Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Espero que sean inofensivos.
—Hay demasiada paz para que no lo sean. Huele el aire.
Cuando estaban descendiendo, el terreno —hasta todos los límites del horizonte, excepto donde una cordillera baja cortaba la línea uniforme —aparecía salpicado de extensiones rosa claro en medio del verdor de la clorofila. Vistas de cerca, las extensiones rosadas se fraccionaban en flores individuales, frágiles y fragantes. Sólo las zonas que rodeaban las chozas estaban cubiertas de algo amarillo, que parecía cereal.
Empezaron a salir criaturas de las chozas y se aproximaron a la nave con una especie de confianza vacilante. Tenían cuatro patas y un cuerpo arqueado, cuyos hombros se erguían a un metro de altura. Sobre esos hombros se asentaba una cabeza con ojos saltones (Chouns contó seis), dispuestos en círculo y capaces de moverse con una desconcertante independencia. («Eso compensa la inmovilidad de la cabeza», pensó Chouns.)
La cola se bifurcaba y formaba dos fibrillas resistentes, que cada animal sostenía en alto. Las fibrillas se mantenían en movimiento continuo, y tan rápido que se hacían confusas a la vista.
—Vamos —dijo Chouns—. Estoy seguro de que no nos harán daño. —Los animales los rodearon a una distancia prudente. Las colas emitían un ruido zumbante—. Tal vez se comunican así. Y parece evidente que son vegetarianos.
Señaló una de las chozas, donde un pequeño miembro de la especie, sentado sobre las ancas, arrancaba el grano de ámbar con las colas y se lo pasaba por la boca, como quien lame cerezas marrasquino ensartadas en un mondadientes.
—Los seres humanos comen lechuga —replicó Smith—, pero eso no prueba nada.
Aparecían más criaturas, rodeaban a los hombres durante unos segundos y se perdían por el rosa y el verde.
—Son vegetarianos —insistió Chouns—. Mira el modo en que dísponen el cultivo principal.
El cultivo principal, como lo llamaba Chouns, consistía en una guirnalda de espigas suaves y verdes, cercanas al suelo. En el centro de la guirnalda crecía un tallo velludo que, a intervalos de cinco centímetros, mostraba brotes carnosos, veteados y palpitantes. El tallo terminaba en capullos rosados que, excepto por el color, eran lo más terrícola de esas plantas.
Las plantas se hallaban dispuestas en hileras y columnas precisas y geométricas. El suelo removido estaba espolvoreado con una sustancia extraña que sólo podía ser fertilizante. La parcela se encontraba entrecruzada por pasajes angostos, con la anchura suficiente para que pasaran esos animales, y cada pasaje lo bordeaba un canalillo, evidentemente para el agua.
Los animales andaban desperdigados por los campos, trabajando diligentemente y con la cabeza gacha. Sólo algunos permanecían cerca de los dos hombres.
Chouns movió la cabeza apreciativamente.
—Son buenos granjeros.
—No está mal —concedió Smith. Se aproximó a un capullo rosado y alargó un brazo hacia él, pero, cuando estaba a pocos centímetros, lo detuvieron las vibraciones de las colas, gimiendo hasta el chillido, y el contacto de una cola en el brazo. Era un toque delicado, pero firme, que se interponía entre Smith y las plantas—. ¿Qué demonios…? —masculló Smith, retrocediendo.
Tenía medio desenfundada la pistola cuando Chouns le dijo:
—No hay por qué ponerse nervioso. Tómatelo con calma.
Media docena de criaturas a su alrededor les ofrecían tallos de grano con humildad y gentileza. Algunas los empuñaban con la cola, otras los empujaban con el hocico.
—Son bastante amables —comentó Chouns—. Tal vez arrancar un capullo atente contra sus costumbres y probablemente haya que tratar las plantas según unas reglas rígidas. Toda cultura agrícola tiene sus ritos de fertilidad, y eso es complejo. Las reglas que rigen el cultivo de las plantas deben de ser muy estrictas, pues de lo contrario no tendrían esas hileras tan pulcras… ¡Santo espacio, causaremos un revuelo cuando contemos todo esto!
El zumbido de las colas se elevó nuevamente y las criaturas cercanas retrocedieron.
Otro miembro de la especie estaba saliendo de una cabaña de mayor tamaño que había en el centro del poblado.
—Supongo que es el jefe —murmuró Chouns.
El nuevo avanzó despacio, con la cola en alto, y tomó un pequeño objeto negro con cada fíbrilla. A un metro y medio de distancia, arqueó la cola hacia delante.
—¡Nos los regala! —exclamó Smith, sorprendido—. ¡Chouns, por amor de Dios, mira eso!
Chouns ya estaba mirando, y febrilmente.
—Son visores hiperespaciales Gamow —susurró emocionado—. ¡Son aparatos de diez mil dólares!
Smith salió nuevamente de la nave al cabo de una hora.
—¡Funciona! —gritó desde la rampa—.¡Son perfectos! ¡Somos ricos!
—¡He revisado las chozas y no he visto más! —gritó Chouns a su vez.
—¡No desprecies estos dos! ¡Santo Dios, son tan negociables como dinero en efectivo!
Pero Chouns seguía mirando a su alrededor desesperado, con los brazos en jarras. Tres de las criaturas lo habían llevado de choza en choza, pacientemente, sin entrometerse, pero siempre interponiéndose entre él y los geométricos capullos rosados. Ahora le clavaban su mirada múltiple.
—Y es el último modelo —comentó Smith—. Mira.
Señaló la inscripción que decía: Modelo X-20, Productos Gamow, Vanovia, Sector Europeo. Chouns echó un vistazo, con impaciencia. Tenía las mejillas rojas y respiraba entrecortadamente.
—Lo que me interesa es conseguir más. Sé que hay más visores Gamow en alguna parte. Los quiero.
Se estaba poniendo el sol y la temperatura descendía. Smith estornudó dos veces, y luego Chouns.
—Pillaremos una pulmonía.
—Tengo que hacérselo entender —insistió Chouns con terquedad, haciendo caso omiso del comentario de su compañero.
Después de haberse comido apresuradamente una lata de salchichas de cerdo y de beberse una lata de café, se encontraba dispuesto para intentarlo de nuevo. Levantó uno de los visores en el aire y dijo:
—Más, más. —Hizo movimientos circulares con los brazos. Señaló un visor, después el otro y luego los visores imaginarios alineados frente a él—. ¡Más!
En ese momento, el sol desapareció en el horizonte y un inmenso zumbido surgió de todas partes mientras las criaturas agachaban la cabeza, erguían la cola bifurcada y lo hacían vibrar con estridencia y haciéndola invisible a la luz del crepúsculo.
—¿Qué diablos…? —murmuró Smith, poniéndose nervioso—. ¡Oye, mira los capullos! —Y estornudó de nuevo.
Las flores rosadas se encogían visiblemente.
Chouns gritó, para hacerse oír por encima del zumbido:
—Quizá sea una reacción ante el ocaso. Los capullos se cierran de noche. El zumbido podría ser una costumbre religiosa.
El contacto de una cola en su muñeca llamó la atención de Chouns.
La cola pertenecía a la criatura más cercana a él y estaba señalando hacia arriba, a un objeto brillante que pendía sobre el horizonte al oeste. La cola bajó y señaló el visor y, luego, nuevamente la estrella.
—¡Por supuesto! —exclamó Chouns con entusiasmo—. ¡Es el planeta interior, el otro mundo habitable! Estos objetos deben venir de allí. —Entonces, recordó algo de pronto y añadió—: Oye, Smith, los motores hiperatómicos siguen sin funcionar.
Smith puso cara de alarma, como si él también se hubiera olvidado de algo.
—Iba a decírtelo… —murmuró—. Ya están bien.
—¿Los reparaste?
—Ni siquiera los he tocado. Pero cuando estaba probando los visores encendí los hiperatómicos y funcionaban. En ese momento no les presté atención; me había olvidado de que iban mal. Lo cierto es que funcionan.
—Pues vámonos —dijo Chouns de pronto.
Ni siquiera pensó en dormir.
Ninguno de los dos durmió durante el trayecto de seis horas. Permanecieron ante los controles como drogados por el apasionamiento. Una vez más escogieron un claro donde posar la nave.
Hacía un calor subtropical, y un río ancho y lleno de lodo corría plácidamente junto a ellos. En la ribera el fango estaba endurecido y lleno de grandes cavidades.
Salieron a la superficie del planeta y Smith lanzó un grito ronco.
—¡Chouns, mira eso!
Chouns se zafó de la mano de su compañero.
—¡Las mismas plantas! ¡Que me cuelguen!
Eran inconfundibles: los capullos rosados, el tallo con sus brotes veteados y la guirnalda de espigas debajo. También estaban dispuestas geométricamente, plantadas con cuidado, y había fertilizante y canales de riego.
—¿No habremos cometido el error de viajar en círculo…? —aventuró Smith.
—No, mira el Sol. Tiene el doble de tamaño. Y mira allí.
De las cavidades de la ribera surgían objetos bronceados y sinuosos, lisos como serpientes. Tenían unos treinta centímetros de diámetro y algo más de tres metros de longitud. Los dos extremos eran igualmente tersos y romos, y en la mitad del cuerpo había bultos. Todos esos bultos, como obedeciendo una señal, se partieron en dos para formar bocas sin labios que se abrían y se cerraban produciendo un sonido como el de un bosque de varillas secas.
Sin embargo, como en el planeta exterior, la mayoría de las criaturas se fueron hacia las parcelas cultivadas una vez que hubieron satisfecho su curiosidad.
Smith estornudó, y la fuerza del estornudo levantó una andanada de polvo de la manga de la chaqueta. La miró asombrado y se puso a sacudirse.
—Demonios, estoy lleno de polvo. —El polvo se elevaba como una bruma rosada—. Y tú también —añadió, dándole una palmada a Chouns.
Ambos estornudaron.
—Supongo que lo cogí en el otro planeta —dijo Chouns.
—Podemos sufrir una alergia.
—Imposible. —Chouns alzó uno de los visores y les gritó a las criaturas serpenteantes—: ¿Tenéis de éstos?
Durante un rato no hubo más respuesta que el chapaleo del agua cuando algunas criaturas se zambullían en el río y emergían con plateados organismos acuáticos, que se metían debajo del cuerpo para introducirlos en una boca oculta.
Pero luego uno de los bichos, más largo que los demás, se aproximó y levantó ligeramente uno de sus extremos romos y se balanceó ciegamente. El bulbo del centro se hinchó suavemente hasta partirse en dos con un chasquido audible. Entre las dos mitades había dos visores más, duplicados de los dos primeros.
—¡Santo cielo! —exclamó Chouns, extasiado—. ¿No es hermoso?
Dio un paso adelante para coger los dos objetos. La hinchazón que los albergaba se hizo más delgada y se alargó, formando algo parecido a unos tentáculos, y se los entregó.
Chouns se echó a reír. Eran visores Gamow, en efecto, copias perfectas de los dos primeros. Chouns lo acarició, pero Smith estaba vociferando a todo pulmón:
—¿No me oyes? ¡Demonios, Chouns, escúchame!
—¿Qué pasa?
Comprendió que Smith llevaba un buen rato gritándole.
—¡Mira las flores, Chouns!
Se estaban cerrando como las del otro planeta, y entre las hileras se erguían las criaturas serpenteantes, apoyándose en un externo y meciéndose a un ritmo extraño y desigual. Sólo las puntas romas eran visibles por encima de la extensión rosada.
—No puedes decir que se cierran porque anochece —observó Smith—. Es pleno día.
Chouns se encogió de hombros.
—Otro planeta, otra planta. ¡Venga! Sólo tenemos dos visores. Debe de haber más.
—Chouns, vámonos a casa.
Smith se plantó con firmeza y aferró con fuerza el cuello de Chouns, que se volvió hacia él con el rostro rojo de indignación.
—¿Qué estás haciendo?
—Me estoy preparando para dormirte de un golpe si no regresas de inmediato a la nave.
Chouns dudó un instante, pero finalmente se calmó y accedió.
—De acuerdo —dijo.
Estaban saliendo del cúmulo estelar.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Smith.
Chouns se incorporó en la litera y se acarició el cabello.
—Normal, creo; cuerdo de nuevo. ¿Cuánto he dormido?
—Doce horas.
—¿Y tú?
—Descabecé un sueñecito. —Se volvió hacia los instrumentos y ajustó algunos controles—. ¿Sabes qué ocurrió en esos planetas?
—¿Tú lo sabes?
—Eso creo.
—¿De veras? ¿Por qué no me explicas?
—Era la misma planta en ambos planetas, ¿de acuerdo?
—Por supuesto.
—Fue trasplantada de un planeta al otro. Crece en ambos perfectamente, pero en ocasiones debe de haber fecundación cruzada, una mezcla de ambas cepas, supongo que para mantener el vigor. Ocurre a menudo en la Tierra.
—¿Fecundación cruzada para vigorizar las plantas? Sí.
—Pero aquí fuimos nosotros los agentes que efectuaron la mezcla. Descendimos a uno de los planetas y nuestros cuerpos se cubrieron de polen. ¿Recuerdas que los capullos se cerraron? Debió de ser después de que se liberara el polen, y eso era lo que nos hacía estornudar. Luego, descendimos en el otro planeta y nos sacudimos el polen de la ropa. Eso generó una nueva cepa híbrida. Sólo fuimos un par de abejas bípedas, Chouns, al servicio de las flores.
Chouns sonrió.
—Un papel indigno, en cierto modo.
—No se trata de eso. ¿No ves el peligro? ¿No entiendes por qué tenemos que regresar a toda prisa?
—¿Por qué?
—Porque los organismos no se adaptan así como así, y esas plantas parecen estar adaptadas a la fertilización interplanetaria. Incluso nos pagaron, igual que se hace con las abejas; pero no con néctar, sino con visores Gamow.
—¿Y bien?
—Bueno, pues que no puede haber fertilización interplanetaria a menos que algo o alguien se encargue de la tarea. Esta vez lo hicimos nosotros; pero éramos los primeros humanos que entraban en ese cúmulo, de modo que antes debieron de hacerlo seres no humanos, quizá los mismos que trasplantaron los capullos. Eso significa que en ese cúmulo hay una raza de seres inteligentes con capacidad para el viaje espacial. Y la Tierra tiene que saberlo. —Chouns movió la cabeza en sentido negativo y Smith frunció el ceño—. ¿Encuentras fallos en mi razonamiento?
Chouns se apoyó la cabeza en las palmas.
—Digamos que no has entendido casi nada.
—¿Por qué? —se enfadó Smith.
—Tu teoría de la fecundación cruzada es bastante buena, pero has pasado por alto ciertos detalles. Al acercarnos a ese sistema estelar, nuestros motores hiperatómicos se descontrolaron de un modo que los controles automáticos no pudieron diagnosticar ni corregir. Después de posarnos en el primer planeta no hicimos nada para repararlos; nos olvidamos de ellos y, cuando los pusiste en marcha más tarde, descubriste que funcionaban perfectamente, pero le diste tan poca importancia que ni siquiera me lo mencionaste hasta unas horas después. Y hay algo más. Los lugares que escogimos para posarnos en ambos planetas estaban cerca de un agrupamiento de vida animal. ¿Mera suerte? ¡Y nuestra increíble confianza en la buena voluntad de esas criaturas! Ni siquiera nos molestamos en analizar la atmósfera para verificar si había gases venenosos. Y lo que más me molesta es que me volví loco con esos visores Gamow. ¿Por qué? Son valiosos, sí, pero no tanto; y, generalmente, no pierdo la cabeza por ganarme unos cuartos.