Cuentos completos (312 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Con este nuevo Efecto —prosiguió—, dinero ganaré y mi propia fábrica de flautas abriré.

—Muy bien —dije yo, pensando en la fábrica de flautas y mintiendo.

—Lo malo es que poseo una mente brillante. Sé elaborar conceptos que superan a las personas corrientes. Solamente, Harry, que maneras de ganar dinero elaborar no sé. Ese es un talento que no poseo.

—Mal —dije yo, sin mentir nada en absoluto.

—Por eso acudo a ti como abogado.

Yo me reí un poco, con una risita deprecatoria.

—Acudo a ti —continuó él—, para hacer que me ayudes con tu taimado, embustero, escurridizo, deshonesto cerebro de abogado.

Mentalmente, archivé el comentario en la carpeta de cumplidos inesperados, y dije:

—Yo también le aprecio a usted, tío Otto.

Debió de notar el tono de sarcasmo, porque se puso morado de rabia y chilló:

—No te pongas quisquilloso. Sé como yo, paciente, comprensivo y llano, cabeza de leño. ¿Quién de ti como hombre habla? Como hombre, eres un badulaque honrado, pero como abogado has de ser un granuja. Todo el mundo lo sabe.

Suspiré. El Colegio de Abogados me había advertido que viviría días como éste.

—¿Cuál es su nuevo efecto, tío Otto? —pregunté.

—Puedo retroceder en el tiempo y traer al presente cosas del pasado.

Actué con presteza. Con la mano izquierda saqué el reloj del bolsillo inferior izquierdo del chaleco y lo consulté con toda la ansiedad que supe acumular. Con la mano derecha cogí el teléfono.

—Bien, tío —dije con calor—, acabo de recordar una cita tremendamente importante a la que llegaré ya con horas de retraso. Siempre me alegra verle. Pero ahora me temo que debo decirle adiós. Sí, señor, verle ha sido un placer, un verdadero placer. Bueno, adiós, señor. Sí, señor…

No llegué a levantar el auricular del soporte. Iba a levantar la mano, en efecto, pero la de mi tío se había posado sobre la mía y empujaba hacia abajo. Imposible competir con él. ¿He dicho antes que tío Otto perteneció en 1932 al equipo de lucha grecorromana de Heidelberg?

Me cogió suavemente —para él— por el codo; yo me puse en pie. Fue un tremendo ahorro —para mí— de esfuerzo muscular.

—Permítasenos —dijo—, a mi laboratorio ir.

Y al laboratorio se fue. En cuanto a mi, como no tenía cuchillo, ni ganas de cortarme el bruzo izquierdo, separándolo del hombro correspondiente, a su laboratorio me fui también…

El laboratorio de tío Otto se encuentra al final de un pasillo, después de doblar una esquina, en un edificio de la Universidad. Desde que se vio la gran importancia del Efecto Schlemmelmayer, le dispensaron de todo trabajo rutinario y dejaron que hiciera lo que le pareciese bien. Lo cual se reflejaba en su laboratorio.

—¿Ya no cierra nunca la puerta? —pregunté.

Me miró con aire taimado, arrugando la enorme nariz como si olisquease algo.

—Lo está; está cerrada. Con un relé Schlemmelmayer, está cerrada. Yo pienso una palabra… y la puerta se abre. De otro modo no puede nadie entrar. Ni siquiera el Rector de la Universidad. ¡Ni siquiera el portero!

—¡Vaya, tío Otto! Una cerradura mental podría reportarle…

—¡Ah! ¿Debería vender la patente para que algún rico se lo apropiase? Jamás. Dentro de un tiempo yo mismo rico seré.

Una cosa hay que decir de tío Otto. No es uno de esos sujetos con los que tienes que discutir y volver a discutir para lograr que vean la luz. Sabes de antemano que nunca la verá. Por ello cambié de tema.

Y dije:

—¿Y la máquina del tiempo?

Tío Otto me aventaja unos treinta centímetros en estatura, pesa cerca de catorce kilos más y es fuerte como un buey. Cuando me rodea el cuello con las manos y me sacude, tengo que limitar mi papel en el conflicto a ponerme de color morado.

Y morado me volví, como era de rigor. El dijo:

—¡Sssiiittt!

Y yo entendí la idea.

Entonces me soltó y dijo:

—Nadie sabe nada del Proyecto X. —Y repitió ponderosamente—: El Proyecto X. ¿Comprendes?

Hice un signo afirmativo. De ningún modo habría podido hablar con una laringe que iba reponiéndose muy lentamente.

—No quiero que me creas sobre mi palabra —dijo—. Para ti voy una demostración a hacer.

Procuré quedarme cerca de la puerta.

—¿Traes un pedazo de papel con letra tuya escrito? —preguntó.

Rebusqué por el bolsillo interior del chaleco. Guardaba unas notas para una posible defensa de un posible cliente en un posible día futuro.

Tío Otto dijo:

—No me lo enseñes. Desgárralo, nada más. A pequeños pedazos desgárralo y en este vaso de análisis los trozos pon.

Rompí el papel en ciento veintiocho pedazos.

El los examinó pensativamente y se puso a ordenar botones de una… humm… una máquina. La tal máquina llevaba adosada una pequeña repisa de vidrio opalino que parecía la batea de un dentista.

Hubo una pausa. El seguía ordenando. Luego exclamó:

—¡Ajá! —Y yo emití un sonido raro, que no traduzco en letras.

Unos cinco centímetros más arriba de la batea había una cosa que parecía un trozo de papel peludo. Mientras yo miraba, quedó enfocado y… oh, vaya, ¿por qué darle demasiada importancia? Eran mis notas. Mi letra. Perfectamente legible. Perfectamente legítima.

—¿Hay inconveniente en que lo toque? —Yo estaba un poco ronco, en parte por la sorpresa, y en parte por la dulce manera que tenía tío Otto de imponer el secreto.

—No se puede —contestó, pasando la mano al través. El papel continuaba allí detrás, intacto—. Es sólo una imagen en un foco de un paraboloide tetradimensional. El otro foco se halla en un punto del tiempo anterior al momento en que lo has desgarrado.

Yo también lo atravesé con la mano. Yo no sentí nada.

—Ahora mira —dijo. Hizo girar un botón de la máquina y la imagen del papel se desvaneció. Entonces sacó unos cuantos trozos de papel del montón, los arrojó al cenicero y les acercó una cerilla. Luego echó las cenizas al fregadero y las hizo desaparecer por el tubo. Hizo girar nuevamente el botón y otra vez apareció el papel; aunque con una diferencia. Faltaban unos trozos irregulares.

—¿Los pedazos quemados? —pregunté.

—Exactamente. La máquina debe recorrer el tiempo a lo largo de los hipervectores de las moléculas sobre las cuales se enfoca. Si ciertas moléculas están dispersas por el aire… ¡pff-f-ft!

Tuve una idea.

—Supongamos que dispusiera solamente de las cenizas de un documento.

—Entonces sólo podríamos seguir la pista de esas moléculas.

—Pero quedarían tan bien distribuidas —señalé—, que obtendría una imagen, aunque borrosa, del documento.

—Hummm. Quizás.

La idea me entusiasmaba cada vez más.

—Bueno, pues, oiga, tío Otto. ¿Sabe cuánto pagarían por una máquina como ésa muchos departamentos de policía? Sería un don del cielo para los agentes…

Me interrumpí. No me gustaban los bufidos que tío Otto soltaba. Y pregunté, muy cortés:

—¿Decía usted algo, tío?

El conservaba una calma notable. Al hablar, su voz apenas pasaba de un berrido.

—De una vez para siempre, sobrino. Mis inventos yo, de ahora en adelante, por mi cuenta explotaré. Primero debo algún capital inicial obtener. Capital de otra fuente que la de mis ideas vender. Después de lo cual, una fábrica para mis flautas manufacturar abriré. Eso en primer lugar. Después, después, con las ganancias puedo maquinaria vector-tiempo manufacturar. Pero primero mis flautas. Antes que nada, mls flautas. Anoche, así lo juré.

»Por el egoísmo de unos cuantos el mundo de gran música se está privando. ¿Debe mi nombre a la historia como un asesino pasar? ¿Debe el Efecto Schlemmelmayer una manera de freír cerebros humanos ser? ¿O debe hermosa música a la mente traer? Grande, maravillosa, perdurable música.

Tenía una mano levantada en actitud oratoria… la otra se la había llevado a la espalda. Las ventanas producían un zumbido agudo al vibrar bajo el impacto de sus palabras.

—Tío Otto, que le oirán —advertí precipitadamente.

—Entonces, deja de gritar —replicó.

—Pero, oiga —protesté—, ¿cómo piensa obtener el capital inicial, si no quiere explotar esa maquinaria?

—No te lo he contado. Puede hacer una imagen real. Y si resulta una imagen valiosa, ¿qué me dices?

Esto parecía excelente.

—¿Quiere decir algo así como un documento perdido, un manuscrito, una primera edición… cosas de ese calibre?

—Pues no. Hay una pega. Dos pegas. Tres pegas.

Yo aguardé a que parase de contar; pero parecía ser que el limite era tres.

—¿Qué pegas? —inquirí.

—Primera —respondió—, que debo tener el objeto en el presente para enfocarlo; de lo contrario no puedo localizarlo en el pasado.

—¿Quiere decir que no puede encontrar nada que no exista actualmente, en un lugar donde usted pueda verlo?

—En ese caso, las pegas números dos y tres son puramente académicas. Pero, de todos modos, ¿en qué consisten?

—Sólo puedo traer del pasado un gramo de materia, aproximadamente.

¡Un gramo! ¡La milésima parte de un kilogramo!

—¿Qué pasa? ¿No dispone de bastante energía?

Tío Otto contestó con acento irritado:

—Se trata de una relación exponencial inversa. Ni toda la energía del universo más que acaso dos gramos traer no podría.

Eso ponía la situación más bien nublada.

—¿Y la tercera pega? —pregunté.

—Pues… —E1 hombre titubeaba—. Cuanto más separados los focos, tanto más elástico el lazo. Cierta distancia ha de existir antes de que al presente se pueda traer. En otras palabras, hacia el pasado al menos ciento cincuenta años hay que retroceder.

—Comprendo —dije— aunque en realidad no lo comprendía.

Yo procuraba expresarme como un abogado.

—Resumiendo: usted quiere traer del pasado algo que le permita reunir un capitalito. Ha de ser algo que exista y que usted pueda ver; de manera que no puede ser un objeto perdido, de valor histórico O arqueológico. Ha de pesar menos de un gramo, de modo que no puede ser el diamante Kullinan ni cosa parecida. Ha de tener ciento cincuenta años de antigüedad al menos, de modo que no puede ser un sello raro.

—Exacto —dijo tío Otto—. Lo has captado perfectamente.

—¿Qué he captado? —Medité un par de segundos. Luego dije—: No se me ocurre nada. Bueno, adiós, tío Otto.

No creía que me saliera bien; pero intenté marcharme.

No salió bien. Las manos de tío Otto descendieron sobre mis hombros y me quedé de puntillas sobre un par de centímetros de aire.

—Me arrugará la chaqueta, tío Otto.

—Harold —dijo él—, como abogado a su cliente, me debes algo más que un adiós precipitado.

—No he cobrado anticipo alguno, comprometiéndome —logré gargarizar.

El cuello de la camisa empezaba a oprimir en exceso el mío propio. Probé de deglutir, y el primer botón salió disparado.

—Entre parientes, el dar un anticipo es una formalidad baladí —razonaba mi tío—. Por mi condición de cliente y de tío tuyo me debes una fidelidad absoluta. Además, si no me ayudas a salir de este apuro, te ataré las piernas detrás del cuello y te bloquearé como si fueses una pelota de baloncesto.

Como abogado que soy, la lógica me infunde mucho respeto.

—Me entrego —dije—. Me rindo. Usted gana.

El me dejó caer.

Y entonces… (ésta es la parte que me parece más increíble cuando vuelvo la vista hacia la aventura en conjunto)… tuve una idea.

Fue la ballena de las ideas. Un monstruo. Esa idea en toda una vida que todo el mundo tiene sólo una vez.

Por el momento, no le expliqué toda la cuestión a tío Otto. Quería pasar unos días meditándolo. En cambio, si le dije lo que había que hacer. La dije que tendría que irse a Washington. No fue fácil convencerle a fuerza de discursos; aunque, por otra parte, si ustedes conocieran a tío Otto, hay ciertos medios…

Encontré dos billetes de diez dólares asomando lamentablemente en mi cartera y se los di.

—Comprobaré cuánto vale el billete del tren, y usted podrá quedarse con los veinte dólares, si resulta que no me porto honradamente.

El reflexionó.

—Tonto para arriesgar veinte dólares por nada tampoco lo eres —admitió.

Tenía razón, además…

Volvió a los dos días y me comunicó qué objeto había enfocado. Al fin y al cabo, estaba en una caja llena de nitrógeno y herméticamente cerrada; pero tío Otto dijo que no importaba. De regreso al laboratorio, unos seiscientos kilómetros más allá, el enfoque continuaba perfecto. También fue tío Otto quien me lo aseguró.

Yo dije:

—Dos cosas, tío Otto, antes de hacer nada.

—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? —Y siguió mucho más rato—: ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?

Colegí que le dominaba la ansiedad. Y dije:

—¿Está seguro de que si traemos al presente un fragmento de un objeto perteneciente al pasado, ese fragmento no desaparecerá del objeto tal como ahora exista?

Tío Otto hizo sonar los largos nudillos y dijo:

—Creamos materia nueva, no robamos la vieja. ¿Para qué otro fin enormes cantidades de energía necesitaríamos?

Yo pasé al segundo punto.

—Y mis honorarios, ¿qué?

Acaso ustedes no lo crean, pero hasta entonces no había mencionado el dinero para nada. Tampoco lo había mencionado tío Otto. En su caso, era muy lógico.

Los labios se le estiraron en una mala imitación de una sonrisa afectuosa.

—¿Honorarios?

—El diez por ciento de lo que usted cobre —le dije.

El hombre abrió la boca de sorpresa.

—Pero ¿a cuánto ascenderá lo que cobre?

—Quizá ascienda a cien mil dólares. A usted le corresponderían noventa mil.

—¡Noventa mil…! ¡Himmel! Entonces, ¿a qué esperamos?

Saltó hacia la máquina y al medio minuto el espacio de encima de la bandeja del dentista brillaba con la imagen de un pergamino.

Aquello aparecía cubierto de una letra pulcra, juntita, como si fuese una anotación para un premio de caligrafía antigua. Al final de la hoja había unos nombres: uno grande y cincuenta y cinco pequeños.

¡Cosa curiosa! Me quedé sin aliento. Yo había visto muchas reproducciones, pero aquello era el documento original. ¡Era la auténtica Declaración de Independencia!

—¡Que me cuelguen! —exclamé—. Lo ha conseguido.

—¿Y los cien mil? —inquirió tío Otto, pasando al punto concreto.

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