Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
La nave de Long, que iba a la cabeza de la flota congelada, era la única desde donde se veía el espacio en cinco perspectivas. Eso suponía una posición nada cómoda, dadas las circunstancias. Long vigilaba en un estado de tensión continua, imaginando que pronto dejarían atrás las estrellas, al avanzar con el impulso de esa tremenda multinave.
Era una mera ilusión, desde luego. Las estrellas permanecían clavadas en el fondo negro, y las distancias parecían burlarse con paciente inmovilidad de cualquier velocidad que pudiera llegar a alcanzar el hombre.
Los tripulantes comenzaron a quejarse después de los primeros días. No sólo se los había privado de la flotación espacial, sino que se sentían agobiados por mucho más que la pseudo-gravedad de las naves, debido a los efectos de la brusca aceleración. El propio Long se encontraba extenuado a causa de la implacable presión contra el acolchado hidráulico.
Empezaron a cortar el chorro de las toberas una hora de cada cuatro, y Long andaba preocupado.
Había pasado más de un año desde la última vez que vio Marte, empequeñeciéndose al otro lado de una ventana panorámica de esa misma nave, que entonces constituía una entidad independiente. ¿Qué habría ocurrido desde entonces? ¿Existiría aún la colonia?
Presa de una especie de creciente pánico, enviaba señales de radio a Marte todos los días, con la potencia sumada de las veinticinco naves. No había respuesta. Tampoco la esperaba. Marte y Saturno se encontraban en aquel momento en lugares opuestos del Sol y, hasta que ascendieran muy por encima de la eclíptica y dejaran al Sol más allá de la línea que los conectaba con Marte, la interferencia solar impediría el paso de toda señal.
Alcanzaron la máxima velocidad al bordear por el exterior el Cinturón de Asteroides. Con breves chorros de las toberas laterales, la enorme nave cambió de orientación. Los chorros de popa rugieron una vez más, pero en esa ocasión el resultado fue la desaceleración.
Pasaron a más de ciento cincuenta millones de kilómetros por encima del Sol, descendiendo en una curva que cruzaría la órbita de Marte.
A una semana de Marte, oyeron señales de respuesta por primera vez. Llegaban fragmentadas, quebradas por el éter, incomprensibles; pero procedían de Marte. La Tierra y Venus estaban en ángulos tan distintos que no había duda alguna.
Long se relajó. A1 menos, aún quedaba gente en Marte.
A dos días de Marte, la señal se recibió fuerte y clara. Sankov estaba al otro lado:
—Hola, hijo. Aquí son las tres de la madrugada. Parece ser que nadie tiene consideración con un anciano. Me han sacado de la cama.
—Lo lamento, señor.
—No lo lamentes. Cumplían mis órdenes. Tengo miedo de preguntar, hijo. ¿Algún herido? ¿Algún muerto?
—No hubo muertos, señor. Ninguno.
—¿Y el agua? ¿Queda algo?
—Bastante —respondió Long, tratando de quitarle importancia.
—En tal caso, llega cuanto antes. Sin correr ningún riesgo, por supuesto.
—Entonces es que hay problemas.
—Digamos que sí. ¿Cuándo descenderéis?
—Dentro de dos días. ¿Podrá resistir?
—Resistiré.
Cuarenta horas después, Marte era una esfera rojiza que ocupaba todas las ventanas. Iniciaron la última espiral de descenso, y Long no paraba de repetir para sí mismo: «Despacio, despacio.» Pues, en esas condiciones, incluso la tenue atmósfera de Marte podía provocar tremendos daños si la atravesaban a demasiada velocidad.
Como llegaban desde muy por encima de la eclíptica, la espiral iba de norte a sur. Un blanco casquete polar apareció debajo y, luego, el casquete más pequeño del hemisferio estival; de nuevo el grande, y el pequeño, a intervalos cada vez más largos. El planeta se aproximaba; el paisaje empezaba a mostrar rasgos.
—¡Preparaos para el descenso! —ordenó Long.
Sankov hizo lo posible por demostrar calma, lo cual era difícil, considerando lo extremadamente oportuno que era el regreso de los muchachos. Pero todo había salido bastante bien.
Pocos días atrás, no tenía ninguna seguridad de que hubieran sobrevivido. Lo más probable —casi inevitable— era que sólo fuesen ya cadáveres escarchados en la inexplorada distancia que unía Marte con Saturno, nuevos planetoides que otrora fueron cuerpos vivientes.
Hacía semanas que la comisión andaba importunándolo, insistiendo en que firmase un papel que cubriría las apariencias. Parecía así un acuerdo voluntario. ~ Sankov sabía que, dada la absoluta terquedad por su parte, ellos actuarían unilateralmente mandando al cuerno las apariencias. La elección de Hilder parecía asegurada, y estaban dispuestos a jugar la baza de despertar ciertas simpatías por Marte. Así que prolongó las negociaciones, siempre tranquilizándolos con la posibilidad de una rendición.
Y, en cuanto tuvo noticias de Long, cerró el trato rápidamente.
Le pusieron los papeles delante y él hizo una última declaración ante los periodistas presentes:
—Las importaciones totales de agua de la Tierra suman veinte millones de toneladas por año. Esto va en descenso, a medida que desarrollamos nuestra propia red de tuberías. Si firmo este papel aceptando un embargo, nuestra industria quedará paralizada, y las posibilidades de expansión se detendrán. Supongo que la Tierra no tiene semejante propósito, ¿verdad?
Los periodistas lo miraron y vieron que sus ojos brillaban con dureza. El asambleísta Digby ya había sido reemplazado y todos estaban unánimemente en su contra.
—Todo eso nos lo ha dicho ya otras veces —se impacientó el presidente de la comisión.
—Lo sé, pero ahora estoy dispuesto a firmar y quiero tener claras las ideas. ¿La Tierra está dispuesta a terminar con nuestra colonia?
—Claro que no. La Tierra está interesada en conservar su irreemplazable suministro de agua, nada más.
—En la Tierra hay un trillón y medio de toneladas de agua.
—No podemos desperdiciar el agua —se mostró firme el presidente de la comisión.
Y Sankov había firmado.
Ésa era la nota final que buscaba. La Tierra tenía un trillón y medio de toneladas de agua y no podía desperdiciar ni una gota.
Y, un día y medio después, la comisión y los periodistas se encontraban esperando en la cúpula del puerto espacial. A través de las gruesas y curvas ventanas veían la desierta extensión del puerto espacial de Marte.
—¿Cuánto más hemos de esperar? —preguntó con fastidio el presidente de la comisión—. Y, sí no le molesta decirlo, ¿qué es lo que esperamos?
—Nuestros muchachos han estado en el espacio —respondió Sankov—, más allá de los asteroides.
El presidente de la comisión se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo blanquísimo.
—¿Y regresan hoy?
—En efecto.
El presidente se encogió de hombros y dirigió una mirada cómplice a los periodistas.
En la sala contigua, mujeres y niños se agolpaban ante otra ventana. Sankov retrocedió un poco para echarles un vistazo. Hubiera preferido estar con ellos, compartir su entusiasmo y su emoción. Él también llevaba esperando más de un año; él también había temido una y otra vez que esos hombres hubieran muerto.
—¿Ven eso? —dijo Sankov, señalando con el dedo.
—¡Vaya! —exclamó un periodista—. ¡Es una nave!
Un confuso griterío sonó en la sala contigua.
No parecía una nave, sino un punto brillante oscurecido por una nube blanca. La nube crecía y tomaba forma; era una estría doble contra el cielo, con extremos inferiores que se arqueaban hacia fuera y hacía arriba. Al descender, el punto brillante de la parte superior cobró una forma vagamente cilíndrica.
Era tosca e irregular, pero reflejaba la luz del Sol con destellos brillantes.
El cilindro descendía con la majestuosa lentitud de las naves espaciales. Iba suspendido sobre los chorros de las toberas y apoyado en toneladas de materia que caían como un hombre cansado que se desploma en una mecedora.
Se hizo el silencio en el interior de la cúpula. Las mujeres y los niños de una sala y los políticos y los periodistas de la otra se quedaron petrificados, mirando incrédulamente hacia arriba.
Los rebordes de aterrizaje del cilindro, extendiéndose muy por debajo de las dos toberas de popa, tocaron tierra y se clavaron en el suelo pedregoso. La nave quedó inmóvil y las toberas se apagaron.
Pero el silencio persistía dentro de la cúpula. Y continuó durante un buen rato.
Bajaron hombres por los flancos de la inmensa nave, descendiendo poco a poco los tres kilómetros que habían hasta el suelo, con clavos en los zapatos y picos para el hielo en las manos. Parecían mosquitos en aquella superficie enceguecedora.
—¿Qué es eso? —gruñó uno de los periodistas.
—Eso —le informó Sankov, con calma— es un trozo de materia que giraba en torno de Saturno como parte de sus anillos. Nuestros muchachos le añadieron una ojiva y toberas para traérselo a casa. Ocurre sencillamente que los fragmentos que componen los anillos de Saturno están hechos de hielo. —Hablaba para unos interlocutores silenciosos—. Eso que parece una nave espacial es tan sólo una montaña de agua sólida. Si estuviera en la Tierra, se estaría derritiendo y se partiría bajo su propio peso. Marte es más frío y tiene menos gravedad, así que ese peligro no existe. Por supuesto, en cuanto organicemos esta situación, podremos contar con estaciones de suministro de agua en las lunas de Saturno y de Júpiter y en los asteroides. Tomaremos trozos de los anillos de Saturno y los enviaremos a las diversas estaciones. Nuestros chatarreros son expertos en esa clase de trabajo. Y tendremos toda el agua que necesitemos. Ese fragmento que ven tiene más de un kilómetro cúbico; es decir, lo que la Tierra nos enviaría en doscientos años. Nuestros muchachos gastaron una buena parte para traerlo desde Saturno. Efectuaron el viaje en cinco semanas y utilizaron cien millones de toneladas. Pero esa montaña ni se inmutó. ¿Están tomando nota, muchachos? —Se volvió hacia los periodistas. No había duda de que estaban anotándolo todo—. Pues anoten también esto. La Tierra está preocupada por su provisión de agua. Sólo tiene un trillón y medio de toneladas. No puede cedernos una sola tonelada. Escriban que a los habitantes de Marte nos preocupa la Tierra y no queremos que les suceda nada a sus habitantes. Anoten que venderemos agua a la Tierra, que les daremos montones de millones de toneladas por un precio razonable. Tomen nota de que, dentro de diez años, podremos venderles montones de kilómetros cúbicos. Escriban que la Tierra puede dejar de preocuparse, porque Marte le venderá toda el agua que necesite.
El presidente de la comisión ya no escuchaba. Sentía que el futuro se le estaba cayendo encima. Notó que los periodistas sonreían mientras garabateaban incansablemente.
Estaban sonriendo.
Y esa sonrisa se transformaría en una estentórea carcajada en la Tierra cuando Marte trastocara la situación. La carcajada resonaría en todos los continentes cuando se propagara la noticia del fiasco. Y veía un abismo, profundo y negro como el espacio, donde caerían para siempre las esperanzas políticas de John Hilder y de todos los contrarios al vuelo espacial que quedasen en la Tierra, incluido él.
En la sala contigua, Dora Swenson gritó de alegría, y Peter, que había crecido cinco centímetros, se puso a brincar.
—¿Papá! ¿Papá!
Ríchard Swenson acababa de bajar del extremo del reborde y avanzaba hacia la cúpula; su rostro era perfectamente visible a través de la silicona transparente del casco.
—¿Alguna vez has visto a alguien tan feliz? —comentó Ted Long—. Tal vez el matrimonio tenga sus ventajas.
—Bah, has pasado demasiado tiempo en el espacio —refunfuñó Rioz.
“The Monkey’s Finger”
—Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí —dijo Marmie Tallinn en dieciséis tonos e inflexiones, moviendo convulsivamente la nuez de la garganta. Marmie era escritor de ciencia ficción.
—No —dijo Lemuel Hoskins, mirando fríamente a través de los cristales de sus gafas de montura de acero. Lemuel editaba ciencia ficción.
—O sea que no aceptas una verificación científica. No me escuchas. Yo no tengo voto, ¿no?
Marmie se irguió de puntillas, se dejó caer, repitió la operación varias veces y exhaló ruidosamente. Se había arremolinado el pelo con los dedos.
—Uno contra dieciséis —manifestó Hoskins.
—Oye, ¿por qué siempre has de tener tú razón? ¿Por qué he de ser yo siempre el que se equivoca?
—Marmie, reconócelo. A cada uno nos juzgan por lo que somos. Si bajara la difusión de la revista, yo sería un fracaso, estaría en apuros. El presidente de Editorial Espacio no haría preguntas, créeme; simplemente, miraría las cifras. Pero la difusión no baja, sino que sube. Eso indica que soy un buen director. En cuanto a ti…, cuando los directores te aceptan, eres un talento; cuando te rechazan, eres un chapucero. En este momento, eres un chapucero.
—Hay otros directores. No eres el único. —Marmie alzó las manos, con los dedos extendidos—. ¿Sabes contar? Aquí tienes cuántas de las revistas de ciencia ficción que hay en el mercado aceptarían con gusto un cuento de Tallinn, y con los ojos cerrados.
—Enhorabuena.
—Mira. —Marmie suavizó su tono—: Querías dos modificaciones, ¿verdad? Querías una escena introductoria con la batalla en el espacio. Bien, te lo concedí. Aquí está. —Agitó el manuscrito bajo las narices de Hoskins, que se apartó como espantado por el olor—. Pero también querías que en la acción que ocurre en el exterior de la nave espacial intercalara una escena retrospectiva del interior, y eso no puede ser. Si introduzco esa modificación, estropeo un final emocionante, profundo y conmovedor.
Hoskins se reclinó en la silla y se dirigió a su secretaria, que había estado todo el tiempo escribiendo a máquina en silencio. Estaba acostumbrada a esas escenas.
—¿Oye usted, señorita Kane? Habla de emoción, profundidad y conmoción. ¿Qué sabe de eso un escritor? Mira, si intercalas la escena retrospectiva, aumentas el suspense, das solidez al cuento, lo haces más convincente.
—¿Más convincente? —exclamó Marmie—. ¿Me estás diciendo que es convincente que un grupo de hombres a bordo de una nave espacial comience a hablar de política y sociología cuando están a punto de saltar en pedazos? ¡Santo cielo!
—No puedes hacer otra cosa. Si esperas a que el clímax haya pasado y luego hablas de política y sociología, el lector se dormirá.