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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (138 page)

BOOK: Cuentos completos
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Hilder desapareció de nuevo y la nave reapareció. Disminuyó de tamaño y un cono truncado le salió por la popa, en cuyo interior se veían unas letras brillantes y amarillas: «Material de desecho.»

—Pero ahora —dijo Hilder—, el peso total de la nave es mucho mayor. Se necesita más propulsión.

La nave disminuyó más aún y se le sumó otra sección más grande, y otra más inmensa todavía. La nave propiamente dicha, la ojiva, era un pequeño punto en la pantalla, un punto rojo y fulgurante.

—¡Cuernos —exclamó Rioz—, esto es para párvulos!

—No, para el público al que se dirige, Mario —replicó Long—. La Tierra no es Marte. Debe de haber miles de millones de terrícolas que jamás han visto una nave espacial ni tienen la menor idea de esto.

—Cuando el material que está dentro de la cápsula de mayor tamaño se consume, la cápsula se desprende y se aleja —continuó hablando Hilder. La cápsula del extremo se desprendió y giró como un trompo en la pantalla—. Luego, se va la segunda y, si es un viaje largo, se desecha la última. —La nave era sólo un punto rojo y las tres cápsulas giraban a la deriva, perdiéndose en el espacio—. Estas cápsulas representan cien mil toneladas de tungsteno, magnesio, aluminio y acero. Se han ido para siempre de la Tierra. Marte está rodeado de chatarreros que aguardan en las rutas espaciales. Esperan a las cápsulas desechadas, las recogen con redes, les estampan su marca y las despachan a Marte. La Tierra no recibe un solo céntimo por ellas. Se trata de material rescatado y pertenece a la nave que lo encuentra.

—Arriesgamos nuestra inversión y nuestra vida —refunfuñó Rioz—. Si nosotros no lo recogemos, nadie lo hace. ¿Qué pierde la Tierra?

—Sólo está hablando del coste que Marte, Venus y la Luna significan para la Tierra. Éste es únicamente uno de los puntos.

—Obtendrán su beneficio. Cada año extraemos más hierro.

—Y la mayor parte regresa a Marte. Según las cifras de Hilder, de los doscientos mil millones de dólares, invertidos por la Tierra en Marte, ha recibido cinco mil millones en hierro; de los quinientos mil millones en la Luna, poco más de veinticinco mil millones en magnesio, titanio y metales ligeros; y, de los cincuenta mil millones en Venus, no ha recibido nada. Y eso es lo que les interesa a los contribuyentes de la Tierra: el dinero de sus impuestos, a cambio de nada.

La pantalla se llenó de imágenes de chatarreros en la ruta de Marte: caricaturas de naves pequeñas y sonrientes, que~extendían unos brazos delgados y fuertes para recoger las cápsulas vacías, estamparles el rótulo de «Propiedad de Marte» en letras relucientes y despacharlas a Fobos.

Hilder apareció de nuevo.

—Nos dicen que a la larga obtendremos nuestro beneficio. ¡A la larga! ¡Una vez que constituyan una empresa en marcha! No sabemos cuándo será. ¿Dentro de un siglo? ¿Mil años? ¿Un millón? A la larga. Confiemos en su palabra. Un día nos devolverán nuestros metales. Un día cultivarán sus alimentos, consumirán su energía, vivirán su vida.

»Pero hay algo que nunca pueden devolvernos; ni en cien millones de años. ¡El agua!

»Marte tiene apenas una lágrima de agua porque es demasiado pequeño. Venus no tiene agua porque es demasiado caliente. La Luna no tiene agua porque es demasiado caliente y demasiado pequeña. Así que la Tierra no sólo debe suministrar agua para que la gente del espacio beba y se lave, agua para sus industrias, agua para las granjas hidropónicas que afirman estar instalando; sino también agua para malgastarla por millones de toneladas.

»¿Qué es la fuerza propulsora que usan las naves? ¿Qué arrojan hacia atrás cuando se impulsan adelante? Antes eran gases generados con explosivos. Resultaba muy costoso. Luego, se inventó la micropila protónica, una fuente energética barata y que puede calentar cualquier líquido hasta transformarlo en gas bajo una tremenda presión. ¿Cuál es el líquido más barato y abundante? El agua, por supuesto.

»Cada nave espacial sale de la Tierra portando casi un millón de toneladas de agua. No kilos, sino toneladas, y eso sólo para llevarla por el espacio, para que pueda acelerar o desacelerar.

»Nuestros ancestros consumieron el petróleo de forma frenética e imprudente. Destruyeron implacablemente el carbón. Los despreciamos y los condenamos por ello, pero al menos tenían una excusa, pues pensaban que aparecerían sustitutos cuando fuese necesario. Y tenían razón. Nosotros tenemos nuestras granjas de plancton y nuestras micropilas protónicas.

»Pero no hay sustituto para el agua. ¡Ninguno! Nunca puede haberlo. Y cuando nuestros descendientes vean el desierto en que hemos transformado la Tierra ¿qué excusa hallarán para nosotros? Cuando se propaguen las sequías…

Long apagó el aparato.

—Eso me molesta. El maldito tonto intenta… ¿Qué ocurre?

Rioz se había levantado.

—Debería estar vigilando las señales.

—¡Al cuerno con las señales! —Pero Long se levantó y siguió a Rioz por el angosto corredor hasta la sala del piloto—. Si Hilder se sale con la suya, si tiene agallas para transformarlo en un tema político de interés… ¡Rayos!

Él también lo había visto. El parpadeo de una cápsula de clase A corría detrás de la señal saliente, como un sabueso persiguiendo un conejo mecánico.

—El espacio estaba despejado —balbuceó Rioz—. Te lo juro, estaba despejado. Por Dios, Ted, no te quedes paralizado. Trata de localizarlo visualmente.

Rioz trabajó de prisa, con una eficiencia que era fruto de casi veinte años como chatarrero. En dos minutos calculó la distancia. Luego, recordando la experiencia de Swenson, midió el ángulo de declinación y la velocidad radial.

—¡Uno coma siete seis radianes! —le gritó a Long—, ¡No puedes bik!

Long contuvo el aliento mientras ajustaba el vernier.

—Está a sólo medio radián del Sol. Recibirá luz por el costado.

Incrementó la amplificación, buscando la única «estrella» que cambiaba de posición y crecía hasta alcanzar una forma que revelaba que no era una estrella.

—Arrancaré de todos modos —dijo Rioz—. No podemos esperar.

—Lo tengo. Lo tengo. —La amplificación aún era demasiado pequeña para darle una forma definida, pero el punto que Long observaba se iluminaba y se ensombrecía rítmicamente mientras la cápsula rotaba y recibía la luz del Sol en secciones transversales de diverso tamaño.

—Mantenlo.

El primer chorro de vapor brotó de la tobera, dejando largas estelas de microcristales de hielo que reflejaban vagamente los pálidos rayos del distante Sol. Se hicieron menos densos a unos ciento cincuenta kilómetros. Un chorro, otro y otro, mientras la nave abandonaba su trayectoria estable para adoptar un curso tangencial al de la cápsula.

—¡Se mueve como un cometa en el perihelio! —gritó Rioz—. Esos malditos pilotos terrosos sueltan las cápsulas de ese modo a propósito. Me gustaría…

Soltó un colérico juramento mientras seguía arrojando vapor, hasta que el acolchado hidráulico del asiento se hundió medio metro y Long ya no pudo asirse de la baranda.

—Ten compasión —suplicó.

Pero Rioz tenía la vista fija en el radar.

—¡Si no puedes aguantarlo, quédate en Marte!

Los chorros de vapor seguían tronando a lo lejos.

La radio cobró vida. Long logró inclinarse por encima de lo que parecía melaza y activó el contacto. Era Swenson, y sus ojos echaban chispas.

—¿Adónde vais? —protestó—. Estaréis en mi sector dentro de diez segundos.

—Persigo una cápsula —respondió Rioz.

—¿En mi sector?

—Apareció en el mío y no estás en posición de atraparla. Apaga ese radio, Ted.

La nave surcaba el espacio con un ruido atronador que sólo se oía dentro del casco. Luego, Rioz apagó los motores en etapas tan largas que Long se tambaleó. El repentino silencio fue más ensordecedor que el estruendo precedente.

—Ya está —dijo Rioz—. Dame el telescopio.

Ambos observaron. La cápsula era un cono truncado que giraba con lenta solemnidad entre las estrellas.

—Es una cápsula de clase A, en efecto —confirmó Rioz con satisfacción.

Una gigante entre las cápsulas, pensó. Les permitiría resarcirse.

—Tenemos otra señal en el sensor —anunció Long—. Creo que es Swenson persiguiéndonos.

Rioz miró de soslayo.

—No nos cogerá.

La cápsula se volvió aún mayor y llenó la pantalla.

Rioz puso las manos sobre la palanca del arpón. Aguardó, ajustó dos veces el ángulo, reguló la longitud del cable y tiró de la palanca.

Por un momento no ocurrió nada. Luego, un cable de malla metálica apareció en la pantalla, desplazándose hacia la cápsula como una cobra al ataque. Estableció contacto, pero no quedó fijo, pues se habría desgarrado al instante, como una telaraña. La cápsula giraba con un impulso rotatorio que sumaba miles de toneladas. El cable configuraba un potente campo magnético que actuaba como un freno para la cápsula.

Lanzaron un par de cables más. Rioz lo soltaba en un casi irresponsable derroche de energía.

—¡La cogeré! ¡Por Marte, la cogeré!

Sólo se calmó cuando hubo una veintena de cables entre la nave y la cápsula. La energía rotatoria de la cápsula, convertida en calor por el frenado, había elevado su temperatura a tal punto que los medidores de la nave captaban la radiación.

—¿Quieres que le ponga nuestra marca? —preguntó Long.

—Como quieras. Pero no es tu obligación. Es mi turno.

—No importa.

Long se enfundó en el traje y salió por la cámara de presión. El mejor indicio de que era un novato en este juego era que podía contar las veces que había salido al espacio en traje. Ésta era la quinta.

Avanzó a lo largo del cable más largo, una mano tras otra, sintiendo la vibración de la malla metálica contra el metal del mitón.

Grabó a fuego el número de serie en el liso metal de la cápsula. El acero no se oxidaba en el vacío del espacio; simplemente, se fundía y se vaporizaba, condensándose a poca distancia del haz de energía y transformando la superficie que rozaba en una mancha gris y polvorienta.

Long regresó a la nave.

Una vez en el interior, se quitó el casco, que se había cubierto de escarcha en cuanto entró.

Oyó la furibunda voz de Swenson graznando por la radio.

—… directamente al comisionado. ¡Rayos, este juego tiene sus reglas!

Rioz se arrellanó en su asiento, despreocupado.

—Mira, apareció en mi sector. Me demoré al detectarlo y lo perseguí hasta el tuyo. Tú no lo habrías alcanzado aunque Marte actuara como valla. Eso es todo… ¿Estás de vuelta, Long?

Cerró el contacto.

La señal seguía sonando, pero Rioz no le prestó atención.

—¿Acudirá al comisionado? —preguntó Long.

—En absoluto. Protesta para romper la monotonía. Pero no habla en serio. Y sabe que la cápsula es nuestra. ¿Qué te parece nuestra presa, Ted?

—Bastante buena.

—¿Bastante buena? ¡Es sensacional! Agárrate. La pondré a girar.

Las toberas laterales escupieron vapor y la nave inició una lenta rotación en torno de la cápsula. La cápsula la siguió. A los treinta minutos, formaban una esfera gigantesca que giraba en el vacío. Long consultó las tablas astronómicas para ver la posición de Deimos.

En un momento calculado con precisión, los cables desactivaron el campo magnético y la cápsula fue lanzada tangencialmente en una trayectoria que, en un día, la llevaría hasta los depósitos de cápsulas del satélite de Marte.

Rioz la siguió con la mirada. Se sentía bien. Se volvió hacia Long.

—Es un buen día para nosotros.

—¿Qué me dices del discurso de Hilder? —se interesó Long.

—¿Qué? ¿Quién? Ah, eso. Escucha, si tuviera que preocuparme por cada cosa que dice un maldito terroso nunca dormiría. Olvídalo.

—No creo que debamos olvidarlo.

—Estás loco. No me fastidies con eso. ¿Por qué no duermes un poco?

4

La anchura y la altura de la principal avenida de la ciudad ponían eufórico a Ted Long. Hacía dos meses que el comisionado había declarado una moratoria sobre la recolección de chatarra espacial y había cancelado todos los vuelos, pero esa sensación de paisaje inmenso no dejaba de emocionar a Long. Ni siquiera la idea de que la moratoria se hubiese declarado como medida provisoria, mientras la Tierra decidía si insistir o no en economizar agua, imponiendo un racionamiento a los chatarreros, lograba abatirlo del todo.

El techo de la avenida se hallaba pintado de un luminoso azul claro, quizá como una anticuada imitación del cielo terrícola. Ted no estaba seguro. Las paredes aparecían iluminadas por los escaparates.

A lo lejos, por encima del bullicio del tráfico y el susurro de los pies de la gente, se oían explosiones intermitentes: estaban cavando nuevos túneles en la corteza de Marte. Durante toda su vida había oído esas explosiones. El suelo por el que caminaba era parte de una roca sólida e intacta cuando él nació. La ciudad crecía y seguiría creciendo, siempre que la Tierra lo permitiera.

Dobló por una calle lateral, más estrecha y menos iluminada, en la que a los escaparates los reemplazaban edificios de apartamentos, cada uno de ellos con su hilera de luces a lo largo de la fachada. Los compradores y el tráfico habían dado paso a individuos con menos prisa y a niños alborotados que seguían eludiendo la orden materna de ir a cenar.

En el último momento, Long recordó las reglas de cortesía y se detuvo en una tienda de agua. Entregó su cantimplora.

—Llénela.

El rechoncho tendero quitó la tapa y examinó el interior. La sacudió, haciendo que burbujeara.

—No queda mucha —comentó de buen humor.

—No —concedió Long.

El tendero vertió el agua, acercando el cuello de la cantimplora a la punta de la manguera para evitar que se derramase. El medidor emitió un zumbido y el tendero enroscó la tapa.

Long le entregó unas monedas y cogió la cantimplora. Ahora le chocaba contra la cadera con agradable pesadez. No estaba bien visitar a una familia sin llevar una cantimplora llena. Entre ellos no tenía tanta importancia; no mucha, al menos.

Entró en el pasillo del número 27, subió por una corta escalera y aguardó un momento antes de llamar.

En el interior se oían voces. Una de ellas era una estridente voz de mujer:

—Conque tú puedes recibir a tus amigos chatarreros aquí, ¿eh? Se supone que yo debo estar agradecida de que estés en casa dos meses por año. Oh, es suficiente con que pases un par de días conmigo. Luego, de nuevo con los chatarreros.

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