Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿Por qué?
—Porque este monstruo es un ejemplar joven de la especie. Deberías saber lo que pasa cuando un comerciante mata a un joven indígena, aunque sea por azar. Además, si estamos en el punto a donde nos dirigíamos, debemos encontrarnos en la hacienda de un indígena muy poderoso. Y tal vez éste sea uno de sus hijos.
Así fue como llegaron a la prisión en la que se encontraban. Quemaron con sus armas la gruesa y dura cubierta que los envolvía, practicando un orificio, y se percataron de que les era imposible saltar desde aquella altura terrorífica.
La jaula volvió a temblar y se levantó en un movimiento oscilante. El Mercader rodó hasta el extremo opuesto y el golpe le despertó. Quitaron la cubierta y la luz entró a raudales. Como la vez anterior, tenían ante sí a dos ejemplares jóvenes de aquella raza. Apenas se diferenciaban de los adultos, pensó el Explorador, aunque, por supuesto, eran mucho más pequeños.
Les introdujeron un manojo de gruesas cañas entre los barrotes. Su olor no era desagradable, pero en su extremo estaban llenos de tierra.
El Mercader se apartó y dijo con voz ronca: —¿Qué hacen?
—Tratan de darnos de comer —contestó el Explorador—. Al menos eso es lo que parece. Esto es la hierba de este planeta. Los dos monstruos colocaron de nuevo la cubierta y ambos se quedaron solos en la jaula bamboleante, ante su comida.
Flaco dio un respingo al oír pasos y su expresión se iluminó cuando vio que era Rojo. —No hay nadie por aquí —dijo—. He estado atento.
—Calla —le dijo Rojo—. Mira. Toma esto y mételo en la jaula. Yo tengo que volver a casa.
—¿Qué es? —preguntó Flaco.
—Es carne. ¿No has visto nunca? Es lo que deberías haberme traído cuando te envié a la casa, en vez de esa ridícula hierba. Flaco se molestó.
—¿Y cómo iba yo a saber que no comían hierba? Además, la carne no se presenta así, sino envuelta en celofán, y no tiene este color.
—En la ciudad… Pero aquí la cortamos nosotros mismos, y tiene ese color hasta que se asa.
—¿Quieres decir que no está cocida?
Flaco se apartó con rapidez, y Rojo le miró con disgusto.
—¿Es que los animales comen carne asada? Vamos, no te hará nada. No tenemos mucho tiempo.
—¿Por qué? ¿Qué pasa en la casa?
—No lo sé. Mi padre y el tuyo están paseando. Creo que me están buscando. Quizá la cocinera les ha dicho que me llevé la carne. De todos modos, debemos impedir que nos sigan.
—¿No pediste permiso a la cocinera para llevarte la carne?
—¿A quién? ¿A esa estúpida? No me extrañaría que sólo me permitiese tomar un vaso de agua, obedeciendo las órdenes de mi padre. Vamos, toma.
Flaco tomó la gran tajada de carne, aunque se estremeció al tocarla. Se encaminó entonces hacia el establo y Rojo se alejó corriendo en la dirección en que había llegado.
Aminoró su carrera al llegar cerca de los dos adultos, hizo dos profundas inspiraciones para recuperar aliento y luego se acercó caminando despreocupadamente. Advirtió que iban hacia el establo, pero no deliberadamente.
—Hola, papá —dijo—. Hola, señor. El industrial le llamó.
—Un momento, Rojo. Tengo que hacerte una pregunta. Rojo volvió su rostro, cuidadosamente inexpresivo, hacia su padre. —¿Dime, papá?
—Tu madre me ha dicho que esta mañana saliste muy temprano. —No tanto, papá. Un poco antes de desayunar.
—Me ha dicho que tú le dijiste que lo hacías porque esta noche algo te había despertado.
Rojo se calló de momento. ¿Por qué se lo habría dicho a su madre? —Sí, papá.
—¿Y qué fue lo que te despertó?
Rojo no vio ningún mal en responder a aquella pregunta. —No lo sé, papá. Parecía un trueno, y como un choque. —¿No podrías decirme de dónde venía? —Parecía venir de ahí… de la colina.
Esto era cierto y además útil, pues la colina se hallaba en dirección opuesta a la del establo.
El industrial miro a su invitado.
—Supongo que nada se perderá con echar un vistazo a la colina. —Estoy dispuesto —repuso el astrónomo.
Rojo vio cómo se alejaban, y al volverse distinguió a Flaco atisbando cautelosamente entre los zarzales de un seto. Le hizo una seña:
—Ven.
Flaco salió de su escondrijo y se acercó.
—¿Han dicho algo de la carne?
—No. Creo que no saben nada. Se han ido a la colina.
—¿Para qué?
—Que me registren. Sólo me han preguntado por el ruido que oí anoche. Oye, ¿se han comido la carne los animales? —Pues verás —repuso Flaco con lentitud—, la miraban y la olían, o algo por estilo.
—Muy bien —dijo Rojo—. Terminarán por comérsela; tienen que comer algo. Vamos a la colina para ver qué hacen tu padre y el mío.
—¿Y los animales?
—Déjalos. No podemos pasarnos la vida vigilándolos. ¿Les diste agua? —Sí, y se la bebieron.
—Ya. Vamos. Iremos a verlos después de comer. ¿Sabes?, les llevaremos fruta. Seguro que comen fruta.
Ambos ascendieron corriendo por la cuesta. Rojo, como siempre, llevaba la delantera.
—¿Cree que ese ruido fue causado por su nave al aterrizar? —dijo el astrónomo. —¿Y usted?
—De ser así, tal vez estén todos muertos.
—O tal vez no —dijo el industrial, frunciendo el ceño. —Si han aterrizado y siguen con vida, ¿dónde están? —Eso es lo que me pregunto desde hace rato. Seguía con el ceño fruncido.
—No lo comprendo —observó el astrónomo. —Tal vez no vengan como amigos. —Oh, no. He hablado con ellos. Tienen…
—¿Y si no fuese más que un sondeo…, una preparación para su maniobra siguiente…, la invasión?
—Sólo tienen una nave, señor.
—Eso es lo que le dijeron. Pueden disponer de una escuadra. —Ya le hablé de su tamaño. Ellos…
—Su tamaño no importa, si poseen armas superiores. —No quería decir eso.
—Desde el primer momento, esa idea no se aparta de mí —prosiguió el industrial—. Por esta razón accedí a verlos cuando recibí su carta. No para aceptar un comercio inoportuno e imposible, sino para ver cuáles son sus verdaderas intenciones. No suponía que rehuyesen esta entrevista —suspiró—. No creo que sea culpa nuestra. En una cosa tiene usted razón. El mundo lleva demasiado tiempo en paz, por eso hemos perdido un saludable espíritu de sospecha y desconfianza.
La suave voz del astrónomo alcanzó un timbre desusado:
—Quiero que preste atención. No creo que haya motivo alguno para suponer que sean hostiles… Son pequeños, efectivamente, pero la única importancia que eso tiene es porque refleja el hecho de que sus mundos de origen son también pequeños. Nuestro mundo posee lo que para ellos sería una gravedad normal, pero debido a nuestro potencial gravitatorio, mucho más elevado, nuestra atmósfera es demasiado lenta para permitirles vivir aquí desahogadamente durante un período prolongado. Por una razón similar, la utilización de nuestro mundo como base para los viajes interestelares, a no ser para comerciar y cambiar determinadas mercancías, es antieconómica. Y existen importantes diferencias en la química biológica debido a las diferencias fundamentales del terreno. Así, ni ellos podrían ingerir nuestros alimentos ni nosotros los suyos.
—Pero, seguramente, todo esto podría resolverse. Ellos podrían traer consigo su propia comida, edificar estaciones cubiertas con cúpulas en las que reinaría una presión atmosférica menor, y construir naves espaciales.
—Desde luego, pueden hacerlo. Todo esto sería un juego de niños para una raza dotada de ímpetu juvenil. Sencillamente, lo que ocurre es que no tienen necesidad de hacerlo, en absoluto. En la Galaxia encontrarán millones de mundos adecuados para ellos. ¿Para qué necesitan éste, que no reúne las condiciones mínimas?
—Y usted, ¿cómo lo sabe? Todo esto también se lo han dicho ellos.
—No, esto pude comprobarlo por mi cuenta. No olvide que soy astrónomo.
—Es cierto. En ese caso, mientras vamos allá, dígame a qué conclusiones ha llegado.
—En primer lugar, tenga en cuenta que durante mucho tiempo nuestros astrónomos han creído en la existencia de dos tipos generales de cuerpos planetarios. Los primeros eran los que se formaron a suficiente distancia de su núcleo estelar. Estos, más fríos, pudieron capturar átomos de hidrógeno, con el resultado de que fueron grandes planetas ricos en hidrógeno, amoníaco y metano. Tenemos ejemplos de ellos en los gigantescos planetas exteriores. La segunda clase incluiría aquellos planetas formados tan cerca de la estrella central que su elevada temperatura les impediría capturar muchos átomos de hidrógeno. Estos planetas serían más pequeños, relativamente pobres en hidrógeno pero abundantes en oxígeno. Nosotros conocemos muy bien este tipo, porque vivimos en uno de ellos. El nuestro es el único sistema solar que conocemos con detalle, y por eso nos hemos acostumbrado a suponer que sólo pueden existir estos dos tipos de planetas.
—Por lo que usted dice, deduzco que existe un tercer tipo, ¿no es eso?
—Sí. Existe un tipo superdenso, aún más pequeño y más pobre en hidrógeno que los planetas interiores del sistema solar. La proporción en que se encuentran los planetas de hidrógeno amoníaco y esos mundos superdensos de agua-oxígeno en que ellos viven es, en toda la Galaxia, de tres a uno… y no olvide que ellos ya han realizado una exploración de áreas muy considerables de la Galaxia, cosa que nosotros, sin medios para realizar viajes interestelares, no podemos hacer. Esto les permite explorar y colonizar varios millones de mundos superdensos.
El industrial contempló el cielo azul y las verdes copas de los árboles entre los que paseaban.
—¿Y mundos como el nuestro?
—El nuestro es el primer sistema solar que ellos han explorado que los contiene —dijo el astrónomo—. Por lo visto, la creación de nuestro sistema solar fue un hecho aislado, que no se ajustó a la norma general.
El industrial meditó estas palabras.
—En resumen, esto quiere decir que estos seres del espacio viven en asteroides.
—No, no. Los asteroides son otra cosa. Su presencia se señala, según me dijeron, en uno de cada ocho sistemas estelares pero son algo completamente distinto de lo que hablamos.
—¿Y cómo es posible que usted, que es un astrónomo, se limite a citar lo que estos seres le han dicho sin más pruebas?
—Pero es que no se limitaron a proporcionarme noticias escuetas. Me ofrecieron una teoría de la evolución estelar ante la que tuve que rendirme y que es mucho más perfecta que todo cuanto han concebido nuestros astrónomos hasta la fecha, con la sola y posible excepción de algunas teorías perdidas que se remontan a la época anterior a las guerras. Tenga usted en cuenta que su teoría me fue expuesta de forma rigurosamente matemática y la Galaxia que postulaba era exactamente igual a la que ellos describen. Por lo tanto, tienen tantos mundos como pueden desear. No les mueven afanes de conquista. Y mucho menos de nuestro planeta.
—La razón nos impulsa a creerlo así, admitiendo que lo que usted dice sea cierto. Pero pueden existir seres inteligentes e irracionales. Nuestros antepasados eran sin duda inteligentes, pero más bien se portaron como seres irracionales. ¿Le parece a usted racional destruir casi toda su tremenda civilización en el curso de una guerra atómica, cuyas causas escapan a la comprensión de nuestros historiadores? —El industrial evocó aquellos recuerdos con el ceño sombrío—. Desde que se tiró la primera bomba atómica sobre las Islas del Sol orientales, cuyo antiguo nombre no recuerdo, sólo existió un objetivo, y no había que ser un lince para predecir el final. A pesar de ello, se permitió que las cosas siguiesen su curso hasta que se llegó fatalmente a aquel final. —Levantando la mirada, dijo de pronto con animación—: Bien, ¿dónde estamos? Me pregunto si no estaremos haciendo el ridículo, después de todo.
Pero el astrónomo, que le había precedido un poco, dijo con voz ronca:
—No hemos hecho el ridículo, señor. Venga aquí y mire.
Rojo y Flaco seguían sigilosamente a sus mayores con la curiosidad propia de la juventud, ayudados por la distracción y la ansiedad de sus padres. La maleza entre la que se ocultaban impedía vislumbrar con claridad el objeto final de la búsqueda.
—Cielo santo —exclamó Rojo—. Mira eso. Parece todo de plata brillante o algo por el estilo.
Pero quien daba mayores muestras de excitación era Flaco. Agarró a su compañero.
—Ya sé lo que es. Es una astronave. Ahora comprendo por qué mi padre ha venido aquí. Es uno de los primeros astrónomos del mundo y tu padre forzosamente tenía que llamarle a él si una astronave aterrizaba en su hacienda.
—¿De qué estás hablando? Papá ni siquiera sabía que eso estaba ahí. ¿Sabes por qué ha venido? Porque le dije que oí un trueno por ahí. Además, las astronaves no existen.
—Claro que existen. Mira, ahí tienes una. ¿Ves esas cosas redondas? Son portillas. ¿Y ves también los tubos de los cohetes? —¿Cómo sabes tantas cosas? Flaco se sonrojó.
—Las he leído —repuso—. Mi padre tiene libros que hablan de ellas. Son libros antiguos. De antes de las guerras. —Hum… Ahora ya sé que me estás contando mentiras. ¡Libros de antes de las guerras!
—Mi padre debe tenerlos. Es profesor en la Universidad. Da clases.
Había alzado la voz sin darse cuenta y Rojo tuvo que tirarle de una manga.
—¿Quieres que nos oigan? —le susurró indignado. —Pues es una astronave.
—¿Quieres decir, Flaco, que es una nave de otro planeta? —Forzosamente. Mira cómo mi padre le da vueltas. Si fuese otra cosa, no se mostraría tan interesado.
—¡Otros planetas! Pero, ¿acaso existen otros planetas habitados?
—Por todas partes. Los hay que son como el nuestro. Y otras estrellas también tienen planetas, probablemente. Los debe haber a millones.
Rojo se sentía abrumado. Todo aquello sobrepasaba su entendimiento. únicamente supo murmurar:
—¡Estás loco!
—Muy bien. Voy a demostrártelo. —¡Eh! ¿Adónde vas?
—A preguntárselo a mi padre. Supongo que si él te lo dice, lo creerás. Supongo que creerás lo que diga un profesor de Astronomía que sabe lo que…
—Eh, tú —le dijo Rojo—. Será mejor que no nos vean. ¿Quieres que empiecen a hacernos preguntas y se enteren de lo de nuestros animales?
—No me importa. Tú ya has dicho que estoy loco.
—¡Vamos! Me prometiste que no dirías nada.
—Y no pienso decirlo. Pero si ellos lo descubren será culpa tuya, por discutir y decir que estoy loco.