cráter.

Jugué con la idea, no muy convencido de que me gustara.

—¿Cómo es posible? La bola de billar entró en gravedad pero casi sin velocidad. Yo lo vi. Y usted dice que salió con una increíble cantidad de energía cinética. ¿De dónde venía esa energía?

Priss se encogió de hombros.

—¡De ninguna parte! La ley de conservación de la energía sólo se sostiene en las condiciones en que es válida la relativídad general; es decir, en un universo de caucho con hendiduras. Cuando se aplana la hendidura, la relatividad general ya no es válida, y se puede crear y destruir energía libremente. Eso explica la radiación que cubre la superficie cilíndrica del volumen de gravedad cero. Usted recordará que Bloom no explicó esa radiación, y me temo que no sabía explicarla. Ojalá hubiera experimentado más; ojalá no hubiese estado tan ansioso de montar su espectáculo…

—¿Y cómo se explica la radiación, profesor?

—Por las moléculas de aire del interior del volumen. Cada una de ellas toma la velocidad de la luz y sale despedida hacia fuera. Son sólo moléculas, no bolas de billar, así que son detenidas; pero la energía cinética del movimiento se convierte en radiación energética. Es continua porque siempre están entrando nuevas moléculas, las cuales alcanzan la velocidad de la luz y salen despedidas.

—Entonces, ¿se crea energía continuamente?

—Exacto. Y eso es lo que debemos aclararle al público. La antigravedad no está destinada a elevar naves espaciales ni a revolucionar el movimiento mecánico, sino que constituirá una fuente incesante de energía gratuita, pues parte de la energía producida se puede desviar para sostener el campo que mantiene plana esa parte del universo. Sin saberlo, Ed Bloom no sólo inventó la antigravedad, sino la primera máquina de movimiento perpetuo de primera clase; una máquina que genera energía a partir de nada.

—Esa bola pudo matarnos a cualquiera de nosotros, ¿verdad, profesor? Pudo haber salido en cualquier dirección.

—Mire, los fotones sin masa emergen de cualquier fuente lumínica a la velocidad de la luz y en cualquier dirección. Por eso, una vela irradia luz hacia todas partes. Las moléculas de aire sin masa salen del volumen de gravedad cero en todas las direcciones, y así el cilindro resplandece. Pero la bola de billar era sólo un objeto. Pudo haber salido en cualquier dirección, pero tenía que salir sólo en una, escogida al azar; y la escogida resultó ser la que pilló a Ed.

Eso fue todo. Cualquiera conoce las consecuencias. La humanidad cuenta con energía gratuita y así tenemos el mundo que hoy tenemos. La empresa de Bloom puso al profesor Priss a cargo del nuevo proyecto, y con el tiempo se hizo tan rico y famoso como lo había sido Edward Bloom. Y, además, Priss tiene los dos premios Nobel.

Sólo que…

Sigo pensando.

Los fotones emergen de una fuente lumínica en todas las direcciones porque son creados en el momento y no hay razón para que se desplacen en tal dirección y no en otra. Las moléculas de aire salen del campo de gravedad cero en todas las direcciones porque entran desde todas las direcciones.

Pero ¿qué pasa con una bola de billar que entra en un campo de gravedad cero desde determinada dirección? ¿Sale en la misma dirección, o en cualquiera?

He hecho preguntas discretamente, pero los físicos teóricos no están seguros, y no he hallado constancia de que la empresa de Bloom, el único organismo que trabaja con campos de gravedad cero, haya experimentado en la materia.

Una persona de la empresa me dijo en una ocasión que el principio de incertidumbre garantiza el surgimiento aleatorio de un objeto que entre en cualquier dirección. Pero, entonces, ¿por qué no realizan el experimento?

¿Es posible que…?

¿Es posible que por una vez la mente de Priss trabajara deprisa? ¿Es posible que, ante la humillación que Bloom deseaba infligirle, Priss lo haya visto todo de golpe? Estuvo estudiando la radiación que rodeaba el volumen de gravedad cero, así que tal vez averiguó qué la causaba y dedujera cuál sería el movimiento, a la velocidad de la luz, de cualquier cosa que entrara en el volumen.

Entonces, ¿por qué no dijo nada?

Algo es seguro. Nada de lo que Priss hiciera en la mesa de billar pudo ser accidental. Era un experto, y la bola de billar hizo exactamente lo que él se proponía. Yo lo presencié. Vi que miraba a Bloom y luego a la mesa como si estudiara los ángulos.

Le vi golpear la bola, y vi que la bola rebotaba en el lateral de la mesa y se desplazaba hacia el volumen de gravedad cero, enfilándose hacia determinada dirección.

Pues en el instante en que Priss envió esa bola hacia el volumen de gravedad cero —y las películas tridimensionales me lo confirman— ya iba dirigida al corazón de Bloom.

¿Accidente? ¿Coincidencia?

¿Homicidio?

Exilio en el infierno (1968)

“Exile to Hell”

—Los rusos —puntualizó Dowling— enviaban prisioneros a Siberia mucho antes de que el viaje espacial fuera algo cotidiano. Los franceses usaban la Isla del Diablo con ese propósito. Los ingleses los despachaban a Australia.

Estudió el tablero y detuvo la mano a unos centímetros del alfil.

Parkinson, al otro lado del tablero, observaba distraídamente las piezas. El ajedrez era el juego profesional de los programadores de ordenadores, pero, dadas las circunstancias, no sentía entusiasmo. Estaba molesto. Y Dowling tendría que haberse sentido peor, pues él programaba el alegato del fiscal.

El programador solía contagiarse de algunas características que se atribuían al ordenador, como la carencia de emociones y la impermeabilidad a todo lo que no fuera lógico. Dowling lo reflejaba en su meticuloso corte de cabello y en la pulcra elegancia de su atuendo.

Parkinson, que prefería programar la defensa de los casos legales en que participaba, también prefería descuidar deliberadamente ciertos aspectos de su apariencia.

—Quieres decir que el exilio es un castigo tradicional y que, por lo tanto, no es particularmente cruel —comentó.

—No, sin duda es cruel, pero también tradicional y, en la actualidad, se ha convertido en la disuasión perfecta.

Dowling movió el alfil sin levantar la vista. Parkinson sí la levantó, aunque involuntariamente.

No vio nada, desde luego. Estaban en el interior, en el cómodo mundo moderno adaptado a las necesidades humanas y protegido contra la intemperie. Fuera, la noche resplandecería con la luz del astro.

¿Cuándo lo había visto por última vez? Hacía mucho tiempo. Se preguntó en qué fase se encontraría. ¿Llena? ¿Menguante? ¿Creciente? ¿Era una brillante uña de luz en el cielo?

Debía de ser una vista adorable. Lo fue en otros tiempos. Pero hacía siglos de eso, antes de que el viaje espacial fuera común y barato y antes de que el entorno se volviera tan refinado y estuviese tan controlado. Ahora, esa bonita vista en el cielo era una nueva y horrenda Isla del Diablo pendiendo en el espacio.

Nadie se atrevía a llamarla por su nombre. Ni siquiera era un nombre, sólo una silenciosa mirada hacia el cielo.

—Podías haberme dejado programar el alegato contra el exilio en general —dijo Parkínson.

—¿Por qué? No habría alterado el resultado.

—Éste no, Dowling. Pero podría influir en casos futuros. Los castigos futuros se hubieran conmutado por sentencia de muerte.

—¿Para un culpable de destruir el equipo? Estás soñando.

—Fue un acto de furia ciega. Hubo intento de dañar a un ser humano, de acuerdo, pero no se intentó dañar el equipo.

—Nada, eso no significa nada. La falta de intención no es excusa en estos casos, y lo sabes.

—Debería ser una excusa. Eso era precisamente lo que yo deseaba alegar.

Parkinson adelantó un peón para proteger el caballo.

Dowling reflexionó.

—Tratas de continuar atacando a la reina, Parkinson, y no te lo permitiré… Veamos… —Y mientras meditaba, dijo—: No estamos en los tiempos primitivos, Parkinson. Vivimos en un mundo superpoblado, sin margen para el error. Bastaría con que se fundiera un consistor para poner en peligro a una considerable franja de la población. Cuando la ira pone en peligro toda una línea energética, es algo serio.

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