Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
El capitán se volvió lentamente hacia Vernadsky.
—¿En serio? —dijo en un tono inexpresivo.
—Lo he visto. ¿Me deja echar otra ojeada?
—¿Por qué?
—Oh, vamos, capitán —protestó Vernadsky, en un tono de súplica—. Hace más de medio año que estoy en esta roca. He leído todo lo que he podido sobre los asteroides, lo cual significa toda clase de cosas sobre los siliconios. Y nunca he visto uno, ni siquiera uno pequeño. Hágame el favor.
—Creo que tienes trabajo que hacer.
—Sólo el bañado de helio durará horas. No se puede hacer nada más hasta que eso esté terminado. ¿Cómo es que tiene un siliconio, capitán?
—Es una mascota. A algunos les gustan los perros. A mí me gustan los siliconios.
—¿Le ha hecho hablar?
El capitán se sonrojó.
—¿Por qué lo preguntas?
—Algunos hablan. Los hay que incluso leen la mente.
—¿Qué pasa, eres experto en esas malditas cosas?
—He leído sobre ellas, ya se lo he dicho. Vamos, capitán. Echemos una ojeada.
Vernadsky trató de no mostrar que era consciente de que tenía al capitán enfrente y a un tripulante a cada lado. Todos eran más corpulentos y fornidos que él, y todos —estaba seguro— portaban armas.
—Bien, ¿qué hay de malo? —insistió—. No pienso robarlo. Sólo quiero verlo.
Quizá la inconclusa tarea de reparación le salvó el pellejo. O quizá fue ese aire de inocencia jovial y un poco boba.
—De acuerdo, vamos —dijo el capitán.
Y Vernadsky lo siguió, con su ágil mente en funcionamiento y el pulso acelerado.
Vernadsky miró con suma reverencia y cierta repulsión a la criatura gris. Era cierto que nunca había visto un siliconio, aunque sí había visto fotos tridimensionales y había leído descripciones de ellos. Pero en una presencia real hay algo que ni las palabras ni las fotos pueden reemplazar.
Tenía la piel gris, lisa y aceitosa. Los movimientos eran lentos, como convenía a una criatura que se refugiaba en la piedra y era semipétrea. No había músculos en movimiento debajo de la piel, sino que se movía a trozos, como el deslizamiento, una sobre otra, de finas capas de piedra.
Su forma era ovoide; redondeada arriba y chata abajo, con dos conjuntos de apéndices. Debajo estaban las «patas», dispuestas en forma radial. Eran seis en total y terminaban en bordes de afilado pedernal, reforzados por sedimentos de metal. Esos bordes podían atravesar una roca y partirla en porciones comestibles.
En el vientre chato de la criatura, que no se veía a menos que el siliconio se encontrara tumbado sobre el lomo, estaba la única abertura, por donde entraban al interior las rocas fragmentadas. Dentro, la piedra caliza y los silicatos hidratados reaccionaban para formar las siliconas que constituían los tejidos de la criatura. El sílice excedente era escupido por la abertura, en forma de excreciones blancas, duras y pedregosas.
Los lisos guijarros que yacían desperdigados en cavidades dentro de la estructura rocosa de los asteroides habían intrigado a los extraterrólogos, hasta que descubrieron los siliconios. Y se maravillaron ante el proceso mediante el cual esas criaturas lograban que las siliconas —polímeros de silicona-oxígeno, con cadenas laterales de hidrocarbonorealizaran muchas de las funciones que las proteínas cumplían en la vida terrícola.
Del punto más alto del lomo de la criatura salían los apéndices restantes; dos conos invertidos y huecos, insertados en ranuras paralelas del lomo, pero capaces de elevarse un poco. Cuando el siliconio se sepultaba en la roca, retraía las «orejas» para avanzar sin obstáculos. Cuando descansaba en una caverna hueca, las erguía para obtener una recepción más sensible. Su vaga semejanza con las orejas del conejo hizo inevitable el nombre de siliconio. Los extraterrólogos más serios, que habitualmente llamaban a las criaturas Siliconeus asteroidea, pensaban que las «orejas» podían estar relacionadas con los rudimentarios poderes telepáticos que poseían esas bestias. Una minoría pensaba de otro modo.
El siliconio se estaba deslizando despacio sobre una roca embadurnada de aceite. Había otras rocas desparramadas en un rincón de la habitación, y Vernadsky supuso que representaban el suministro alimentario de la criatura. O, al menos, el suministro para la construcción de sus tejidos. Había leído que eso no bastaba para obtener energía.
—Es un monstruo —comentó maravillado Vernadsky—. Mide más de treinta centímetros de largo. —El capitán se limitó a responder con un gruñido—. ¿Dónde lo encontró?
—En una de las rocas.
—Escuche, nadie ha encontrado uno mayor de cinco centímetros. Podría vendérselo a un museo o a una universidad de la Tierra por dos mil dólares.
El capitán se encogió de hombros.
—Bien, ya lo has visto. Volvamos al motor hiperatómico.
Agarró con fuerza el codo de Vernadsky y estaba dando media vuelta cuando los detuvo una voz pausada y con mala pronunciación, una voz resonante y áspera.
Se trataba de una voz configurada por la modulada fricción de roca sobre roca, y Vernadsky miró horrorizado al que hablaba. Era el siliconio, que de pronto se había transformado en una piedra parlante:
—El hombre se pregunta si esta cosa puede hablar.
—¡Santísimo espacio! —susurró Vernadsky—. ¡Habla!
—De acuerdo —dijo con impaciencia el capitán—, ya lo has visto y lo has oído. Vámonos.
—Y lee la mente —añadió Vernadsky.
—Marte gira en dos cuatro horas tres siete y medio minutos —dijo el siliconio—. La densidad de Júpiter es uno coma dos dos. Urano fue descubierto en el año uno siete ocho uno. Plutón es el planeta más lejos. El Sol es más pesado, con una masa de dos cero cero cero cero cero cero…
El capitán se llevó a Vernadsky a rastras, que, resistiéndose y tropezando, escuchaba fascinado esa voz que seguía repitiendo ceros.
—¿Dónde aprendió el siliconio todo eso, capitán?
—Le leemos un viejo libro de astronomía. Muy antiguo.
—Anterior a la invención del viaje espacial —refunfuñó uno de los tripulantes—. Ni siquiera es una filmación. Está impreso.
—Cállate —le ordenó el capitán.
Vernadsky verificó si el escape de helio contenía radiación gamma y, por fin, llegó el momento de terminar el baño y trabajar en el interior. Era una tarea delicada, y Vernadsky la interrumpió sólo una vez para tomarse un café y descansar.
—¿Sabe qué pienso, capitán? —dijo con una sonrisa inocente—. Esa cosa vive dentro de la roca, dentro de un asteroide durante toda su vida. Cientos de años, tal vez. Es una criatura enorme y quizá mucho más lista que el siliconio común. Usted la recoge y ella descubre que el universo no es de roca. Descubre millones de cosas que no imaginaba. Por eso le interesa la astronomía; por este mundo nuevo, estas ideas nuevas que capta en el libro y en la mente humana. ¿No le parece?
Estaba desesperado por sonsacarle al capitán algún dato concreto que confirmara sus deducciones. Ésa era la razón de que se arriesgase a decir lo que no debía de ser sino una parte de la verdad; la parte más pequeña, desde luego.
Pero el capitán, apoyándose contra una pared con los brazos cruzados, se limitó a decir:
—¿Cuándo terminarás?
Fue su último comentario y Vernadsky tuvo que darse por satisfecho. El motor quedó ajustado a gusto de Vernadsky, y el capitán le pagó una tarifa razonable en efectivo, aceptó el recibo y la nave se marchó en medio de un fogonazo de hiperenergía.
Vernadsky la siguió con la mirada, sin poder contener la excitación, y fue rápidamente al emisor subetérico.
—Debo de estar en lo cierto —murmuró—. Tiene que ser así.
El patrullero Milt Hawkins recibió la llamada en la intimidad de su asteroide, la Estación de Patrulla 72. Se estaba acariciando la barba de dos días, con una lata de cerveza helada en la mano y ante un proyector de filmes, y la expresión melancólica de su rostro rubicundo y mofletudo era producto de la soledad, al igual que la forzada jovialidad de los ojos de Vernadsky.
El patrullero Hawkins miró esos ojos con satisfacción. Aunque sólo fuera Vernadsky, la compañía era compañía. Lo saludó efusivamente y escuchó totalmente el sonido de la voz sin preocuparse demasiado por el contenido de las palabras.
Pero de pronto se despabiló y concentró ambos oídos en su labor.
—Un momento —interrumpió—. ¿De qué estás hablando?
—¿No me has escuchado, tonto polizonte? Te estoy diciendo todo lo que sé.
—Pues dilo poco a poco. ¿Qué pasa con ese siliconio?
—Ese tipo lleva uno a bordo. Lo llama mascota y lo alimenta con piedras grasientas.
—¿Ah, sí? Bueno, mira, un minero de los asteroides llamaría mascota a un trozo de queso si consiguiera que le hablase.
—No es un siliconio cualquiera. No es una de esas criaturillas pequeñas. Tiene casi medio metro de longitud. ¿No entiendes? ¡Santo espacio! Creí que sabías algo sobre los asteroides, ya que vives ahí.
—Bueno, y ¿por qué no me lo explicas?
—Mira, las rocas grasas generan tejidos, pero ¿de dónde extrae su energía un siliconio de ese tamaño?
—No lo sé.
—Directamente de… ¿Hay alguien cerca de ti?
—Ahora no. Ojalá hubiera alguien.
—Pronto desearás lo contrario. Los siliconios extraen su energía de la absorción directa de rayos gamma.
—¿Quién lo dice?
—Lo dice un tío llamado Wendell Urth. Es un importante extraterrólogo. Más aún, sostiene que para eso están las orejas del siliconio. —Vernadsky se apoyó ambos índices sobre las sienes y los agitó—. No es telepatía. Detectan la radiación gamma en niveles que ningún instrumento humano puede detectar.
—Bien. ¿Y qué pasa con eso? —preguntó Hawkins, pero se estaba preocupando.
—Pues que Urth dice que en ningún asteroide hay radiación gamma suficiente para siliconios de más de cinco centímetros de longitud. No hay radiactividad suficiente. Y éste medirá casi cuarenta centímetros.
—Bueno, y…
—Así que tiene que venir de un asteroide lleno de radiación, recargado de uranio, rebosante de rayos gamma. Un asteroide con radiactividad suficiente como para resultar caliente al tacto y encontrarse alejado de las órbitas regulares, de modo que nadie se ha encontrado con él. Pero supongamos que un chico listo aterrizara en el asteroide por casualidad y reparase en la tibieza de las rocas y se pusiera a pensar. El capitán del Robert Q no es un patán. Es un tipo astuto.
—Continúa.
—Supongamos que hace volar trozos de roca para analizarlos y se encuentra con un siliconio gigante. Ahora es consciente de que ha dado con la más increíble veta de la historia. Y no necesita hacer análisis. El siliconio puede guiarlo hasta los filones ricos.
—¿Por qué?
—Porque quiere aprender cosas acerca del universo. Porque se ha pasado un milenio bajo la roca y acaba de descubrir las estrellas. Sabe leer la mente y podría aprender a hablar. Puede llegar a un acuerdo. Y, oye, el capitán aceptaría sin remilgos. La explotación de urano es monopolio estatal. A los mineros sin licencia ni siquiera se les permite llevar contadores. Es un plan perfecto para el capitán.
—Quizá tengas razón.
—Sin quizá. Deberías haber visto cómo me vigilaban mientras yo observaba al siliconio, dispuestos a abalanzarse sobre mí en cuanto dijera una palabra sospechosa. Tendrías que haber visto cómo me sacaron a rastras.
Hawkins se acarició con la mano la barbilla sin afeitar y calculó mentalmente cuánto tardaría en afeitarse.
—¿Durante cuánto tiempo puedes retenerlo en la estación?
—¡Retenerlo! ¡Santo espacio! ¡Se ha ido ya!
—¿Qué? Entonces ¿de qué demonios hablas? ¿Por qué le dejaste escapar?
—Eran tres tipos más corpulentos que yo, armados y dispuestos a matar. ¿Qué querías que hiciera?
—De acuerdo. ¿Y qué hacemos ahora?
—Salir a buscarlos. Será sencillo. Les reparé los semirreflectores, pero los reparé a mi manera. Antes de los quince mil kilómetros se quedarán sin energía. Además, instalé un rastreador en el tubo múltiple Jenner. —Hawkins miró boquiabierto el rostro risueño de Vernadsky y soltó una exclamación—. Y no le cuentes esto a nadie. Sólo tú, yo y la nave patrulla. Ellos no tendrán energía y nosotros tendremos un par de cañones. Nos dirán dónde queda el asteroide de uranio, lo localizamos y, luego, nos comunicamos con tu jefatura y les entregamos tres, repito, tres contrabandistas de uranio, un siliconio gigantesco, como jamás vio ningún terrícola, y una, repito, una enorme y gorda veta de uranio como tampoco ha visto jamás ningún terrícola. Y tú asciendes a teniente y yo consigo un puesto en la Tierra. ¿Te parece?
Hawkins estaba perplejo.
—Vale. Voy para allá.
Estaban casi encima de la nave cuando la detectaron ocularmente por el débil destello de la luz reflejada del sol.
—¿No les dejaste energía suficiente para las luces? —preguntó Hawkins—. No habrás desconectado el generador de emergencia, ¿verdad?
Vernadksy se encogió de hombros.
—Están ahorrando energía, con la esperanza de que alguien los rescate. Apuesto a que ahora están usando toda la que tienen en una llamada subetérica.
—En tal caso —dijo secamente Hawkins—, no la recibiré.
—¿No lo harás?
—En absoluto.
La nave patrulla se aproximó más. Su presa, sin energía, iba a la deriva a quince mil kilómetros por hora.
La nave patrulla se le acercó.
—¡Oh, no! —exclamó Hawkins, consternado.
—¿Qué sucede?
—La nave ha sufrido un impacto. Algún meteorito. Dios sabe que los hay a montones en el cinturón de asteroides.
El rostro y la voz de Vernadsky evidenciaron un repentino abatimiento.
—¿Un impacto? ¿La nave está destrozada?
—Tiene un boquete del tamaño de la puerta de un establo. Lo lamento, Vernadsky, pero esto no tiene buena pinta.
Vernadsky cerró los ojos sintiendo un nudo en la garganta. Sabía a qué se refería Hawkins. Había efectuado una reparación defectuosa a propósito, lo cual se podía juzgar como delito. Y una muerte como consecuencia de un delito era homicidio.
—Oye, Hawkins, tú sabes por qué lo hice.
—Sé lo que me dijiste y lo atestiguaré si es necesario. Pero si esa nave no lleva contrabando…
No terminó la frase. No era necesario.
Entraron en la destartalada nave enfundados en sus trajes.
La Robert Q era una carnicería. Sin energía, no había podido generar una pantalla protectora contra la roca que la golpeó ni detectarla a tiempo, y no habría podido eludirla aunque la hubiera detectado. El meteorito había atravesado el casco como si éste fuera papel de aluminio. La cabina del piloto se encontraba destrozada, la nave se había quedado sin aire y los tres tripulantes estaban muertos.