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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (28 page)

BOOK: Cuentos completos
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«Algún día… algún día… algún día…»

Los sufrimientos del autor (1957)

“The Author's Ordeal”

(con disculpas para W. S. Gilbert)

Bullen sin cesar los argumentos en tu sesera;

de ciencia ficción son los argumentos, urdidos con alegría y finura,

argumentos que se agolpan tercamente en tu mollera

hasta que irremediablemente le conducen a la locura.

Cuando sales con tu chica, no oyes ni una palabra;

en el concierto vuelas sin distinguir las notas;

conduciendo tu automóvil te pasas una luz roja

(además, rozas un Ford, rompiendo tu faro sano);

el jefe te cuenta un chiste y, con aire de despiste, dices una bobada

(y él piensa que eres tontín, y tal vez un borrachín).

Si te ocurren cosas tales, no son fuerzas sobrenaturales;

si escribes ciencia ficción, ésa es tu condenación.

Pues tu mente hirviente es sorda y ciega a lo existente,

siendo el espacio su euforia y las estrellas su gloria.

Comienzas con una nave que se pierde en viaje a Cástor

y descubre acongojada una galaxia inmensa y alejada.

Inventas con entusiasmo canallescas criaturas

tan malvadas y embusteras que a todos meten pavura.

Nuestros héroes gallardos se enfrentan a las hordas empeñadas

en hallar nuestra galaxia y esclavizar la raza humana.

Como la historia debe estar vibrante de tensión,

los terrícolas son cuatro, los enemigos legión.

Los héroes apresados comparecen ante líderes malvados.

«¿Dónde está la Tierra?», les inquieren, mas los hombres

resisten con coraje, y el lector vive sus nombres.

Pero aguarda un instante, falta algo: una doncella

buena y pura (aun así apetitosa) y de atuendos, ligera.

Siendo ella tripulante, es apresada al instante,

y esos monstruitos viscosos la examinan lujuriosos.

Despierta deseos carnales con sus formas tan sensuales,

pero terminas pronto esta sección para eludir la objeción

de que los reptílicos seres no pueden interesarse en mujeres.

Amarran a la niña, empuñan sus azotes, profieren amenazas,

nuestros airados hombres rompen las ligaduras con sus manazas,

cada héroe terrícola abate a puñetazos docenas de enemigos,

y de pronto despiertas con la mente en remolino.

No sabes dónde estás

ni donde aparcaste el coche,

estás desaliñado,

totalmente despistado,

y la gente murmurando

te mira los calcetines (pues uno te está faltando),

pensando qué locura,

que tremenda chifladura,

y del brillo de tus ojos

y tus actos impulsivos deducen

que estás chalado de aquí hasta que seas anciano.

Mas ya terminó el suplicio

que causó tanto desquicio,

pues en el blanco papel

hay palabras en tropel,

y llega la diversión:

has concluido otro cuento de ciencia ficción.

Soñar es asunto privado (1955)

“Dreaming Is a Private Thing”

Jesse Weill alzó la vista de su mesa. En su viejo y enjuto cuerpo, su afilada nariz de elevado puente, sus ojos hundidos y sombríos y sus asombrosas greñas blancas, había quedado estampada, por decirlo así, la marca registrada de Sueños Inc., durante los años en que la sociedad se había hecho mundialmente famosa.

—¿Ha llegado ya el muchacho, Joe? —preguntó.

Joe Dooley era de baja estatura y cuerpo recio. Un cigarro descansaba flojamente en su húmedo labio inferior. Lo apartó por un instante y contestó:

—Sus padres le acompañan. Todos están muy asustados.

—¿Está seguro de no cometer un error, Joe? No dispongo de mucho tiempo… —Consultó su reloj—. He de atender un asunto del gobierno a las dos…

—Absolutamente seguro, doctor Weill. —El rostro de Dooley era todo un poema de seriedad, y sus carrillos temblaron con persuasiva intensidad—. Como le dije, lo capté mientras jugaba a una especie de baloncesto en el patio de la escuela. Debiera usted haberle visto. Apestaba. Cuando ponía las manos en la pelota, su propio equipo tenía que apartarse rápidamente. Y sin embargo, adoptaba todas las posturas de un jugador de primera. ¿Comprende lo que quiero decir? Para mí es un punto y aparte.

—¿Le habló?

—Pues claro. Le abordé a la hora de la merienda. Ya me conoce… —Dooley dibujó un amplio ademán con su cigarro, recogiendo la ceniza esparcida con la otra mano—. Mira, muchacho, le dije…

—¿Y cree que constituye material soñador?

—Le dije: Mira, muchacho, acabo de llegar de África y…

—Está bien. —Weill le contuvo alzando la mano con la palma hacia arriba—. Su palabra me basta. No sé cómo se las apaña, pero, puesto que lo afirma, apostaría a que el muchacho es un soñador en potencia. Tráigamelo.

El muchacho entró, enmarcado por sus padres. Dooley acercó sillas, y Weill se puso en pie para estrechar sus manos, sonriendo al chico de manera que las arrugas de su cara se convirtieron en surcos benévolos.

—¿Te llamas Tommy Slutsky?

Tommy asintió sin pronunciar palabra. Parecía tener unos diez años y era bastante bajo para su edad. Su negro pelo estaba inverosímilmente pegado y su cara limpia hasta un punto irreal, casi refregada y bruñida.

—¿Eres un buen chico? —preguntó Weill.

La madre del muchacho sonrió al punto, palmoteó la cabeza de su hijo (gesto que no suavizó la ansiosa expresión del muchacho) y respondió en su nombre:

—Siempre ha sido un chico muy bueno.

Weill decidió olvidar sus dudas.

—Dime, Tommy —dijo, tendiendo al pequeño un caramelo, que éste miró primero dudoso y luego aceptó—. ¿Has oído alguna vez un sueño?

—Pues sí, algunas veces —respondió Tommy con voz atiplada.

El señor Slutsky carraspeó. Era hombre de anchas espaldas y gruesos dedos, un labrador típico que, para confusión de la eugenesia, había engendrado a un soñador.

—Alquilamos uno o dos para el chico. De los antiguos de verdad…

Weill asintió.

—¿Te gustan, Tommy?

—Bueno, son bastante tontos…

—Tú te los imaginas mejores, ¿verdad?

La sonrisa que se dibujó en la cara del chiquillo produjo el efecto de hacer que se desvaneciera en parte la irrealidad del lustroso pelo y el relavado rostro.

Weill prosiguió afablemente.

—¿No querrías contarme uno de tus sueños?

—Creo que no —respondió Tommy, al punto embarazado.

—No te costará ningún trabajo… Verás, es muy fácil. Joe…

Dooley apartó una pantalla de la pared y puso al descubierto un registrador de sueños. El niño lo miró como una lechuza.

Weill alzó el casco y lo acercó al muchacho.

—¿Sabes lo que es esto?

—No —respondió Tommy, echándose hacia atrás.

—Es un pensador. Lo llamamos así porque las personas piensan dentro de él. Se lo pone uno en la cabeza y se piensa lo que se quiere…

—¿Y qué pasa entonces?

—Pues nada en absoluto. Produce una sensación agradable.

—No —rechazó Tommy—. Prefiero no probarlo.

Su madre se inclinó presurosa hacia él.

—No te hará daño, Tommy. Haz lo que dice este señor.

En su voz asomaba un inconfundible tono de mando. Tommy se irguió y pareció como si deseara echarse a llorar y no pudiese. Weill le colocó el casco, muy despacio y con gran suavidad. Aguardó por espacio de treinta segundos antes de hablar de nuevo, a fin de que el chico se asegurara de que no hacía daño alguno y se acostumbrara al insinuante toque de las fibrillas contra las suturas de su cráneo (penetraban en la piel tan tenuemente como para resultar casi insensible) y, por último, para que se habituara también al tenue zumbido de los vórtices de los campos alternos.

—¿Quieres pensar ahora para nosotros? —pidió luego.

—¿Sobre qué?

Sólo se divisaban su nariz y su boca.

—Sobre lo que quieras. ¿Qué te gustaría hacer al salir de la escuela?

—¿Volar en un reactor estratosférico? —aventuró el muchacho tras pensar unos instantes y con animada inflexión de tono.

—¿Y por qué no? Seguro. Ya vas en un reactor. Ahora mismo despega.

Dirigió una breve seña a Dooley, quien puso en marcha el congelador.

Weill tuvo sometido a prueba al muchacho sólo durante cinco minutos y luego le hizo salir del despacho con su madre, escoltados ambos por Dooley. Tommy parecía desconcertado por la prueba, pero incólume.

—Y ahora, señor Slutsky —dijo Weill al padre del chiquillo—, si el resultado de esta prueba es positivo, nos será grato abonarle quinientos dólares por año hasta que termine la enseñanza previa. Durante ese tiempo, sólo pedimos que el niño acuda una hora por semana, en la tarde que prefieran a nuestra escuela especial.

—¿Tengo que firmar algún papel? —preguntó Slutsky con la voz un poco ronca.

—Desde luego. Estamos hablando de negocios, señor Slutsky.

—Bien, no sé… Según tengo entendido, los soñadores son difíciles de encontrar.

—En efecto. Pero su hijo, señor Slutsky, aún no es un soñador. Acaso no lo sea nunca. Quinientos dólares al año significan una apuesta para nosotros, no para usted. Cuando haya terminado el bachillerato, puede darse el caso de que no sirva. Pero usted no habrá perdido nada. Al contrario, habrá ganado en total unos cuatro mil dólares. Y si es un soñador, disfrutará de una vida magnífica y, ciertamente, tampoco en este caso habrá perdido usted nada.

—Necesita un adiestramiento especial, ¿cierto?

—Desde luego, muy intenso. Sin embargo, no hemos de preocuparnos por eso hasta que acabe el bachillerato. Luego, tras dos años con nosotros, se desarrollará. Confíe en mí, señor Slutsky.

—¿Garantiza usted ese adiestramiento especial?

Weill, que había empujado un papel a través de la mesa y le tendía a Slutsky un pluma, la dejó y rió entre dientes:

—¿Una garantía? No. ¿Cómo podemos darla si aún no estamos seguros de que posea un verdadero talento? No obstante, siguen en pie los quinientos dólares al año para usted.

Slutsky recapacitó y meneó la cabeza.

—Le hablaré con franqueza, señor… Después de que convinimos con su empleado en vernos aquí, llamé a Piensa-Sucio y me dijeron que me ofrecerían la garantía.

Weill suspiró.

—Mire, señor Slutsky, no me gusta hablar contra un competidor. Si le dijeron que garantizarían la instrucción, lo harán. Pero no pueden convertir en soñador a un muchacho si no ha nacido para eso, con instrucción o sin ella. Si toman a su cargo un muchacho que no posee el talento verdadero y lo someten a un curso de desarrollo, lo destrozarán. No llegará a soñador, se lo aseguro. Y nunca volverá a ser una persona normal. No corra el riesgo de que le ocurra así a su hijo. Sueños Inc., en cambio, se mostrará absolutamente sincera. Si tiene madera de soñador, haremos uno de él. En caso contrario, se lo devolveremos sin entrometernos y le diremos: «Hágale aprender un oficio». De este modo, será mejor y más saludable para él. Se lo aseguro, señor Slutsky… Y puesto que tengo hijos y nietos, sé muy bien de qué hablo… Yo no permitiría que destinasen uno de los míos a los sueños en caso de no ser apto para ello. Ni por un millón de dólares. Slutsky se secó la boca con el dorso de la mano y la extendió para tomar la pluma.

—¿Qué dice el documento?

—Se trata de una opción. Le pagaremos a usted cien dólares en efectivo ahora mismo, tras la firma. No hay ningún compromiso. Estudiaremos la ensoñación del chico. Si opinamos que merece la pena proseguir, le volveremos a llamar y estableceremos el contrato definitivo, sobre la base de quinientos dólares anuales. Póngase confiadamente en mis manos, señor Slutsky, y no se preocupe. No le pesará en absoluto.

Slutsky firmó. Weill pasó el documento a través de la ranura del archivo y le tendió un sobre al primero.

Cinco minutos después, ya solo en el despacho, se colocó el descongelador en la cabeza y procedió a absorber intensamente la ensoñación del muchacho. Una típica ilusión infantil en primera persona. El protagonista manejaba los mandos del avión, él cual semejaba una combinación de ilustraciones extraídas de los seriales filmados, que circulaban aún entre aquellos que no disponían de tiempo, afición o dinero para adquirir cilindros de sueños.

Cuando se quitó el descongelador, vio que Dooley le estaba observando.

—¿Y bien, señor Weill, qué opina? —le preguntó con cierta avidez, dándose aires de propietario.

—Podría ser, Joe, podría ser. Tiene los armónicos, lo cual me parece esperanzador en un muchacho de diez años sin ningún entrenamiento. Cuando el avión atravesó una nube, hubo una clara sensación de almohadas. También un olor a sábanas limpias, lo cual supone un toque divertido. Seguiremos con él, Joe.

—Bien.

—Pero se lo repito, Joe, necesitamos descubrirlos aún más pronto. ¿Y por qué no? Algún día, Joe, cada criatura será comprobada al nacer. Tiene que existir forzosamente una diferencia en su cerebro, una diferencia que debería ser hallada. Así separaríamos los soñadores ya desde el principio.

—¡Diablos, señor Weill! —protestó Dooley, con aire dolido—. ¿Qué sería entonces de mi trabajo?

Weill rió.

—No hay motivo de preocupación todavía, Joe. No sucederá en toda nuestra vida. Por lo menos, no en la mía. Durante muchos años, dependeremos de los descubridores de talentos como usted. Siga vigilando playas y calles. —La mano de Weill se apoyó en el hombro de Dooley con amable gesto de aprobación—. Encuéntrenos más muchachos y la competencia no nos alcanzará… Ahora retírese. Voy a comer y disponerme para mi cita de las dos. El gobierno, Joe, el gobierno… —terminó, con un gesto de impotencia.

El visitante que Jesse Weill esperaba a las dos era un hombre joven, de mejillas de manzana, gafas, pelo rojizo y la resplandeciente energía de la persona encargada de una misión oficial. Tendió a Weill sus credenciales a través de la mesa, a la par que se anunciaba como John J. Byrne, delegado del Ministerio de Artes y Ciencias.

—Buenas tardes, señor Byrne —le saludó Weill—. ¿En qué puedo servirle?

—¿Estamos en privado aquí? —preguntó el agente, con insospechada voz de barítono.

—Completamente en privado.

—Entonces, si no le importa, voy a pedirle que examine esto.

Byrne le presentó un cilindro pequeño y bastante estropeado, sosteniéndolo entre el pulgar y el índice.

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