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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (140 page)

BOOK: Cuentos completos
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—Bueno, pues Dick no puede. Me parece bien que tanto tú, Ted Long, como ese ladrón de cápsulas, Mario, habléis de viajar durante un año. No estáis casados. Dick, sí. Tiene esposa y un hijo y eso le basta. Él puede conseguir un trabajo normal en Marte. Vaya, supongamos que vais a Saturno y no hay agua allí, ¿cómo regresaréis? Aunque os quedara agua, os quedaríais sin alimentos. Es lo más ridículo que he oído…

—No, escucha —dijo Long, con voz tensa—. He pensado bien en esto. He hablado con el comisionado Sankov y él nos ayudará. Pero necesitamos naves y hombres. Yo no puedo conseguirlos. Los hombres no me escuchan. Soy un novato. A vosotros os conocen y os respetan. Sois veteranos. Si me respaldáis, aunque no vayáis vosotros, si me ayudáis a convencer al resto, a conseguir voluntarios…

—Primero —gruñó Rioz—, tendrás que darme más explicaciones. Una vez que llegas a Saturno, ¿dónde está el agua?

—Ésa es la belleza del asunto. Por eso tiene que ser Saturno. El agua está flotando en el espacio para quien quiera cogerla.

5

Cuando Hamish Sankov llegó a Marte no existían aún los marcianos nativos. Ahora había más de doscientos niños cuyos abuelos eran ya naturales de Marte, nativos de tercera generación.

Él llegó siendo un adolescente, cuando Marte era apenas algo más que un conglomerado de naves espaciales en tierra, conectadas por túneles subterráneos. A lo largo de los años había visto edificios que crecían y se extendían bajo tierra, irguiendo sus hocicos romos en la atmósfera tenue e irrespirable. Había visto surgir enormes depósitos que albergaban naves enteras con su cargamento. Había visto minas que crecían desde la nada hasta abrir una enorme muesca en la corteza marciana, al tiempo que la población aumentaba de cincuenta a cincuenta mil habitantes.

Esos recuerdos le hacían sentir viejo; esos, y los recuerdos aún más vagos inducidos por la presencia de ese terrícola. Su visitante le evocaba olvidados pensamientos acerca de un mundo tibio que era acogedor como un seno materno.

El terrícola parecía recién salido de ese seno. No era muy alto ni muy flaco, sino más bien rechoncho. Tenía el cabello oscuro y pulcramente ondulado, un pulcro bigote y una piel pulcramente restregada. Llevaba ropa elegante, y tan pulcra como podía serlo el plastek.

La ropa de Sankov era de manufactura marciana, práctica y limpia, pero anticuada. Su rostro estaba poblado de arrugas, tenía el cabello blanco y hablaba como bamboleando la nuez de la garganta.

El terrícola era Myron Digby, miembro de la Asamblea General de la Tierra. Sankov era el comisionado de Marte.

—Es un duro golpe para nosotros, asambleísta —dijo Sankov.

—Ha sido un duro golpe para todos, comisionado.

—Ya. En verdad no lo comprendo. No pretendo comprender las decisiones de la Tierra, aunque nací allí. Marte es un lugar inhóspito, y usted debe entenderlo. Necesitamos mucho espacio en una nave tan sólo para traer alimentos, agua y materia prima para vivir. No queda mucho espacio para libros y filmes de noticias. Ni siquiera los programas de vídeo llegan a Marte, excepto durante un mes, cuando la Tierra está en conjunción, y aun entonces nadie tiene mucho tiempo para escuchar. Prensa Planetaria me envía semanalmente filmes con noticias. En general, no tengo tiempo para verlos con atención. Tal vez nos consideren provincianos, y estarían en lo cierto. Cuando ocurre algo como esto, sólo podemos mirarnos con impotencia.

—No me diga que la gente de Marte no ha oído hablar de la campaña de Hilder contra los derrochadores.

—No, no exactamente. Hay un joven chatarrero, hijo de un buen amigo mío que murió en el espacio —dijo Sankov, e hizo una pequeña pausa, indeciso, mientras se rascaba un lateral del cuello—, que es aficionado a leer sobre la historia de la Tierra y cosas similares. Recibe emisiones de vídeo cuando está en el espacio y oyó hablar a ese Hilder. Por lo que sé, fue el primer discurso de Hilder sobre los derrochadores. El joven me comentó algo a ese respecto, aunque, como es lógico, no lo tomé muy en serio. Durante un tiempo vi los filmes de Prensa Planetaria, pero no se mencionaba mucho a Hilder y lo poco que se decía era para ponerlo en ridículo.

—Sí, comisionado, así es; parecía una broma cuando comenzó.

Sankov estiró sus largas piernas a un lado del escritorio y las cruzó en ángulo.

—A mí me sigue pareciendo una broma. ¿Cuál es su argumento? Estamos consumiendo agua. ¿Ha mirado las cifras? Las tengo todas aquí. Me las hice traer cuando llegó esa comisión.

»Parece ser que la Tierra tiene seiscientos millones de kilómetros cúbicos de agua en sus océanos, y cada kilómetro cúbico pesa tres mil millones de toneladas. Es mucha agua. Nosotros usamos parte de ella en el vuelo espacial. La mayor parte del impulso inicial se efectúa dentro del campo gravitatorio de la Tierra, lo cual significa que el agua arrojada cae de nuevo en los océanos. Hilder no incluye eso en sus cálculos. Cuando dice que se usan millones de toneladas de agua por vuelo, está mintiendo. Son menos de cien mil toneladas.

»Supongamos que haya cincuenta mil vuelos por año, aunque, en realidad, ni siquiera hay mil quinientos. Pero supongamos que hubiera cincuenta mil, pues supongo que habrá una expansión con el tiempo. Con cincuenta mil vuelos, se perdería poco más de un kilómetro cúbico de agua en el espacio a lo largo de un año. Eso significa que, dentro de un millón de años, la Tierra habrá perdido un cuarto del uno por ciento de su provisión total de agua.

Digby extendió las manos y las dejó caer.

—Comisionado, Aleaciones Interplanetarias ha hecho uso de esas cifras en su campaña contra Hilder, pero las frías matemáticas no bastan para luchar contra una arrolladora fuerza emocional. Ese hombre, Hílder, ha inventado un nombre: derrochadores. Lentamente ha transformado ese nombre en una gigantesca conspiración, en una pandilla de pillos brutales y codiciosos que saquean la Tierra para su beneficio personal.

»Ha acusado al Gobierno de estar lleno de ellos, a la Asamblea de estar dominada por ellos, a la prensa de estar en manos de ellos. Nada de esto, lamentablemente, le parece ridículo al ciudadano medio. La gente sabe muy bien lo que unos hombres egoístas pueden hacer con los recursos de la Tierra; sabe lo que sucedió con el petróleo de la Tierra durante la Época Turbulenta, por ejemplo, y el modo en que se destruyó la capa superficial del suelo.

»Cuando un granjero sufre una sequía, le importa un bledo que la cantidad de agua que se pierde en un vuelo espacial sea insignificante. Hilder le ha dado algo a lo que echarle la culpa, y ése es el mayor consuelo posible ante el desastre. No renunciará a ello por unas cifras.

—Eso es lo que me deja confuso —reconoció Sankov—. Tal vez porque no sé cómo funcionan las cosas en la Tierra, pero me parece que allí no hay sólo granjeros que sufren sequías. Por lo que pude deducir de los resúmenes de noticias, los partidarios de Hilder son una minoría. ¿Por qué la Tierra hace caso de unos cuantos granjeros y de los chiflados que los azuzan?

—Porque, comisionado, hay gente preocupada. La industria del acero ve que el auge del vuelo espacial hará creciente hincapié en las aleaciones livianas no ferrosas. Los sindicatos de mineros se preocupan por la competencia extraterrestre. Cada terrícola que no consigue aluminio para construir una estructura prefabricada está seguro de que el aluminio va a Marte. Conozco a un profesor de arqueología que se opone a los derrochadores porque él no consigue una subvención gubernamental para financiar sus excavaciones. Está convencido de que todo el dinero del Gobierno se dedica a la investigación sobre la tecnología de los cohetes y a la medicina espacial, y está resentido.

—Por lo visto, la gente de la Tierra no es muy distinta de la gente de Marte. Pero ¿y la Asamblea General? ¿Por qué presta oídos a Hilder?

Digby sonrió amargamente.

—No es agradable explicar la política. Hilder introdujo una ley para la formación de una comisión que investigue el derroche en el vuelo espacial. Tres cuartos de la Asamblea General estaban en contra de tal investigación, pues la consideraban una intolerable e inútil extensión de la burocracia; y eso es en realidad. Ahora bien, ¿cómo puede un legislador oponerse a una mera investigación de despilfarro? Daría la impresión de que tiene algo que temer o que ocultar. Daría la impresión de que él mismo saca provecho del derroche. Y Hilder no teme hacer tales acusaciones, que, ciertas o no, influirían muchísimo sobre los votantes en las próximas elecciones. La ley se aprobó. Además, había que designar a los miembros de la comisión. Los que se oponían a Hilder rechazaron el nombramiento, pues les habría supuesto enfrentarse continuamente a decisiones embarazosas. Era más seguro permanecer al margen, para no estar expuesto a las invectivas de Hilder. El resultado es que yo soy el único miembro de la comisión opuesto abiertamente a Hilder, y eso probablemente me costará la reelección.

—Lo lamento, asambleísta. Parece ser que Marte no tiene tantos amigos como creíamos, así que no nos gustaría perder uno más. ¿Y qué pensará hacer Hilder si se sale con la suya?

—Creo que es evidente. Quiere ser el próximo coordinador global.

—¿Cree usted que lo logrará?

—Si nada lo detiene, por supuesto que sí.

—¿Y entonces qué? ¿Se olvidará de esta campaña contra los derrochadores?

—Lo ignoro. No sé si tiene planes para cuando sea coordinador. Pero, a mi juicio, no podría abandonar la campaña sin perder popularidad. Se le ha ido de las manos.

Sankov se rascó el lateral del cuello.

—De acuerdo. Siendo así, le pediré un consejo. ¿Qué podemos hacer los marcianos? Usted conoce la Tierra. Usted conoce la situación. Nosotros no. Díganos qué hacer.

Digby se levantó y caminó hasta la ventana. Miró las bajas cúpulas de los otros edificios, la llanura roja, pedregosa y desolada, el cielo purpúreo y el Sol empequeñecido.

—¿De veras les gusta Marte? —preguntó sin volverse.

Sankov sonrió.

—La mayoría de nosotros no conocemos otro mundo, asambleísta. Creo que la Tierra nos resultaría rara e incómoda.

—¿Quiere decir que los marcianos no se acostumbrarían? Después de esto no sería difícil adaptarse a la Tierra. ¿No disfrutarían ustedes del privilegio de respirar aire bajo un cielo abierto? Usted vivió en la Tierra, recordará cómo es.

—Lo recuerdo vagamente. Pero no es fácil de explicar. La Tierra está ahí. Se adapta a la gente y la gente se adapta a ella. La gente acepta la Tierra tal como es. En Marte es distinto. Es un planeta tosco y no se adapta a la gente. Hay que transformarlo. La gente, en vez de aceptar lo que encuentra, construye un mundo. Marte aún no es gran cosa, pero estamos construyendo y, cuando hayamos terminado, tendremos exactamente lo que nos gusta. Esa sensación de estar construyendo un mundo es magnífica. La Tierra nos resultaría insípida después de eso.

—No creo que el marciano común sea tan filosófico como para contentarse con vivir esta vida cruel, en aras de un futuro que debe de estar a cientos de generaciones de distancia.

—No, no es así. —Sankov apoyó el tobillo derecho en la rodilla izquierda y se lo sujetó con la mano—. Ya le he dicho que los marcianos se parecen mucho a los terrícolas, lo cual significa que son seres humanos, y los seres humanos no son muy amantes de la filosofía. No obstante, vivir en un mundo en crecimiento tiene sus atractivos, se sea o no consciente de ellos.

»Mi padre me enviaba cartas cuando vine a Marte. Él era contable y siguió siendo contable. Cuando él falleció, la Tierra era igual que el día en que nació. No vio ocurrir nada. Cada día fue similar al anterior, y vivir supuso para mi padre tan sólo un modo de pasar el tiempo hasta que murió.

»En Marte es diferente. Cada día hay algo nuevo: la ciudad es más grande, el sistema de ventilación se perfecciona, las tuberías que traen agua desde los polos funcionan mejor. Ahora planeamos fundar nuestra propia asociación de filmes de noticias; la llamaremos Prensa de Marte. Si usted no ha vivido en un momento en que todo crece en derredor, no comprenderá esta maravillosa sensación.

»No, asambleísta. Marte es duro de roer y la Tierra es mucho más confortable, pero nuestros muchachos no serían felices en la Tierra. Tal vez no entenderían por qué, pero se sentirían desorientados e inútiles. Creo que muchos no lograrían adaptarse.

Digby se apartó de la ventana y arrugó su rosada frente.

—En ese caso, comisionado, lo lamento por ustedes. Por todos ustedes.

—¿Por qué?

—Porque no creo que la gente de Marte pueda hacer nada. Ni la gente de la Luna o de Venus. No ocurrirá ahora y quizá no ocurra dentro de un par de años o de cinco años, pero pronto todos deberán regresar a la Tierra, a menos…

Sankov unió sus blancas cejas.

—¿Sí?

—A menos que encuentren ustedes otra fuente de agua, al margen del planeta Tierra.

Sankov sacudió la cabeza.

—No parece probable, ¿verdad?

—No mucho.

—¿Y usted cree que no hay otra posibilidad, aparte de ésa?

—Ninguna.

Después de eso, Digby se marchó y Sankov se quedó mirando al vacío durante un buen rato antes de teclear una combinación de la línea local de comunicaciones.

No pasó mucho tiempo y Ted Long se presentó ante él.

—Tenías razón, hijo —dijo Sankov—. No pueden hacer nada. Ni siquiera los bienintencionados encuentran solución. ¿Cómo lo supiste?

—Comisionado, cuando uno ha leído bastante sobre la Época Turbulenta, particularmente sobre el siglo veinte, la política no reserva sorpresas.

—Es posible. De cualquier modo, hijo, el asambleísta Digby lo lamenta muchísimo por nosotros, pero eso es todo. Dice que tendremos que abandonar Marte… o conseguir agua en otro sitio. Sólo que él cree que no podemos conseguir agua en ninguna otra parte.

—Usted sabe que sí podemos, comisionado.

—Sé que podríamos, hijo. Es un riesgo tremendo.

—Si encuentro suficientes voluntarios, el riesgo correrá por cuenta nuestra.

—¿Y cómo andan las cosas?

—No van mal. Algunos de los muchachos se han puesto de mi lado. He convencido a Mario Rioz, por ejemplo, y usted sabe que es uno de los mejores.

—En efecto; los voluntarios serán nuestros mejores hombres. Detesto permitirlo.

—Si regresamos habrá valido la pena.

—Si regresáis… Ese «si» es una gran palabra, hijo.

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