Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Pero ese trabajo no tiene sentido.
—Yo seré quien lo juzgue, Alfred —replicó la doctora en un tono amenazador, y Lanning consideró que sería más prudente cambiar de enfoque.
—¿Puedes explicarme qué significa? ¿Qué estás haciendo ahora, por ejemplo?
—Trato de lograr que levante la mano cuando se lo ordeno. Intento conseguir que imite el sonido de la palabra.
Como si estuviera pendiente de ella, Lenny balbuceó y alzó la mano torpemente. Lanning sacudió la cabeza.
—Esa voz es asombrosa. ¿Cómo se ha logrado?
—No lo sé. El transmisor es normal. Estoy segura de que podría hablar normalmente, pero no lo hace. Habla así como consecuencia de algo que hay en las sendas positrónicas, y aún no lo he localizado.
—Bien, pues localízalo, por Dios. Esa voz podría ser útil.
—Oh, entonces, ¿mis estudios sobre Lenny pueden servir de algo?
Lanning se encogió de hombros, avergonzado.
—Bueno, se trata de un elemento menor.
—Lamento que no veas los elementos mayores, que son mucho más importantes, pero no es culpa mía. Ahora, Alfred, ¿quieres irte y dejarme trabajar?
Lanning encendió el puro en el despacho de Bogert.
—Esa mujer está cada día más rara —comentó con resentimiento.
Bogert le entendió perfectamente. En Robots y Hombres Mecánicos existía una sola «esa mujer».
—¿Todavía sigue atareada con ese seudorobot, con ese Lenny?
—Trata de hacerle hablar, lo juro.
Bojert se encogió de hombros.
—Ese es el problema de esta empresa. Me refiero a lo de conseguir investigadores capacitados. Si tuviéramos otros robopsicólogos, podríamos jubilar a Susan. A propósito, supongo que la reunión de directores programada para mañana tiene que ver con el problema de la contratación de personal.
Lanning asintió con la cabeza y miró su puro, disgustado.
—Sí. Pero el problema es la calidad, no la cantidad. Hemos subido tanto los sueldos que hay muchos solicitantes; pero la mayoría se interesan sólo por el dinero. El truco está en conseguir a los que se interesan por la robótica; gente como Susan Calvin.
—No, diablos, como ella no.
—Iguales no, de acuerdo. Pero tendrás que admitir, Peter, que es una apasionada de los robots. No tiene otro interés en la vida.
—Lo sé. Precisamente por eso es tan insoportable.
Lanning asintió en silencio. Había perdido la cuenta de las veces que habría deseado despedir a Susan Calvin. También había perdido la cuenta de la cantidad de millones de dólares que ella le había ahorrado a la empresa. Era indispensable y seguiría siéndolo hasta su muerte, o hasta que pudieran solucionar el problema de encontrar gente del mismo calibre y que se interesara en las investigaciones sobre robótica.
—Creo que vamos a limitar esas visitas turísticas.
Peter se encogió de hombros.
—Si tú lo dices… Pero entre tanto, en serio, ¿qué hacemos con Susan? Es capaz de apegarse indefinidamente a Lenny. Ya sabes cómo es cuando se encuentra con lo que considera un problema interesante.
—¿Qué podemos hacer? Si demostramos demasiada ansiedad por interrumpirla, insistirá en ello por puro empecinamiento femenino. En última instancia, no podemos obligarla a hacer nada.
El matemático sonrió.
—Yo no aplicaría el adjetivo «femenino» a ninguna parte de ella. —Está bien —rezongó Lanning—. A1 menos, ese robot no le hará daño a nadie.
En eso se equivocaba.
La señal de emergencia siempre causa nerviosismo en cualquier gran instalación industrial. Esas señales habían sonado varias veces a lo largo de la historia de Robots y Hombres Mecánicos: incendios, inundaciones, disturbios e insurrecciones.
Pero una señal no había sonado nunca. Nunca había sonado la señal de «robot fuera de control». Y nadie esperaba que sonara. Estaba instalada únicamente por insistencia del Gobierno. («Al demonio con ese complejo de Frankenstein», mascullaba Lanning en las raras ocasiones en que pensaba en ello.)
Pero la estridente sirena empezó a ulular con intervalos de diez segundos, y prácticamente nadie —desde el presidente de la junta de directores hasta el más novato ayudante de ordenanza— reconoció de inmediato ese sonido insólito. Tras esa incertidumbre inicial, guardias armados y médicos convergieron masivamente en la zona de peligro, y la empresa al completo quedó paralizada.
Charles Randow, técnico en informática, fue trasladado al sector hospitalario con el brazo roto. No hubo más daños. Al menos, no hubo más daños físicos.
—¡Pero el daño moral está más allá de toda estimación! —vociferó Lanning.
Susan Calvin se enfrentó a él con calma mortal.
—No le harás nada a Lenny. Nada. ¿Entiendes?
—¿Lo entiendes tú, Susan? Esa cosa ha herido a un ser humano. Ha quebrantado la Primera Ley. ¿No conoces la Primera Ley?
—No le harás nada a Lenny.
—Por amor de Dios, Susan, ¿a ti debo explicarte la Primera Ley? Un robot no puede dañar a un ser humano ni, mediante la inacción, permitir que un ser humano sufra daños. Nuestra posición depende del estricto respeto de esa Primera Ley por parte de todos los robots de todos los tipos. Si el público se entera de que ha habido una excepción, una sola excepción, podría obligarnos a cerrar la empresa. Nuestra única probabilidad de supervivencia sería anunciar de inmediato que ese robot ha sido destruido, explicar las circunstancias y rezar para que el público se convenza de que no sucederá de nuevo.
—Me gustaría averiguar qué sucedió. Yo no estaba presente en ese momento y me gustaría averiguar qué hacía Randow en mis laboratorios sin mi autorización.
—Pero lo más importante es obvio. Tu robot golpeó a Randow, ese imbécil apretó el botón de «robot fuera de control» y nos ha creado un problema. Pero tu robot lo golpeó y le causó lesiones que incluyen un brazo roto. La verdad es que tu Lenny está tan deformado que no respeta la Primera Ley y hay que destruirlo.
—Sí que respeta la Primera Ley. He estudiado sus sendas cerebrales y sé que la respeta.
—Y entonces, ¿cómo ha podido golpear a un hombre? —preguntó Lanning, con desesperado sarcasmo—. Pregúntaselo a Lenny. Sin duda ya le habrás enseñado a hablar.
Susan Calvin se ruborizó.
—Prefiero entrevistar a la víctima. Y en mi ausencia, Alfred, quiero que mis dependencias están bien cerradas, con Lenny en el interior. No quiero que nadie se le acerque. Si sufre algún daño mientras yo no estoy, esta empresa no volverá a saber de mí en ninguna circunstancia.
—¿Aprobarás su destrucción si ha violado la Primera Ley?
—Sí, porque sé que no la ha violado.
Charles Randow estaba tendido en la cama, con el brazo en cabestrillo. Aún estaba conmocionado por ese momento en que creyó que un robot se le abalanzaba con la intención de asesinarlo. Ningún ser humano había tenido nunca razones tan contundentes para temer que un robot le causara daño. Era una experiencia singular.
Susan Calvin y Alfred Lanning estaban junto a la cama; los acompañaba Peter Bogert, que se había encontrado con ellos por el camino. No estaban presentes médicos ni enfermeras.
—¿Qué sucedió? —preguntó Susan Calvin.
Randow no las tenía todas consigo.
—Esa cosa me pegó en el brazo —murmuró—. Se abalanzó sobre mí.
—Comienza desde más atrás —dijo Calvin—. ¿Qué hacías en mi laboratorio sin mi autorización?
El joven técnico en informática tragó saliva, moviendo visiblemente la nuez de la garganta. Tenía pómulos altos y estaba muy pálido.
—Todos sabíamos lo de ese robot. Se rumoreaba que trataba usted de enseñarle a hablar como si fuera un instrumento musical. Circulaban apuestas acerca de si hablaba o no. Algunos sostienen que usted puede enseñarle a hablar a un poste.
—Supongo que eso es un cumplido —comentó Susan Calvin en un tono glacial—. ¿Qué tenía que ver eso contigo?
—Yo debía entrar allí para zanjar la cuestión, para enterarme de si hablaba, ya me entiende. Robamos una llave de su laboratorio y esperamos a que usted se fuera. Echamos a suertes para ver quién entraba. Perdí yo.
—¿Y qué más?
—Intenté hacerle hablar y me pegó.
—¿Cómo intentaste hacerle hablar?
—Le…, le hice preguntas, pero no decía nada y tuve que sacudirlo, así que… le grité… y…
—¿Y?
Hubo una larga pausa. Bajo la mirada imperturbable de Susan Calvin, Randow dijo al fin:
—Traté de asustarlo para que dijera algo. Tenía que impresionarlo.
—¿Cómo intentaste asustarlo?
—Fingí que le iba a dar un golpe.
—¿Y te desvió el brazo?
—Me dio un golpe en el brazo.
—Muy bien. Eso es todo. —Calvin se volvió hacia Lanning y Bogert—. Vámonos, caballeros.
En la puerta, se giró hacia Randow.
—Puedo resolver el problema de las apuestas, si aún te interesa. Lenny articula muy bien algunas palabras.
No dijeron nada hasta llegar al despacho de Susan Calvin. Las paredes estaban revestidas de libros; algunos, de su autoría. El despacho reflejaba su personalidad fría y ordenada. Había una sola silla. Susan Calvin se sentó. Lanning y Bogert permanecieron de pie.
—Lenny se limitó a defenderse. Es la Tercera Ley: un robot debe proteger su propia existencia.
—Excepto —objetó Lanning— cuando entra en conflicto con la Primera o con la Segunda Ley. ¡Completa el enunciado! Lenny no tenía derecho a defenderse causando un daño, por ínfimo que fuera, a un ser humano.
—No lo hizo a sabiendas —replicó Calvin—. Lenny tiene un cerebro fallido. No tenía modo de conocer su propia fuerza ni la debilidad de los humanos. A1 apartar el brazo amenazador de un ser humano, no podía saber que el hueso se rompería. Humanamente, no se puede achacar culpa moral a un individuo que no sabe diferenciar entre el bien y el mal.
Bogert intervino en tono tranquilizador:
—Vamos, Susan, nosotros no achacamos culpas. Nosotros comprendemos que Lenny es el equivalente de un bebé, humanamente hablando, y no lo culpamos. Pero el público sí lo hará. Nos cerrarán la empresa.
—Todo lo contrario. Si tuvieras el cerebro de una pulga, Peter, verías que ésta es la oportunidad que la compañía esperaba. Esto resolverá sus problemas.
Lanning frunció sus cejas blancas.
—¿Qué problemas, Susan?
—¿Acaso la empresa no desea mantener a nuestro personal de investigación en lo que considera, Dios nos guarde, su avanzado nivel actual?
—Por supuesto.
—Bien, y ¿qué ofreces a tus futuros investigadores? ¿Diversión? ¿Novedad? ¿La emoción de explorar lo desconocido? No. Les ofreces sueldos y la garantía de que no habrá problemas.
—¿Qué quieres decir? —se interesó Bogert.
—¿Hay problemas? —prosiguió Susan Calvin—. ¿Qué clase de robots producimos? Robots plenamente desarrollados, aptos para sus tareas. Una industria nos explica qué necesita; un ordenador diseña el cerebro; las máquinas dan forma al robot; y ya está, listo y terminado. Peter, hace un tiempo me preguntaste cuál era la utilidad de Lenny. Preguntas que de qué sirve un robot que no está diseñado para ninguna tarea. Ahora te pregunto yo que ¿de qué sirve un robot diseñado para una sola tarea? Comienza y termina en el mismo lugar. Los modelos LNE extraen boro; si se necesita berilio, son inútiles; si la tecnología del boro entra en una nueva fase, se vuelven obsoletos. Un ser humano diseñado de ese modo sería un subhumano. Un robot diseñado de ese modo es un subrobot.
—¿Quieres un robot versátil? —preguntó incrédulamente Lanning.
—¿Por qué no? ¿Por qué no? He estado trabajando con un robot cuyo cerebro estaba casi totalmente idiotizado. Le estaba enseñando y tú, Alíred, me preguntaste que para qué servía. Para muy poco, tal vez, en lo concerniente a Lenny, pues nunca superará el nivel de un niño humano de cinco años. ¿Pero cuál es la utilidad general? Enorme, si abordas el asunto como un estudio del problema abstracto de aprender a enseñar a los robots. Yo he aprendido modos de poner ciertas sendas en cortocircuito para crear sendas nuevas. Los nuevos estudios ofrecerán técnicas mejores, más sutiles y más eficientes para hacer lo mismo.
—¿Y bien?
—Supongamos que tomas un cerebro positrónico donde estuvieran trazadas las sendas básicas, pero no las secundarias. Supongamos que luego creas las secundarias. Podrías vender robots básicos diseñados para ser instruidos, robots capaces de adaptarse a diversas tareas. Los robots serían tan versátiles como los seres humanos. ¡Los robots podrían aprender! —La miraron de hito en hito. La robopsicóloga se impacientó—: Aún no lo entendéis, ¿verdad?
—Entiendo lo que dices —dijo Lanning.
—¿No entendéis que ante un campo de investigación totalmente nuevo, unas técnicas totalmente nuevas a desarrollar, un área totalmente nueva y desconocida para explorar, los jóvenes sentirán mayor entusiasmo por la robótica? Intentadlo y ya veréis.
—¿Puedo señalar que esto es peligroso? —intervino Bogert—. Comenzar con robots ignorantes como Lenny significará que nunca podremos confiar en la Primera Ley, tal como ha ocurrido en el caso de Lenny.
—Exacto. Haz público ese dato.
—¿Hacerlo público?
—Desde luego. Haz conocer el peligro. Explica que instalarás un nuevo Instituto de investigaciones en la Luna, si la población terrícola prefiere que estos trabajos no se realicen en la Tierra, pero haz hincapié en el peligro que correrían los posibles candidatos.
—¿Por qué, por amor de Dios? —quiso saber Lanning.
—Porque el conocimiento del peligro le añadirá un nuevo atractivo al asunto. ¿Crees que la tecnología nuclear no implica peligro, que la espacionáutica no entraña riesgos? ¿Tu oferta de absoluta seguridad te ha servido de algo? ¿Te ha ayudado a enfrentarte a ese complejo de Frankenstein que tanto desprecias? Pues prueba otra cosa, algo que haya funcionado en otras áreas.
Sonó un ruido al otro lado de la puerta que conducía a los laboratorios personales de Calvin. Era el sonido de campanas de la voz de Lenny. La robopsicóloga guardó silencio y escuchó:
—Excusadme —dijo—. Creo que Lenny me llama.
—¿Puede llamarte? —se sorprendió Lanning.
—Ya os he dicho que logré enseñarle algunas palabras. —Se dirigió hacia la puerta, con cierto nerviosismo—. Si queréis esperarme…
Los dos hombres la miraron mientras salía y se quedaron callados durante un rato.
—¿Crees que tiene razón, Peter? —preguntó finalmente Lanning.