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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (136 page)

BOOK: Cuentos completos
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Examinó al técnico. ¿Qué pasaba con el entorno inmediato? ¿Eran de temer los espectros de los antiguos? Se trataba de una cuestión de interpretación. Existían peligros en el entorno. Movimientos de aire. Cambios de temperatura. Agua cayendo en el aire, en el estado líquido o sólido. Descargas eléctricas. Había vibraciones en código para cada fenómeno, pero eso no significaba nada. La conexión entre esas vibraciones y los nombres con que los ancestros de la superficie designaban los fenómenos era sólo conjetura.

No importaba. ¿Existía peligro en ese momento? ¿Existía peligro en ese lugar? ¿Había causa de temor o inquietud?

¡No! La mente del técnico decía que no.

Eso era suficiente. Regresó a la mente huésped y descansó un instante; luego, se expandió cautelosamente…

¡Nada!

La mente huésped era un vacío; a lo sumo, una vaga sensación de tibieza y un opaco parpadeo de respuestas imprecisas ante estímulos básicos.

¿Su huésped era un moribundo? ¿Un afásico? ¿Un descerebrado?

Se desplazó a la mente más cercana, buscando información sobre el huésped.

El huésped era un bebé de la especie.

¿Un bebé? ¿Un bebé normal? ¿Tan poco desarrollado?

Dejó que su mente se fusionara un instante con lo que existía en el huésped. Buscó las zonas motrices del cerebro y las halló con dificultad. Un cauto estímulo fue seguido por un movimiento errático de las extremidades del huésped. Intentó controlarlas y fracasó.

Se sintió irritado. ¿De veras habían pensado en todo? ¿Pensaron en inteligencias sin contacto mental? ¿Pensaron en criaturas jóvenes, tan poco desarrolladas como si aún estuvieran en el huevo?

Eso significaba que no podría activar la estación receptora desde la persona del huésped. Los músculos y la mente eran demasiado débiles, estaban demasiado descontrolados para cualquiera de los tres métodos expuestos por Gan.

Pensó intensamente. No podría influir sobre una gran cantidad de masa mediante las imperfectas células cerebrales del huésped, pero quizá pudiera ejercer una influencia indirecta a través de un cerebro adulto. La influencia física directa sería minúscula; significaría la descomposición de las moléculas de trifosfato de adenosina y de las de acetilcolina. Luego, la criatura actuaría por cuenta propia.

Titubeó, temiendo el fracaso, y maldijo su cobardía. Entró nuevamente en la mente más cercana. Era una hembra de la especie y se encontraba en el estado de inhibición transitoria que había notado en otros individuos. No lo sorprendió, pues unas mentes tan rudimentarias tenían que necesitar descansos periódicos.

Estudió esa mente, palpando mentalmente las zonas que pudieran responder a un estímulo. Escogió una, penetró en ella y las zonas conscientes se llenaron de vida casi simultáneamente. Las impresiones sensoriales se activaron y el nivel de pensamiento se elevó de golpe.

¡Bien!

Pero no lo suficiente. Fue un mero pinchazo, un pellizco; no una orden para ejecutar una acción específica.

Se movió incómodo cuando lo invadió una emoción. Procedía de la mente que acababa de estimular y estaba dirigida hacia el huésped y no hacia él. No osbtante, tanta crudeza primitiva lo fastidiaba, así que cerró la mente contra la desagradable tibieza de esos sentimientos al desnudo.

Una segunda mente se centró en torno del huésped y, si él hubiera sido material o hubiera controlado un huésped satisfactorio, habría lanzado un golpe de dolor.

¡Santas cavernas! ¿No le permitirían concentrarse en su importante misión?

Acometió contra la segunda mente, activando centros de incomodidad que la obligaran a apartarse.

Estaba contento. Fue sólo un estímulo sencillo e indefinido, pero había funcionado, despejó la atmósfera mental.

Volvió al técnico que controlaba el vehículo. Él conocería los detalles concernientes a la superficie sobre la cual volaban.

¿Agua? Ordenó deprisa los datos.

¡Agua! ¡Y más agua!

¡Por los eternos niveles! ¡La palabra «océano» tenía sentido! La vieja y tradicional palabra «océano». ¿Quién hubiera pensado que podía existir tanta agua?

Pero si eso era «océano», entonces la tradicional palabra «isla» tenía un significado claro. Envió su mente en busca de información geográfica. El «océano» estaba salpicado de motas de tierra, pero él necesitaba información exacta…

Le interrumpió un breve aguijonazo de sorpresa cuando su huésped se desplazó por el espacio para recostarse contra el cuerpo de la hembra.

La mente de Roi, activada como estaba, se hallaba abierta e indefensa. Las intensas emociones de la hembra lo sofocaron.

Se contrajo. En un intento de combatir esas aplastantes pasiones animales, se aferró a las células cerebrales del huésped, a través de las cuales se encauzaban esos crudos sentimientos.

Lo hizo con excesiva brusquedad. Un dolor difuso colmó la mente del huésped y al instante todas las mentes circundantes reaccionaron ante las resultantes vibraciones de aire.

Exasperado, procuró acallar al dolor y sólo logró estimularlo más.

A través de la bruma mental del dolor del huésped, escudriñó la mente del técnico, procurando evitar que se perdiera el contacto.

Concentró la mente. Ahora tendría su mejor oportunidad. Contaba con unos veinte minutos. Habría otras oportunidades después, aunque no tan buenas. Pero no se atrevía a dirigir los actos de otro mientras la mente del huésped padecía tamaña turbulencia.

Se retiró, se contrajo en la clausura mental, manteniendo sólo un tenue contacto con las células espinales del huésped, y aguardó.

Pasaron los minutos y poco a poco recobró la conexión.

Le quedaban cinco minutos. Escogió un sujeto.

7

—Creo que se siente mejor, pobrecillo —dijo la azafata.

—Nunca se había portado así —lloriqueó Laura—. Nunca.

—Tal vez sea un pequeño cólico —sugirió la señora Ellis.

—Tal vez —secundó la azafata—. Hace demasiado calor.

Entreabrió la manta, le levantó la ropita y dejó al descubierto su abdomen duro, rosado y protuberante. Walter seguía gimoteando.

—¿Quiere que le cambie? —preguntó la azafata—. Está muy mojado. —Sí, gracias.

La mayoría de los pasajeros habían vuelto a los asientos. Los más alejados dejaron de estirar el cuello.

El señor Ellis se quedó en el pasillo con su esposa.

—Oye, mira.

Laura y la azafata estaban demasiado ocupadas para prestarle atención y la señora Ellis lo ignoró por pura costumbre.

El señor Ellis estaba habituado a eso. Su comentario fue simplemente retórico. Se agachó y recogió la caja que estaba bajo el asiento.

La señora Ellis lo miró con impaciencia.

—¡Cielos, George, no toques el equipaje de los demás! ¡Siéntate! Entorpeces el paso.

El señor Ellis se incorporó, avergonzado.

Laura, con los ojos aún inflamados y llorosos, dijo:

—No es mío. Ni siquiera sabía que estaba bajo el asiento.

—¿Qué es? —preguntó la azafata, dejando de mirar al bebé lloriqueante.

El señor Ellis se encogió de hombros.

—Es una caja.

—Bueno, y ¿para qué la quieres, por amor de Dios? —se irritó su esposa.

El señor Ellis buscó una razón. ¿Para qué la quería?

—Sentí curiosidad, eso es todo —murmuró.

—¡Listo! —exclamó la azafata—. El pequeño está cambiado y seco y apuesto a que pronto estará más contento que unas pascuas. ¿Qué dices, primor?

Pero el primor seguía lloriqueando y apartó bruscamente la cabeza cuando le ofrecieron otro biberón.

—Lo entibiaré un poco —dijo la azafata.

Cogió el biberón y se alejó por el pasillo.

El señor Ellís tomó una decisión. Cogió la caja y la apoyó en el brazo del asiento, haciendo caso omiso del rostro fruncido de su esposa.

—No hago ningún daño —se defendió—. Sólo estoy mirando. ¿De qué está hecha?

La golpeó con los nudillos. Ninguno de los demás pasajeros parecía estar interesado, no prestaban atención ni al señor Ellis ni a la caja. Era como si algo hubiera desconectado esa línea de interés en particular y hasta la señora Ellis, que conversaba con Laura, le daba la espalda.

Levantó la caja y vio la abertura. Sabía que debía haber una abertura. Tenía el tamaño suficiente para insertar un dedo, aunque no había ninguna razón por la que él quisiera meter el dedo en una caja extraña.

Lo metió con cautela. Había un botón negro y deseaba tocarlo. Lo presionó.

La caja tembló, se le desprendió de las manos y cayó por el otro lado del brazo,del asiento.

Llegó a ver cómo atravesaba el suelo, dejándolo intacto. El señor Ellis abrió las manos y se miró las palmas. Luego, se arrodilló y tanteó el suelo.

La azafata, que regresaba con el biberón, preguntó cortésmente;

—¿Ha perdido algo?

—¡George! —exclamó la señora Ellis.

El señor Ellis se incorporó con dificultad. Estaba ruborizado y nervioso.

—La caja… Se me soltó de la mano y cayó…

—¿Qué caja? —preguntó la azafata.

—¿Puede darme el biberón, señorita? —dijo Laura—. Ya ha dejado de llorar.

—Desde luego. Aquí lo tiene.

Walter abrió la boca ávidamente y aceptó la tetilla. La leche burbujeaba mientras el niño sorbía haciendo gorgorítos.

Laura levantó la vista, con los ojos radiantes.

—Ahora parece encontrarse bien. Gracias, señorita. Gracias, señora Ellis. Por un momento tuve la sensación de que no era mi hijito.

—Se pondrá bien —la animó la señora Ellis—. Tal vez fue un pequeño mareo. Siéntate, George.

—Llámeme sí me necesita —se ofreció la azafata.

—Gracias —dijo Laura.

—La caja… —murmuró el señor Ellis, y no habló más.

¿Qué caja? No recordaba ninguna caja.

Pero había una mente a bordo de ese avión que podía seguir la trayectoria del cubo negro, que caía en una parábola sin que le afectaran ni el viento ni la resistencia del aire, atravesando las moléculas de gas que se interponían en su camino.

Debajo, el atolón constituía el diminuto centro de un enorme blanco. En otro tiempo, durante una época bélica, contó con una pista aérea y con barracas. Las barracas se habían derrumbado, la pista aérea era una franja irregular en vías de desaparición y el atolón estaba desierto.

El cubo cayó en el blando follaje de una palmera y ni una sola hoja se agitó. Atravesó el tronco, descendió hasta el coral y se hundió en el planeta sin que ni una mota de polvo se alterara para anunciar su entrada.

A seis metros de la superficie, el cubo se detuvo y se quedó inmóvil, íntimamente mezclado con los átomos de la roca, pero diferenciado de ella.

Eso fue todo. Llegó la noche, llegó el día; llovió, sopló viento y las olas del Pacífico se rompieron en espuma blanca sobre el blanco coral. Nada había ocurrido.

Nada ocurriría durante diez años.

8

—Hemos transmitido la noticia de que has tenido éxito —dijo Gan—. Creo que ahora deberías descansar.

—¿Descansar? ¿Ahora? ¿Cuando he regresado a mentes íntegras? No, gracias. Estoy disfrutando mucho.

—¿Tanto te molestó, lo de la inteligencia sin contacto mental?

—Sí —contestó Roi.

Gan tuvo el tacto de no seguir esa línea de pensamiento evocativo. En cambio, preguntó:

—¿Y la superficie?

—Espantosa. Lo que los antiguos llamaban «sol» es un insoportable resplandor en lo alto. Aparentemente se trata de una fuente de luz y varía periódicamente; en otras palabras, «noche» y «día». También hay variaciones imprevisibles.

—«Nubes», tal vez —sugirió Gan.

—¿Por qué «nubes»?

—Ya conoces el dicho tradicional: «Las nubes ocultaban el sol.»

—¿Eso crees? Sí, pudiera ser.

—Bien, continúa.

—Veamos. He explicado «océano» e «isla». «Tormenta» significa humedad en el aire cayendo en gotas. «Viento» es un movimiento de aire en gran escala. «Trueno», una descarga espontánea de estática o un gran ruido espontáneo. «Cellísca» es hielo que cae.

—Qué curioso. ¿De dónde caería el hielo? ¿Cómo? ¿Por qué?

—No tengo la menor idea. Todo es muy variable. Hay tormentas en determinado momento, pero no en otro. Aparentemente hay regiones de la superficie donde siempre hace frío, otras donde siempre hace calor y otras donde hace ambas cosas según el momento.

—Asombroso. ¿Cuánto de todo esto lo atribuyes a un error de interpretación por parte de las mentes alienígenas?

—Nada. Estoy seguro de ello. Es muy claro. Tuve tiempo suficiente para escudriñar sus extrañas mentes. Demasiado tiempo.

De nuevo sus pensamientos se replegaron.

—Está bien —aceptó Gan—. Tenía miedo de nuestra tendencia a pintar con tonos románticos la Edad de Oro de nuestros ancestros de la superficie. Presentía que en nuestro grupo habría un fuerte impulso a favor de una nueva vida en la superficie.

—No —rechazó Roí con vehemencia.

—Obviamente no. Dudo que ni siquiera nuestros individuos más recios resistieran un solo día en un medio ambiente como el que describes, con las tormentas, los días, las noches, las molestas e imprevisibles variaciones. —Gan se sentía satisfecho—. Mañana iniciaremos el proceso de transferencia. Una vez en la isla… Dices que está deshabitada.

—Totalmente. Era la única de ese tipo, de todas las que el avión sobrevoló. La información del técnico fue detallada.

—Bien. Iniciaremos las operaciones. Tardaremos generaciones, Roí, pero al final estaremos en las profundidades de un mundo nuevo y tibío, en agradables cavernas donde el ámbito controlado permitirá el crecimiento de la cultura y el refinamiento.

—Y no tendremos ningún tipo de contacto con las criaturas de la superficie.

—¿Por qué? Aunque sean primitivas podrían sernos útiles una vez que establezcamos nuestra base, Una raza capaz de construir naves aéreas debe de poseer algunas cualidades.

—No es así. Son beligerantes. Son capaces de atacar con saña animal y…

—Me perturba la psicopenumbra que rodea tus referencias a los alienígenas —le interrumpió impaciente Gan—. Me estás ocultando algo.

—Al principio pensé que podría utilizarlos. Si no nos permitían ser amigos, al menos los controlaríamos. Hice que uno de ellos estableciera contacto íntimo con el interior del cubo y fue difícil. Fue muy difícil. Sus mentes tienen otra constitución.

—¿En qué sentido?

—Si fuera capaz de describirlo, eso querría decir que la diferencia no era fundamental. Pero puedo ponerte un ejemplo. Estuve en la mente de un bebé. No tienen cámaras de maduración. A los bebés los cuidan los individuos. La criatura que cuidaba de mi huésped…

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