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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (453 page)

BOOK: Cuentos completos
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—No estoy seguro de que me guste ese tipo de simpatía, Henry —musitó Trumbull.

—Veamos, si no, la quintilla del señor Halsted sobre el primer libro de la
Ilíada
. Con toda razón el señor Avalon dijo que Aquiles es la forma correcta del nombre del héroe, o tal vez Akiles —con ka—, supongo, para ser fiel a la verdadera fonética. Pero en ese momento el señor Rubin señaló que la verdad podía aparecer como un error y echar a perder el efecto de la quintilla. Es decir, que la verdad nos crea conflictos. El señor Sand dijo que toda mentira —continuó Henry— surge del deseo de autoprotección o de respeto por las convenciones sociales. Pero no siempre podemos ignorar esta autoprotección y las convenciones sociales. Si no podemos mentir, debemos hacer que la verdad mienta por nosotros.

—No tiene ningún sentido lo que dice, Henry —intervino Gonzalo.

—Creo que sí, Sr. Gonzalo. Poca gente escucha las palabras exactas, y muchas verdades en el sentido literal mienten por sus implicaciones. ¿Quién podría saber mejor esto que la persona que cuidadosamente dice siempre la verdad al pie de la letra?

Las pálidas mejillas de Sand estaban menos pálidas, o quizás fuese que su corbata roja reflejara la luz más claramente.

—¿Qué diablos quiere decir? —preguntó.

—Quisiera hacerle una pregunta, Sr. Sand. Si el club lo permite, por supuesto.

—No me importa que lo permitan o no —dijo Sand mirando a Henry fijamente—. Si usted me habla en ese tono, quizá decida no contestarle.

—Quizá no tenga que hacerlo —dijo Henry—. El asunto es que cada vez que usted niega haber cometido ese delito lo niega precisamente con las mismas palabras. No pude evitar notarlo. Tan pronto como oí que usted nunca mentía, me hice el propósito de escuchar sus palabras exactas. Todas las veces usted dijo: “No tomé el dinero o los bonos”.

—Y eso es perfectamente cierto —dijo Sand en voz demasiado alta.

—Estoy seguro de que debe de serlo, o usted no lo diría —dijo Henry—. Ahora bien, ésta es la pregunta que quisiera hacerle: ¿Tomó usted por casualidad el dinero y los bonos?

Hubo un breve silencio. Luego Sand se levantó y dijo:

—Mi abrigo, por favor. Buenas noches. Les recuerdo que nada de lo que aquí sucede puede repetirse afuera.

Cuando Sand se marchó, Trumbull dijo:

—Bueno, ¡que me condenen!

—Quizá no, Sr. Trumbull. No desespere —contestó Henry.

El coleccionista (1972)

“The Matchbook Collector (Go, Little Book!)”

—Mi mujer —dijo Rubin mientras un temblor de indignación le sacudía la barba rala— ha comprado otro toro.

Las charlas sobre mujeres, y especialmente sobre esposas, se consideraban fuera de lugar en las reuniones estrictamente masculinas de los que de intento se apodaban Viudos Negros, pero los hábitos tardan en desaparecer.

—¿En tu “mini-departamento”? —preguntó Mario Gonzalo, que se hallaba dibujando al invitado de esa noche.

—Es un departamento perfectamente aceptable —replicó Rubin indignado—. Solamente parece pequeño, y no se notaría si ella no acumulara toros de madera, de porcelana, de arcilla, de bronce y de fieltro. Los ha desparramado a lo largo y ancho del departamento, por las paredes, en las repisas, en el piso, suspendidos del techo…

Desde su imponente altura, Avalon agitó su copa lentamente.

—Supongo que necesitará un símbolo de virilidad —dijo.

—¿Teniéndome a mí? —preguntó Rubin.

—Porque te tiene a ti, precisamente —contestó Gonzalo, y tomando la copa que le ofrecía Henry, el eterno e indispensable mozo de los Viudos Negros, se dirigió rápidamente a su asiento para evitar la explosiva respuesta de Rubin.

—Me enteré de que escribirías la
Ilíada
en quintillas —le decía en ese momento Drake a Halsted.

—Una estrofa por cada canto —dijo éste con evidente satisfacción—, y la
Odisea
, también.

—Jeff Avalon me recitó la primera en cuanto me vio.

—Ya escribí otra para el segundo canto. ¿Quieres oírla?

—No —dijo Drake.

—Es así:

Un sueño ha visitado a Agamenón.

Y sus planes destruye arteramente.

Las tropas se agitan levemente;

Primero habla Tersites, Odiseo lo acalla con su título

Y el Catálogo de Naves es el próximo capítulo.

Drake lo escuchó impasible.

—Tienes demasiadas sílabas en la cuarta línea.

—No pude evitarlo —dijo Halsted—. Es imposible describir el segundo canto sin mencionar el Catálogo de Naves, y ese verso no puede ser más largo.

—No satisfará a los puristas —dijo Drake sacudiendo la cabeza.

Thomas Trumbull se dirigió a Henry frunciendo el ceño con malevolencia.

—Henry, espero que haya notado que llegué temprano hoy, aunque no presido la reunión de esta noche.

—Claro que lo noté, Sr. Trumbull —dijo Henry, sonriendo cortésmente.

—Lo menos que podría hacer es expresar públicamente su aprobación después de lo que dijo sobre mí la última vez.

—Lo apruebo, señor, pero estaría mal publicarlo. Daría la impresión de que le es difícil llegar a tiempo y nadie creería que usted pueda repetir la hazaña la próxima vez. Si todos hacemos que pase inadvertido, parecerá natural que pueda hacerlo, y así no tendrá dificultad alguna en repetirlo.

—Deme un whisky con soda, Henry, y ahórreme la dialéctica.

En realidad era Rubin quien presidía y su invitado era uno de sus editores, un hombre de cara redonda, impecablemente afeitado y de amable sonrisa. Se llamaba Ronald Klein. Como a la mayoría de los invitados, se le hacía difícil entrar en la conversación general y finalmente se sumergió de cabeza en dirección al único hombre que conocía en la mesa.

—Manny —dijo—, ¿dijiste que Jane había comprado otro toro?

—Así es. Una vaca, en realidad, porque está sentada sobre una media luna, pero es difícil estar seguro. Los que hacen estas cosas pocas veces entran en cuidadosos detalles anatómicos.

Avalon, quien se hallaba trozando delicadamente la ternera rellena, hizo una pausa para decir:

—La manía de coleccionista es algo que se apodera de casi todo hombre de buen vivir. Ofrece muchos encantos: la excitación de la búsqueda, el éxtasis de la adquisición, el gozo de la contemplación posteriormente. Se puede hacer con cualquier cosa. Yo colecciono estampillas.

—Estampillas —saltó Rubin en seguida— es lo peor que se puede coleccionar. Son absolutamente artificiales. Naciones insignificantes las fabrican deliberadamente para conseguir grandes sumas. Las equivocaciones, los errores de imprenta y todo lo demás sirven para crear falsos valores. Todo el negocio está en manos de negociantes y financistas. Si vas a coleccionar, colecciona cosas sin valor.

—Un amigo mío colecciona sus propios libros —intervino Gonzalo——. Hasta ahora ha publicado ciento dieciocho y se dedica a conseguir ejemplares de todas las ediciones, las norteamericanas y las extranjeras, las de bolsillo y las encuadernadas, las abreviadas y las que publica el Club del Libro. Tiene una habitación repleta y dice que es la única persona en el mundo que posee una colección completa de sus obras y que algún día valdrá una inmensa suma.

—Después que muera —dijo Drake lacónicamente.

—Creo que está planeando simular su muerte, vender la colección por un millón de dólares y luego volver ala vida para continuar escribiendo bajo un pseudónimo.

A estas alturas, Klein volvió a intervenir en la conversación.

—Ayer conocí aun tipo que colecciona esos fósforos de cartón que vienen en una especie de sobrecito —dijo.

—Yo los coleccionaba cuando era niño —dijo Gonzalo—. Solía registrar todas las veredas y los callejones para…

Pero Trumbull, que había estado comiendo sumido en un silencio desacostumbrado, alzó la voz repentinamente.

—¡Maldición! ¡Qué banda de charlatanes! Nuestro invitado estaba diciendo algo —gritó—. Señor…, eh… Klein, ¿qué fue lo que dijo?

Klein pareció sorprendido.

—Dije que ayer conocí aun tipo que colecciona esas carteritas o sobrecitos de fósforos de cartón.

—Eso podría ser interesante —dijo Halsted amablemente— si…

—Cállate —rugió Trumbull—. Quiero escuchar eso. —Volvió hacia Klein su rostro bronceado y lleno de arrugas—. ¿Cómo se llama el coleccionista?

—No estoy seguro de acordarme —dijo Klein—. Lo conocí ayer durante un almuerzo. Jamás lo había visto antes. Éramos seis en la mesa y él comenzó a hablar de sus sobrecitos de fósforos. Miren, al principio pensé que estaba loco, pero cuando terminó de hablar yo ya había decidido empezar mi propia colección.

—¿Tenía patillas entrecanas, un poco rojizas? —preguntó Trumbull.

—Hum, sí. Claro que sí. ¿Lo conoce usted?

—Ajá. —dijo Trumbull—. Oye, Manny, sé que tú eres el que preside esta noche y no quisiera atropellar tus derechos…

—Pero lo vas a hacer —dijo Rubin—. ¿Es eso lo que quieres decirme?

—No, no lo voy a hacer, ¡maldita sea! Te estoy pidiendo permiso —dijo Trumbull furioso—. Quisiera que nuestro invitado nos contara sobre su almuerzo de ayer con el coleccionista de fósforos.

—¿En lugar de interrogarlo, quieres decir? Ahora nunca interrogamos a nadie —se quejó Rubin.

—Esto podría ser importante.

Rubin lo pensó un rato con expresión poco satisfecha y luego dijo:

—De acuerdo, pero después del postre… ¿Qué tenemos de postre hoy, Henry?

—Zabaglione, señor, como último toque de esta comida a la italiana.

—Calorías, calorías —gimió Avalon por lo bajo.

Halsted hizo sonar su cuchara mientras revolvía el azúcar de su café e ignoró deliberadamente la opinión categórica de Rubin en el sentido de que cualquiera que agregara algo aun buen café era un salvaje. Finalmente dijo:

—¿Satisfacemos a Tom ahora y hacemos que nuestro invitado nos cuente sobre los sobrecitos de fósforos?

Klein echó una mirada alrededor de la mesa y dijo con una risita:

—Estoy dispuesto a hacerlo, pero no sé si será interesante…

—Yo digo que es interesante —dijo Trumbull.

—Está bien. No voy a discutirle. Yo comencé la conversación, en realidad. Nos encontrábamos en “El Gallo y el Toro” que está en la Avenida…

—Jane insistió en comer allí una nueva vez debido al nombre —dijo Rubin—. No se come muy bien.

—Te voy a estrangular, Manny. ¿A qué viene toda esta cháchara sobre tu mujer, hoy? Si la extrañas, vete a casa.

—Eres el único que conozco, Tom, que puede hacer que cualquier hombre llegue a echar de menos a su mujer.

—Por favor, continúe, Sr. Klein —dijo Trumbull. Klein volvió a comenzar.

—Como decía, yo di pie al tema al encender un cigarrillo mientras esperábamos la carta. En seguida me sentí incómodo. No sé por qué, pero parece que se fuma menos durante las comidas ahora. En esta mesa, por ejemplo, el Sr. Drake es el único que está fumando. Supongo que no le importa…

—No —murmuró Drake.

—A mí sí me importó, sin embargo, de modo que después de unas cuantas pitadas apagué el cigarrillo. Pero no me sentía cómodo, así es que me dediqué a jugar con los fósforos que había usado para encender el cigarrillo: ustedes conocen esos sobrecitos con fósforos de cartón. Aquellos que en los restaurantes se colocan en cada mesa.

—Como propaganda del lugar —dijo Drake—. Sí, sé cuáles son.

—Y este tipo… Ahora me acuerdo de su apellido: Ottiwell. No conozco el nombre.

—Frederick —gruñó Trumbull con cierta oscura satisfacción.

—Entonces, usted lo conoce…

—Lo conozco, por supuesto. Pero continuemos.

—Todavía tenía yo los fósforos en la mano cuando Ottiwell extendió la mano y me pidió si podía verlos, de modo que le di el sobrecito. Lo miró y dijo algo así como “Medianamente interesante. El diseño no es especialmente imaginativo. Ya lo tengo”. Algo así. No recuerdo exactamente sus palabras.

—Eso es algo interesante, Sr. Klein —dijo pensativo Halsted—. Por lo menos usted sabe que no recuerda las palabras exactas. En todas las historias en primera persona, el relator recuerda siempre todo lo que dice cada cual y en el orden en que se dijo. Nunca me pareció muy convincente.

—Es simplemente una convención literaria —dijo Avalon muy serio, mientras sorbía su café—, pero admito que la tercera persona es más conveniente. Cuando se utiliza la primera persona, se sabe que el narrador sobrevivirá a todos los peligros mortales en los que él…

—Una vez escribí una historia en primera persona —dijo Rubin— en la que el narrador moría.

—Lo mismo sucede en esa canción del oeste llamada El paso —dijo Gonzalo.

—En El asesinato de Roger —comenzó a decir Avalon.

En ese momento Trumbull se levantó y dio un puñetazo sobre la mesa.

—¡Qué sarta de idiotas! Juro que voy a matar al próximo que hable. ¿No me creen cuando les digo que esto es importante…? Continúe, Sr. Klein.

Klein parecía cada vez más incómodo.

—Tampoco yo veo que sea importante, Sr. Trumbull. Ni siquiera hay mucho más que contar. Este Ottiwell comenzó a hablarnos sobre los sobrecitos de fósforos. Aparentemente tienen un gran interés para la gente que se dedica a eso. Hay todo tipo de factores que aumentan su valor: no sólo su belleza y escasez, sino también si los fósforos están intactos y si la franja donde se frotan está sin usar. Habló sobre las diferencias en diseño, la ubicación de la franja, el tipo y la calidad de la impresión, si el interior del sobrecito está en blanco o no, etcétera. Siguió y siguió hablando y nada más. Excepto que, como lo dije, lo presentó de manera tan interesante que me fascinó.

—¿Lo invitó a que fuera a su casa para ver su colección?

—No —dijo Klein—. No lo hizo.

—Yo estuve allí —dijo Trumbull, y habiendo dicho esto se echó hacia atrás en su silla con un aire de la más profunda satisfacción.

Hubo un silencio, y mientras Henry distribuía las pequeñas copas de coñac, Avalon dijo con cierta irritación en la voz:

—Si la amenaza de homicidio ha sido levantada, Tom, ¿puedo preguntar cómo era la casa del coleccionista?

Trumbull pareció retornar de algún lejano lugar.

—¿Qué? ¡Oh…! Un lugar extraño. Comenzó a coleccionar cuando era muchacho. Por lo que yo sé, consiguió sus primeros ejemplares en las cunetas y callejones, tal como Gonzalo. Pero en cierto momento, esto se volvió algo serio. Es soltero. No trabaja. No tiene necesidad de hacerlo. Heredó algún dinero y lo invirtió bien, de modo que sólo vive para esos malditos fósforos. Creo que ellos son los verdaderos dueños de su casa y que lo tienen sólo como administrador. Tiene ejemplares premiados sobre las paredes. Enmarcados. Los guarda en carpetas, en cajas, en cualquier lugar. Todo su sótano está repleto de cajones de archivo donde los tiene catalogados por tipo y alfabeto. No se imaginan cuántas decenas de miles de diferentes sobrecitos de fósforos se han hecho en el mundo entero, con cuántas inscripciones diferentes y con qué extrañas peculiaridades. Me parece que los tiene todos. Tiene sobrecitos delgados que contienen sólo dos fósforos, y otros del largo de un brazo en el que caben ciento cincuenta. Tiene fósforos en forma de botella de cerveza y otros como palos de béisbol o bolos. Tiene sobrecitos de fósforos con la cubierta en blanco, sobrecitos con partituras musicales… El idiota tiene incluso una carpeta entera de fósforos pornográficos.

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