Cuentos completos (25 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Muy bien, allá vamos. La señora Jones miró el ticket que había surgido de la báscula en respuesta al penique que su marido había introducido en la ranura y comentó: «George, aquí dice que eres amable, inteligente, sagaz, laborioso y atractivo para las mujeres». Volvió el ticket del otro lado y añadió: «Y para colmo, se ha equivocado también en tu peso…»

Trask rió, incapaz de resistirse. Aunque el golpe era predecible, la sorprendente facilidad con que Meyerhof había remedado el tono de desdén en la voz de la mujer, y la maña con que había retorcido los rasgos de su cara para acoplarlos a aquel tono, hicieron que el político lanzara una irreprimible carcajada.

—¿Por qué lo encuentra divertido? —preguntó Meyerhof secamente.

Trask se contuvo.

—¡Discúlpeme!

—Le he preguntado por qué lo encuentra divertido. ¿Qué es lo que ha motivado su risa?

—Bueno… —manifestó Trask, intentando razonar—. La última parte sitúa bajo una nueva luz todo cuanto precede. Lo inesperado…

—Acabo de pintar a un marido humillado por su mujer —le atajó Meyerhof—, un matrimonio que es un verdadero fracaso, puesto que la mujer está convencida de la falta de toda virtud en su marido. Sin embargo, usted se rió. ¿Lo hallaría tan cómico de ser usted el marido?

Esperó un momento, pensativo. Luego prosiguió:

—Escuche este otro, Trask. Abner, sentado junto al lecho de su mujer, gravemente enferma, lloraba desconsolado, cuando su esposa, haciendo acopio del resto de sus fuerzas, se incorporo sobre un codo. «Abner —murmuró—. Abner, no puedo presentarme ante mi Hacedor sin confesarte mi culpa.» «Ahora no —murmuró a su vez el afectado marido—. Ahora no, querida. Anda, tiéndete y descansa.» «No puedo —replicó ella llorosa—. Debo contarlo. De lo contrario, mi alma no descansará nunca en paz. Te he sido infiel, Abner. En esta misma casa, no hace ni un mes…» «¡Calla, calla, querida! —la tranquilizó Abner—. Lo sé todo. ¿Por qué si no te habría envenenado?»

Trask intentó desesperadamente mantener la ecuanimidad, pero no logró ahogar su risa por entero.

—¿De modo que también le divierte? —dijo Meyerhof—. Adulterio, asesinato… Todo muy divertido.

—Bueno, ya sabe que se han escrito libros analizando el humor…

—Cierto, y he leído buen número de ellos. Más aún, le he leído la mayoría a Multivac. Sin embargo, los autores de esos libros se limitan a sospechar y conjeturar. Algunos afirman que reímos por sentirnos superiores a los seres implicados en el chiste. Otros, que se debe a que uno advierte de pronto la incongruencia, o siente un repentino alivio de la tensión, o reinterpreta de manera imprevista los acontecimientos. ¿Se incluye en todo eso una simple razón? Personas distintas ríen de chistes diferentes. No existe el chiste universal. Y hay seres que no se ríen de ninguno. Sin embargo, hay algo quizá más importante: el hombre es el único animal con verdadero sentido del humor, el único animal que ríe.

—Ya comprendo —dijo de pronto Trask—. Está usted intentando analizar el humor. Por eso transmite a Multivac una serie de chistes.

—¿Quién le dijo que lo estaba haciendo…? Olvídelo, fue Whistler. Ahora lo recuerdo. Me sorprendió ocupado en esa tarea. ¿Y qué hay con eso?

—Nada en absoluto.

—Supongo que no discutirá mi derecho a añadir cuanto desee al caudal general de conocimientos de Multivac o a formularle cualquier pregunta que desee…

—No, no, de ninguna manera —se apresuró a negar Trask—. A decir verdad, no me cabe duda alguna de que con ello abrirá el camino a nuevos análisis, de gran interés para los psicólogos.

—¡Humm! Tal vez. Hay otra cosa que me importuna, algo más importante que el análisis general del humor. Una pregunta específica que deseo hacer. Dos, en realidad.

—¿Ah, sí? ¿En qué consisten?

Trask se preguntó si el otro accedería a responder. No había medio alguno para forzarle en caso de que no lo deseara. Pero Meyerhof le explicó:

—La primera pregunta es la siguiente: ¿de dónde proceden todos esos chistes?

—¿Cómo?

—Sí, ¿quién los compone? Escuche, hace cosa de un mes, me pasé toda una velada intercambiando chistes. Como de costumbre, yo conté la mayoría de ellos, y también como de costumbre los tontos se rieron. Acaso pensaban en efecto que tenían gracia o tal vez deseaban animarme. En todo caso, un individuo se tomó la libertad de darme una palmada en la espalda, asegurando: «Meyerhof, sabe usted diez veces más chistes que ninguno de mis conocidos». Creo que decía la verdad, pero sus palabras suscitaron en mí un pensamiento. No sé cuántos cientos o acaso miles de chistes habré contado en una u otra época de mi vida. Sin embargo, el hecho es que jamás inventé ninguno. Ni siquiera uno. Sólo los repito. Mi única contribución se reduce a contarlos. La primera vez, los oigo o los leo. Y la fuente de mi audición o de mi lectura tampoco ha compuesto esos chistes. No he encontrado nunca a nadie que pretendiera ser el autor de un chiste. Siempre dicen lo mismo: «Oí uno muy bueno el otro día…» O bien: «Recientemente me contaron algunos muy buenos…» ¡Todos los chistes son viejos! A eso se debe que resulten tan atrasados y tan fuera de la realidad social. Tratan aún del mareo, por ejemplo, cuando este mal se previene fácilmente en nuestros días, por lo que no se experimenta nunca. O bien de esas básculas de las que sale un ticket con el horóscopo, como las del chiste que le he contado, siendo así que tales máquinas no se encuentran ya más que en las tiendas de antigüedades. De manera que, ¿quién compone los chistes?

—¿Es eso lo que intenta descubrir? —preguntó Trask.

Y aunque tuvo en la punta de la lengua añadir: «¡Cielo santo! ¿Y a quién le importa nada esa cuestión?», reprimió el impulso. Las preguntas de un Gran Maestro estaban siempre repletas de significado.

—Desde luego que es eso lo que intento descubrir. Enfóquelo de esta manera. No hay problema en que los chistes sean viejos. Al contrario, deben serlo para disfrutar de ellos. La originalidad no entra en el chiste. Existe una variedad de humor en la que cabe la originalidad, el juego de palabras. He oído algunos que evidentemente fueron compuestos siguiendo la inspiración del momento. Hasta yo he hecho algunos. Pero nadie se ríe de tales juegos de palabras. Uno gruñe. Y cuanto mejor sea el juego de palabras, más alto será el gruñido. El humor original no provoca la risa. ¿Por qué?

—Le aseguro que no lo sé.

—Muy bien, pues averigüémoslo. Después de dar a Multivac toda la información que consideré conveniente sobre el tópico general del humor, he pasado a suministrarle chistes selectos.

—¿Selectos en qué sentido? —preguntó Trask intrigado.

—No lo sé —respondió Meyerhof—. Advierto que son buenos, simplemente. Ya sabe que soy Gran Maestro…

—Sí, sí, de acuerdo.

—A partir de esos chistes y de la filosofía general del humor, mi primera solicitud a Multivac será que descubra el origen de los mismos, siempre que pueda. Puesto que Whistler ha metido sus narices en esto y ha creído adecuado informarle a usted, pasado mañana le transmitiré el análisis que deseo. Me parece que va a tener trabajo para rato…

—Seguro. ¿Puedo asistir yo también?

Meyerhof se encogió de hombros. Con toda claridad, la asistencia o no asistencia de Trask le tenía sin cuidado.

Meyerhof había elegido el último de la serie con particular cuidado. No sabría decir en qué consistía ese cuidado, pero había revuelto en su cerebro una docena de posibilidades y las había sometido a reiteradas pruebas respecto a una cualidad indefinible de intención y de significado. Dijo:

—Ug, el cavernícola, observó a su compañera, que corría hacia él deshecha en llanto, con su falda de piel de leopardo en desorden. «¡Ug! —clamó frenética—. Haz algo en seguida. Un tigre de dientes de sable ha entrado en la caverna de mamá. ¡Haz algo, te digo!» Ug gruñó, tomó su bien afilado hueso de búfalo y respondió: «¿Por qué he de hacer nada? ¿A quién le importa lo que le suceda a un tigre de dientes de sable?»

Fue entonces cuando Meyerhof formuló sus dos preguntas. Se echó luego hacía atrás y cerró los ojos, fatigado.

—No vi absolutamente nada malo en ello —dijo Trask a Whistler—. Me confesó con toda claridad y de buen grado lo que estaba haciendo. Lo encontré singular, pero legítimo.

—Lo que él pretendía estar haciendo —corrigió Whistler.

—Aun así, no puedo obstruir la tarea de un Gran Maestro basándome sólo en una opinión. Parece un poco raro, pero después de todo se supone que lo son todos. No creo que esté loco.

—Emplea a Multivac para descubrir el manantial de los chistes —murmuró desconcertado el analista jefe—. ¿Y no supone eso estar loco?

—¿Cómo asegurarlo? —preguntó a su vez Trask con irritación—. La ciencia ha avanzado hasta el extremo de que las cuestiones plenas de significado resultan ridículas. Las que poseen un sentido han sido pensadas, preguntadas y respondidas hace tiempo.

—No sirve para nada. Y eso me fastidia.

—Tal vez, pero no hay alternativa, Whistler. Veremos a Meyerhof, y usted podrá hacer los necesarios análisis de las respuestas de Multivac, si las hay. En cuanto a mí, mi única tarea se reduce a reunir el expediente. ¡Dios mío, si ni siquiera sé en qué consiste el trabajo de un analista como usted, a excepción de analizar! Y eso no me ayuda en nada.

—Pues es bastante sencillo —replicó Whistler—. Los Grandes Maestros como Meyerhof formulan las preguntas, y Multivac las reduce automáticamente a cantidades y operaciones. La maquinaria precisa para convertir las palabras en símbolos ocupa la mayor parte del volumen de Multivac. Multivac da después la respuesta en cantidades y operaciones, sin traducirla en palabras, excepto en los casos más simples y rutinarios. De diseñarlo para resolver el problema general de la traducción, su volumen habría de cuadruplicarse, cuando menos.

—Ya. Así pues, a usted le corresponde la tarea de traducir esos símbolos en palabras, ¿cierto?

—A mí y a otros analistas… En caso necesario, empleamos ordenadores más pequeños y especialmente diseñados al efecto. —Whistler sonrió con una mueca—. Al igual que las sacerdotisas délficas de la antigua Grecia, Multivac nos proporciona oráculos y oscuras respuestas. Sólo que, como ve, disponemos de traductores.

Habían llegado ya. Meyerhof les esperaba.

—¿Qué circuitos emplea usted, Gran Maestro? —preguntó Whistler vivamente.

Meyerhof se lo dijo, y Whistler se entregó a su tarea.

Trask intentó seguir el proceso, pero nada de aquello revestía el menor sentido para él. El representante del gobierno vio devanarse un carrete con una serie de perforaciones de infinita incomprensibilidad. El Gran Maestro Meyerhof aguardaba indiferente a un lado, mientras Whistler examinaba la plantilla a medida que emergía. El analista se había puesto unos auriculares y un micrófono ante la boca. De cuando en cuando, murmuraba una serie de instrucciones que guiaban a sus ayudantes, al frente de otros ordenadores electrónicos en algún lugar distante.

Whistler escuchaba ocasionalmente, y a continuación perforaba combinaciones en un complejo tablero, marcado con símbolos que se asemejaban de un modo vago a signos matemáticos, pero que no lo eran.

Pasó mucho más de una hora. El fruncimiento del entrecejo de Whistler se fue haciendo más marcado. En cierta ocasión, alzó la vista hacia los otros dos, empezó a decir: «¡Esto es increí…!», y volvió de nuevo a su trabajo.

Por último, anunció con voz ronca:

—Puedo darles ya una respuesta no oficial. —Sus ojos estaban ribeteados de un virulento color rojo—. La respuesta oficial habrá de esperar al análisis completo. ¿Desean la no oficial?

—Dígala —respondió Meyerhof.

Trask asintió a su vez. Whistler lanzó una avergonzada mirada al Gran Maestro.

—Parece cosa de locos… Multivac afirma que son de origen extraterrestre.

—¿Cómo dice? —preguntó Trask.

—¿Es que no me ha oído? Los chistes que reímos no fueron compuestos por ningún hombre. Multivac ha analizado todos los datos, y la única respuesta que concuerda con los mismos es que alguna inteligencia extraterrestre ha compuesto los chistes…, todos ellos…, y los ha infundido en mentes humanas seleccionadas, en épocas y lugares escogidos, de tal modo que persona alguna tiene conciencia de haber compuesto ninguno. Y todos los chistes siguientes son variantes menores y adaptaciones de aquellos grandes originales.

Meyerhof, con el rostro resplandeciendo por el orgullo que sólo puede conocer un Gran Maestro que, una vez más, ha formulado la pregunta debida, prorrumpió:

—¿Así que todos los escritores de comedias no hacen sino retorcer los antiguos chistes para ajustarlos a los nuevos propósitos? Ya sabíamos eso. La respuesta encaja.

—¿Pero por qué? —preguntó Trask—. ¿Por qué crearon los chistes?

—Multivac dice que el único propósito que concuerda con todos los datos es el estudio de la psicología humana. Nosotros estudiamos la psicología de las ratas obligándolas a encontrar su camino en un laberinto. Las ratas ignoran por qué. Y aun si se dieran cuenta de lo que pasa, que no se la dan, tampoco lo sabrían. Esas inteligencias exteriores estudian la psicología del hombre, anotando las reacciones individuales con respecto a anécdotas cuidadosamente seleccionadas… Sin duda esas inteligencias exteriores comparadas con nosotros nos superan tanto como nosotros a las ratas…

Whistler se estremeció. Trask, con la mirada fija, apuntó:

—El Gran Maestro dijo que el hombre es el único animal con sentido del humor. Al parecer, el sentido del humor nos viene de fuera.

Meyerhof añadió muy excitado:

—Y ante el único humor creativo que poseemos, no reaccionamos con la risa. Me refiero a los juegos de palabras.

—Parece como si los extraterrestres eliminasen las reacciones a los chistes espontáneos, para evitar la confusión —opinó Whistler.

—¡Vamos, vamos! —intervino Trask, sumido en una súbita agonía espiritual—. ¡Santo Dios! ¿De verdad se creen eso?

El analista le miró fríamente.

—Multivac así lo afirma. Por ahora, no puede decirse nada más. Ha señalado a los verdaderos chistosos del universo. Si deseamos saber más, habrá que proseguir la investigación. —Y añadió en un murmullo—: Si alguien se atreve a proseguirla.

El Gran Maestro Meyerhof dijo de pronto:

—Como usted sabe, formulé dos preguntas. Y puesto que ha sido respondida la primera, creo que Multivac cuenta con los datos suficientes para contestar a la segunda.

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