Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Era felicidad concentrada, destilada del reducido suministro destinado a los miles de millones de personas corrientes que vivían en la Superficie.
—Sí, tienes razón. Si, había que hacerlo. Pero pudo haber sido muy distinto, Fulton. Ya sabes… —se sentó en la dura roca, cruzó los brazos sobre las rodillas y apoyó el mentón en ellos—, a veces pienso en cómo había de ser en los antiguos tiempos, cuando en la Tierra habia naciones y guerras. Pienso que la gente debió de considerarlo un milagro cuando las Naciones Unidas se convirtieron en un auténtico gobierno mundial, y en qué había de significar Atlantis para ellos.
»Era una ciudad que gobernaba la Tierra, pero no pertenecía a la Tierra. Era un disco negro en el aire, capaz de aparecer en cualquier punto de la Tierra y a cualquier altura; no pertenecía a ninguna nación, sino a todo el planeta; no era fruto de ninguna nación en particular, sino la primera gran realización de toda la raza…, y luego, ¡en qué se convirtió!
—¿Nos vamos? —propuso Fulton—. Hemos de estar de regreso a la nave antes de que oscurezca.
Plat continuó:
—En cierto modo, supongo que era inevitable. La raza humana nunca inventó ninguna institución que no terminase siendo un cáncer. En los tiempos prehistóricos, el curandero, que empezó siendo el depositario del saber tribal, terminó, probablemente, constituyendo la última barrera que se oponía al progreso de la tribu. En la Roma antigua, el ejército de ciudadanos…
Fulton le dejaba hablar pacientemente. Sus palabras eran un extraño eco del pasado. Y, por aquellos días, había habido otros ojos posados sobre él, aguardando pacientemente, mientras hablaba.
—…el ejército de ciudadanos que defendía a los romanos de todos los invasores, desde Veii a Cartago, se convirtió en la Guardia Pretoriana profesional que vendió el Imperio y cargó de tributos todas sus tierras. Los turcos crearon los jenízaros como avanzadilla invencible contra Europa, y el Sultán acabó siendo esclavo de los jenízaros esclavos suyos. Los barones de la Europa medieval protegían a los siervos contra los normandos y los magiares, pero luego continuaron durante seiscientos años más bajo la forma de una aristocracia parásita que no aportaba nada en absoluto.
Plat se fijó en la expresión paciente de aquellos ojos, y dijo:
—¿No me comprendes?
Uno de los técnicos más audaces adujo:
—Con su permiso, Superior, deberíamos estar trabajando. que sí.
—Si, supongo
El técnico sintió pena. Aquel Superior era un tipo raro, pero bien intencionado. Aunque decía un sinfín de insensateces, les preguntaba por sus familiares, les decía que eran muchachos excelentes y que el trabajar los hacía mejores que los Superiores. Por ello explicó:
—Mire usted, hay otro cargamento de granito y acero para el nuevo teatro y tendremos que modificar la distribución de energía. Pero se está poniendo bastante difícil conseguirlo. Los Superiores no quieren escucharnos.
—Pues, eso es lo que quería decir. Deberíais obligarles.
Pero el otro se limitaba a mirarle fijamente, y en aquel momento una idea penetró suavemente en el inconsciente de Plat.
Leo Spinney le esperaba en el nivel de cristal. Tenía los mismos años que Plat, pero era más alto y mucho más atractivo. Plat tenía un rostro delgado, los ojos azul porcelana y nunca sonreía. Spinney tenía la nariz recta y unos ojos castaños que parecían reír continuamente.
—Nos perderemos el partido —le dijo Spinney.
—No quiero ir, Leo. Por favor.
—¿Otra vez con los técnicos? —dijo Spinney—. ¿Por qué pierdes el tiempo?
—Trabajan —respondió Plat—. Los respeto. ¿Qué derecho tenemos a permanecer ociosos?
—¿Debo preguntarle al mundo cómo es eso, si a mí me va tan bien?
—Si no lo preguntas tú, alguien lo preguntará algún día.
—Será algún día; hoy no. Y, francamente, sería mejor que vinieras. El Sekjen se ha fijado en que nunca asistes a los partidos, y no le gusta. Personalmente, creo que la gente le habló de tus conversaciones con los técnicos y tus visitas a la Superficie. Hasta es posible que piense que te asocias con los Inferiores.
Spinney se rió de buena gana, pero Plat no dijo nada. No les perjudicaría nada a los Otros que se relacionasen un poco más con los Inferiores y se enterasen algo mejor de lo que pensaban. Atlantis tenía sus cañones y sus batallones de ondas. Pero quizá algún día aprendiera que no bastaba con esto. No bastaba para salvar al Sekjen.
¡El Sekjen! A Plat le daban ganas de escupir. El título completo era «Secretario General de las Naciones Unidas». Dos siglos atrás era un cargo electivo, honorable. Actualmente lo desempeñaba un hombre como Guido Garsthavastra porque podía demostrar que era hijo de su igualmente indigno padre.
«Guido G.», le llamaban los Inferiores de la Superficie. Y habitualmente añadían «Sha Guido G.», porque el titulo de Sha lo había llevado una dinastía de reyes despóticos orientales. Los Inferiores lo conocían bien, sabían quién era. Plat quería explicarle estas cosas a Spinney, pero no había llegado el momento todavía.
Los verdaderos juegos se celebraban en la parte alta de la estratosfera, a ciento sesenta kilómetros sobre Atlantis, aunque la Isla Celeste se encontraba a treinta y dos kilómetros nada más del nivel del mar. El enorme anfiteatro estaba completamente lleno y el globo radiante de su centro atraía todas las miradas. Cada diminuto crucero de un solo hombre de allá en las alturas estaba representado por su símbolo particular, que brillaba con el color de la flota de que formaba parte. Las pequeñas centellas reproducían en una miniatura exacta los movimientos de las naves.
El juego estaba empezando en el momento en que Plat y Spinney ocupaban sus asientos. Los puntitos se lanzaban ya unos contra otros, cruzando rasantes errando el blanco, girando.
Un grandioso marcador pregonaba el desarrollo de la batalla utilizando una simbología convencional que Plat no entendía. Sonaba una confusión de vitores y gritos de aliento por una u otra flota y en favor de naves concretas.
Allá arriba, bajo un dosel, estaba el Sekjen, el Sha Guido G. de los Inferiores. Plat casi no le veía; en cambio, distinguía claramente la reproducción reducida del globo de juego que tenía allí para su uso particular.
Era la primera vez que Plat contemplaba el juego. No entendía el sentido de ciertas jugadas ni la causa de los gritos de la gente en determinados instantes. Sin embargo, comprendía que los puntos eran naves y las rayas luminosas que salían de ellos con gran frecuencia representaban rayos de energía que, allá arriba, a ciento sesenta kilómetros de distancia, eran tan reales como los inflamados átomos podían producirlos. Cada vez que aparecía una raya luminosa, se elevaba un gran griterío del público, que moría en forma de gran gemido de lamento cuando el punto que servía de blanco lograba virar y escapar.
De pronto, se levantó un grito general de todos los espectadores, y hombres y mujeres, incluido el mismo Sekjen, se pusieron en pie. Uno de los puntos brillantes había sido alcanzado y estaba cayendo…, cayendo, en espiral. Ciento sesenta kilómetros más arriba una nave de verdad hacía lo mismo; hundiéndose en la atmósfera, cada vez más densa, que calentaba y consumiría la aleación especial de magnesio del casco hasta convertirlo en polvo, inofensivas cenizas antes de que pudiera llegar a la superficie de la Tierra.
Plat se volvió.
—Me marcho, Spinney.
Este trazaba unas señales en su tarjeta de puntuación y decía:
—Son ya cinco las naves que han perdido los Verdes esta semana. Hemos de disponer de más. —Y estaba ya en pie, gritando furiosamente—: ¡Otra!
El público hacía suyo el grito, lo coreaba. Plat dijo:
—En esa nave ha muerto un hombre.
—Tenlo por seguro. Uno de los mejores que tenían los Verdes, además. Es una suerte tremenda.
—¿Te das cuenta de que ha muerto un hombre?
—No son más que Inferiores. ¿Qué te pasa?
Plat retrocedía despacio por entre las filas de gente, camino de la salida. Unos cuantos espectadores levantaban los ojos hacia él y hablaban en susurros. Pero la mayoría sólo tenían ojos para el globo del juego. El perfume flotaba por todo su entorno, y en la distancia, entre los gritos del público, se dejaba oír de vez en cuando una dulce cascada de música. Mientras cruzaba una de las entradas principales, un alarido de la gente hizo temblar el aire, a su espalda.
Plat, con aire hosco, hizo un esfuerzo por sobreponerse a la náusea.
Anduvo algo más de tres kilómetros; luego se detuvo.
Unas vigas de acero se columpiaban en las puntas de los rayos diamagnéticos y el áspero son de unas órdenes dadas con los acentos propios de los Inferiores llenaban el aire.
En Atlantis se estaba construyendo edificios ininterrumpidamente. Doscientos años atrás, cuando Atlantis era la auténtica sede del gobierno, tenía líneas rectas, anchos espacios. Ahora, en cambio, había mucho más. Había la cúpula de placer de Xanadú, a la que se había referido Coleridge.
El techo de cristal habla sido elevado y ampliado demasiadas veces durante los dos siglos anteriores. Cada vez lo habían puesto más recio, a fin de que Atlantis pudiera remontarse más hacia lo alto, sin correr peligro, y soportar con mayor seguridad los posibles impactos de los guijarros meteóricos que pudieran encontrar a su paso y que todavía no hubieran sido consumidos enteramente por el aire.
Y a medida que Atlantis se volvía más inútil y más atractiva, los Superiores dejaban cada vez más sus fincas y sus fábricas en manos de gerentes y capataces y se iban a vivir permanentemente a la Isla Celeste, cuyos edificios se hacían cada vez más extensos, más altos y más complicados.
Allí había otra estructura.
Las Ondas permanecían a la espera en estólida, sumisa obediencia. El nombre con que se designaba a las mujeres —si, pensaba acerbamente Plat, podía considerárselas tales— había sido tomado del inglés primitivo de los tiempos en que la Tierra estaba dividida en naciones. También aquí habían prevalecido la transformación y la degeneración. Las antiguas Ondas se habían encargado del trabajo burocrático en retaguardia. Ahora las criaturas a las que seguían dando el nombre de Ondas eran soldados de línea.
Era una transformación lógica, y Plat lo sabía. Debidamente instruidas, las mujeres eran más obstinadas, más fanáticas y menos propensas a dudas y remordimientos que los hombres.
En todos los lugares donde se construyera algo, había siempre una guarnición de Ondas, porque la tarea de construir la realizaban los Inferiores, y a estos, en Atlantis, había que vigilarlos. Del mismo modo que a los de la Superficie había que atemorizarlos. En los últimos veinticinco años, la artillería atómica de largo alcance que tachonaba la cara inferior de Atlantis se había doblado y triplicado.
Plat observó como la viga descendía suavemente, y como dos hombres se gritaban indicaciones el uno al otro mientras aquélla se asentaba en su puesto. Pronto no quedaría ya espacio en Atlantis para nuevos edificios.
La idea que removiera su Inconsciente a primeras horas del día, daba ahora unos aldabonazos a la mente consciente de Plat.
Y las ventanillas de su nariz se dilataron.
Plat arrugó la nariz al percibir el olor del aceite y la maquinaria. Estaba habituado a olores de todas clases; mucho más que la mayoría de Superiores, que tenían el olfato pervertido por los perfumes. Había estado en la Superficie y percibido los olores penetrantes de las plantas que crecían en los campos de cultivo y los humos de sus ciudades.
Plat le dijo al técnico:
—Estoy pensando seriamente en construir una casa nueva. ¿Querrías aconsejarme sobre cuál sería el mejor emplazamiento posible?
El técnico quedó sorprendido y complacido.
—Gracias, Superior. ¡Se ha hecho tan difícil ordenar la energía disponible!
—Por eso acudo a ti.
Hablaron extensamente. Plat había formulado una infinidad de preguntas, y cuando volvió al nivel de cristal su mente se había convertido en un laberinto de especulaciones. Dos días pasó en un tormento de dudas. Luego se acordó del punto brillante, trazando una espiral tras otra, y los jóvenes, inquisitivos ojos clavados en los suyos mientras Spinney decía:
—Son solamente Inferiores.
Plat tomó una decisión y pidió audiencia al Sekjen.
La voz pausada, arrastrada del Sekjen acentuaba el aburrimiento que el hombre no se molestaba en esconder.
—Los Plat —decía—, pertenecen a una familia distinguida, y sin embargo, usted se divierte relacionándose con los técnicos. Me han dicho que habla con ellos como si fueran sus iguales. Espero no será necesario recordarle que las fincas que tiene usted en la Superficie requieren que vele por ellas.
Eso significaría la expulsión de Atlantis, por supuesto.
—Es necesario vigilar a los técnicos, Señor. Proceden de los Inferiores —dijo Plat.
El Sekjen arrugó el ceño.
—Nuestra Comandante de Ondas tiene encomendada una misión. Ella se encarga de esas cuestiones.
—Hace cuanto puede, no lo dudo, Señor, pero yo me he conquistado la amistad de los técnicos. No son de fiar. ¿Podría tener yo otros motivos, para ensuciarme las manos con ellos, que la seguridad de Atlantis?
El Sekjen escuchaba. Primero con desconfianza; luego con una expresión de miedo en su fofo rostro.
—Los tendré bajo custodia… —dijo.
—Calma, Señor —recomendó Plat—. Por el momento no podemos pasarnos sin ellos, puesto que ninguno de nosotros sabe manejar las armas y los mecanismos antigravedad. Sería mejor no darles pretexto alguno para rebelarse. Dentro de dos semanas inauguraremos el teatro nuevo, con juegos y festejos.
—¿Y qué se proponen ellos?
—No estoy seguro todavía, Señor. Pero sé lo suficiente para recomendar que traigan a Atlantis una división de Ondas. En secreto, naturalmente, y en el último momento, a fin de que sea demasiado tarde para que los rebeldes cambien los planes que hubiesen elaborado. Así tendrán que abandonarlos por completo, y si se pierde el momento oportuno, una vez perdido ya no se vuelve a encontrar jamás. Luego me enteraré de nuevos detalles. Si es necesario, entrenaremos más hombres. Sería una lástima, Señor, hablar de todo esto a alguien, de antemano. Si los técnicos se enteran de nuestras contramedidas antes de tiempo, la situación podría empeorar todavía.
El Sekjen, con la enjoyada mano en la barbilla, meditó… y creyó.